Pero la Naturaleza siempre es magnífica cuando se trata de las funciones y de los privilegios del amor. Sólo mezquina los órganos e instrumentos de trabajo. Es especialmente agria con todo lo que los hombres han llamado virtud. En cambio no se detiene a contar ni las joyas ni los favores que siembra en el camino de los amantes que menos interés ofrecen. Por todas partes grita: «Unías, multiplicas, no hay otra ley, no hay otro objeto que el amor», aunque sea para agregar en voz baja: «Y durada después, si podéis, que eso a mí no me incumbe ya.» Por más que se haga, por más que, se quiera otra cosa,, en todas partes se tropieza, con esta moral tan distinta de la nuestra. Considerad otra vez, en esos mismos pequeños seres, su avaricia injusta y su fausto insensato. Desde, que nace hasta, que muere, la austera recolectora tiene que ir allá lejos, a la más intrincada maleza, en busca de las flores que se ocultan. Debe descubrir en los laberintos de los nectarios, en las sendas secretas de las anteras, la escondida miel y el oculto polen. Sin embargo, sus ojos, sus órganos olfatorios, son ojos, órganos de inválido junto a los de los machos. Aunque éstos fueran casi ciegos y estuviesen privados de olfato no sufrirían nada, apenas si comprenderían. No tienen nada que hacer, ninguna presa que perseguir. Se les ofrece el alimento preparado va, y pasan la vida sorbiendo miel de los mismos panales, en la obscuridad de la colmena. Pero son los agentes del amor y a los dones más enormes y más inútiles se arrojan a manos llenas en el abismo del porvenir. Uno entre mil de ellos tendrá que descubrir, una vez en la vida, en lo profundo del azul del cielo, la presencia de la virgen real. Uno entre mil tendrá que seguir un instante por el espacio, la pista de la hembra que no trata de escapar. Basta con eso. La potencia parcial ha abierto hasta el extremo, hasta el delirio sus inauditos tesoros. A cada uno de esos amantes improbables, de, los, que novecientos noventa y nueve serán asesinados pocos días después de, las bodas del milésimo, la Naturaleza le ha dado trece mil ojos de cada lado de la cabeza, cuando la obrera sólo tiene seis mil. Ha provisto sus antenas, según los cálculos de Cheshire, con treinta y siete mil ochocientas cavidades olfatorias, cuando la obrera no posee más que cinco mil. He ahí un ejemplo de la desproporción que se observa en todas partes poco más o menos lo mismo, entre los dones que acuerda al amor y los que regatea al trabajo, entre, el favor que, esparce sobre lo que da vuelo a la vida en un placer, y la indiferencia en que, abandona a quien se mantiene pacientemente en el afán. El que quisiera pintar con verdad el carácter de la Naturaleza, de acuerdo con esta clase de rasgos, haría de ella una figura extraordinaria, sin relación alguna con nuestro ideal que, sin embargo, debe proceder de ella también. Pero el hombre ignora demasiadas cosas para que pueda emprender ese retrato, en el que sólo acertaría a dibujar una gran sombra con dos o tres puntitos de indecisa luz.

III

Bien pocos, según creo, han violado el secreto dé las bodas de la reina abeja, que se realizan en los pliegues infinitos y deslumbrantes de un hermoso cielo. Pero es posible sorprender la partida vacilante de la novia, y el regreso mortífero de la desposada.

A pesar de su impaciencia, la soberana elige un día y una hora, y aguarda a la sombra de las puertas que una maravillosa mañana se extienda por el espacio nupcial, desde el fondo de las grandes urnas nacaradas. Prefiere el momento en que un poco de rocío humedece todavía con un recuerdo las hojas y las flores, en que la postrer frescura del alba desfalleciste lucha en su derrota con el ardor del día como una virgen desnuda en brazos de un robusto guerrero, en que el silencio y las rosas del mediodía que se acercan, dejan brotar todavía aquí y allí algún perfume de las violetas de, la mañana, algún grito transparente de la aurora.

Aparece entonces en el umbral, en mediodía la indiferencia de las recolectoras que atienden a sus quehaceres, o rodeada de obreras enajenadas, según que deje o no deje hermanas en la colmena, o que, no sea posible reemplazarla. Tiende el vuelo retrocediendo, vuelve dos o tres veces a la tablita de arribo, y cuando ha señalado en su memoria el aspecto Y la posición exacta de su reino, que jamás había visto desde fuera, parte como tina flecha hacia el cenit. Así llega a las alturas, a una zona luminosa, que las demás abejas no afrontan en época alguna de su vida. A lo lejos, en torno de las flores en que flota su pereza, los

machos han notado la aparición y aspirado el perfume magnético que se esparce de ámbito en ámbito hasta los vecinos colmenares. Inmediatamente las hordas se reúnen y se sumergen, siguiéndola, en el mar de júbilo cuyos límpidos límites van ensanchándose. Ella, ebria con sus alas y obedeciendo a la magnifica ley de la especie que le elige amante y quiere que sólo el más fuerte la alcance en la soledad del éter, sube, y sube, y el aire azul de la, mañana se engolfa por primera vez en sus estigmas abdominales, y canta como la sangre del cielo en las mil raicillas ligadas a los dos sacos de la tráquea que ocupan la mitad de su cuerpo y se alimentan de espacio. Y sigue subiendo.