Romanos (Nature, 29 de, octubre de 1886), parecen establecer que no son guiadas por ese instinto extraño. Por otra parte, he comprobado más de una vez que no prestan atención alguna a la forma o al color de la colmena. Parecen detenerse más sobre el aspecto acostumbrado del plato en que descansa la casa, sobre la disposición de la entrada y de la tablita de arribo[8]. Pero eso mismo es accesorio, y si durante la ausencia de las acopiadoras se modifica por completo la fachada de su mansión, no dejan de volver directamente, a ella desde las profundidades del horizonte, y sólo manifiestan alguna vacilación al trasponer el irreconocible umbral. Su método de, orientación, según podemos juzgarlo por nuestros experimentos, parece más bien basado en referencias extremadamente minuciosas y precisas. Lo que reconocen no es la colmena, sino, tres o cuatro milímetros más o menos, su posición relativa a los objetos que la rodean. Y esa referencia es tan maravillosa, tan matemáticamente segura, tan profundamente impresa en su memoria, que si después de cinco meses de invernada, en un sótano obscuro, se vuelve a colocar la colmena sobre su plato, pero algo más a la derecha o a la izquierda, de lo que, estaba todas las obreras al regresar de sus primeras flores arribarán con vuelo imperturbable y rectilíneo al punto preciso que ocupaba el año anterior, y sólo tanteando darán por fin con la entrada. Podría creerse, que el espacio ha conservado durante todo el invierno la, huella indeleble de sus trayectorias, y que su senderito laborioso queda grabado en el cielo.
Así, cuando se, traslada una colmena, muchas abejas se pierden, a menos que se trate, de un largo viaje, y que todo el. paisaje que conocen hasta tres y cuatro kilómetros a la redonda se haya transformado; a menos también que no se tenga, cuidado de colocar una tablita, un pedazo de teja, un obstáculo cualquiera delante del «agujero de vuelo» para advertirlas de que algo ha cambiado y permitirles que se orienten de nuevo y rehagan su punto de llegada.
III
Esto dicho, volvamos a la ciudad que se repuebla, en que la multitud de cunas no cesa de abrirse, en que, la misma substancia de las paredes se pone en movimiento. Esta ciudad, sin embargo, no tiene reina todavía. Sobre los bordes de uno de los panales del centro se levantan siete ú ocho edificios extraños que hacen pensar, entre, la llanura escabrosa de las celdas ordinarias, en las protuberancias y los circos que hacen tan raras las fotografías de la luna. Son especies de cápsulas de, cera rugosa o de bellotas inclinadas y perfectamente cerradas, que ocupan el espacio de tres o cuatro alvéolos de obreras. Están generalmente agrupadas sobre un mismo punto, y una guardia numerosa, singularmente inquieta y atenta, vela sobre la región en que flota no se sab qué prestigio. Allí se forman las madres. En cada una de estas cápsulas ha sido depositado, antes de la partida del enjambre, un huevo en un todo semejante a los de las obreras, sea por la misma madre, sea más probablemente, aunque no pueda afirmarse, por las nodrizas que lo transportan de, algún nido vecino.
Tres días después sale del huevo una pequeña larva, a la que se prodiga una alimentación especial y tan abundante cuanto es posible; y aquí podemos sorprender uno por uno los movimientos de uno de esos métodos magníficamente vulgares de la Naturaleza que cubriríamos, si se tratara de los hombre con el nombre augusto de Fatalidad. La pequeña larva, gracias a ese régimen, adquiere, un desarrollo excepcional, y sus, ideas se modifican al propio tiempo que, su cuerpo, hasta el punto de que la abeja que de ella nace parece pertenecer a una raza de insectos completamente distinta.
Esta abeja vivirá cuatro o cinco años en lugar de seis o siete semanas. Su abdomen será dos veces más largo, su color más dorado y claro, y tendrá encorvado el aguijón. Sus ojos contarán solamente, con ocho o nueve mil facetas en lugar de doce o trece mil. Su cerebro será más estrecho, pero sus ovarios se harán enormes, y poseerá un órgano especial, la esperinateca, que la hará hermafrodita, por decirlo así. No tendrá uno solo de los útiles de la vida labriosa: ni saquillos para la secreción de la cera, ni cepillos, ni canastas para recoger el polen. No tendrá ninguna de las costumbres, ninguna de las pasiones que creemos inherentes a la abeja. No experimentará ni el deseo del sol, ni la necesidad del espacio, y morirá sin haber visitado una flor. Pasará su existencia en la sombra y en la agitación de la muchedumbre, a caza infatigable de cunas que poblar. En cambio, será la única que conozca la inquietud del amor. No está cierta de, tener dos momentos de luz en su existencia, porque la salida del enjambre no es inevitable, y quizá no haga más que una vez uso de sus alas, pero esa vez será para volar al encuentro del amante. Es curioso ver que tantas cosas, órganos, ideas, deseos, costumbres, todo un destino, se encuentren así en suspenso, no en una simiente, ello sería el milagro ordinario de la planta, del animal y del hombre, sino en una substancia extraña e inerte: en una gota demiel.[9].
IV
Ha transcurrido cerca de una semana desde la Partida del enjambre con la vieja reina. Las ninfas princesas que duermen en las cápsulas no tienen todas la misma edad, porque está en el interés de las abejas que los reales nacimientos se sucedan a medida que ellas vayan resolviendo si debe, salir un segundo y hasta un tercer enjambre de la colmena. Desde hace algunas hace a1gunas horas han ido adelgazando gradualmente las paredes de la cápsula madura, y después la joven reina que roía el interior y al mismo tiempo la redondeada tapa muestra la cabeza, sale a medias de la celda, y ayudada por las guardianas que acuden, la cepillan, la limpian y la acarician, se desprende y da sus primeros pasos sobre el panal. Como las obreras que, acaban de nacer, está pálida y vacilante, pero al cabo de unos diez minutos afirmansele las piernas, e inquieta, comprendiendo que no está sola, que tiene que conquistar su reino, que hay ocultas pretendientes en las cercanías, recorre, las murallas de cera en busca de sus rivales. Aquí intervienen la cordura, las decisiones misteriosas del instinto, del espíritu de la colmena y de la asamblea de las obreras.
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