Con razón o sin ella no les atribuimos ninguna. En todo caso no podemos encontrar en ellas la menor señal de los órganos en que pacen y se ubican por lo común la voluntad, la inteligencia, la iniciativa de una acción. Por consiguiente, lo que obra en ellas de una manera tan admirable procede directamente de lo que en otras partes llamamos: la Naturaleza. Ya no se trata de la inteligencia del individuo, sino de la fuerza inconsciente e indivisa que tiende lazos a otras formas de ella misma. ¿Induciremos que esos lazos sean otra cosa que simples accidentes fijados por una rutina Accidental también? No tenemos todavía derecho para ello. Puede decirse que, si les hubiesen faltado esas milagrosas combinaciones, esas flores no hubieran sobrevivido, pero que otras, que no necesitaran de la fecundación cruzada, las hubieran reemplazado sin que nadie notara la no existencia de las primeras, sin que la vida que ondula sobre la tierra nos hubiera parecido menos incomprensible, menos diversa y menos sorprendente…

XVI

Y, sin embargo, difícil sería no reconocer que ciertos actos con todo el aspecto de actos de prudencia y de, inteligencia, provocan y mantienen las casualidades afortunadas. ¿De dónde emanan? ¿Del sujeto mismo, e de la fuerza de que saca la vida? No diré: «poco, importa» al contrario: nos importaría inmensamente saberlo. Pero mientras no lo sepamos, ya sea la flor la que se esfuerce por mantener y perfeccionar la vida que la Naturaleza ha puesto en ella, ya sea la Naturaleza la que haga esfuerzos para mantener y mejorar la parte de existencia que ha tomado la flor, ya sea, por último, el azar, quien acabe por organizar al azar, una multitud de apariencias nos invita a creer que algo igual a nuestros más elevados pensamientos, surge por instantes de un tesoro común que tenemos que admirar sin que se encuentra.

Suele parecernos que de ese tesoro común surge un error. Pero, aunque sepamos muy pocas cosas, muchas veces tenemos que, reconocer que, ese error es una acto de prudencia que ultrajosa el alcance de nuestras primeras miradas. Hasta en el pequeño círculo que abarcan nuestros ojos, podemos descubrir que si la Naturaleza parece equivocarse aquí, es porque juzga conveniente corregir allí una inadvertencia presumida. Ha colocado las tres flores de que hablábamos, en condiciones tan difíciles que no pueden fecundarse por si mismas, pero juzga provechoso, sin que profundicemos por qué, que esas tres flores se hagan fecundar por sus vecinas, y el genio que no ha mostrado a la derecha lo manifiesta a la izquierda, activando la inteligencia de sus víctimas. Los rodeos de este genio continúan inexplicables, para nosotros, pero su nivel sigue siendo el mismo. Parece descender a un error, admitiendo que sea posible un error, pero se eleva inmediatamente, en el órgano encargado de repararlo. A cualquier parte que nos volvamos domina nuestras cabezas. Es el océano circular la inmensa sábana de agua sin medida de profundidad, sobre la cual nuestras ideas, más audaces y más independientes no serán jamás sino sumisas burbujas. Hoy le llamamos la Naturaleza; quizá mañana le encontremos otro nombre, más terrible o más dulce. Entretanto, reina a la vez y con espíritu igual, sobre la vida y sobre la muerte, y procura a las dos hermanas irreconciliables las armas magníficas o familiares que trastornan y ornamentan su seno.

XVII

En cuanto a saber si toma precauciones para conservar lo que se agita en su superficie, o si hay que cerrar el más extraño de los círculos diciendo que lo que se agita en su superficie toma precauciones contra el mismo genio que lo hace vivir, son cuestiones reservadas. Imposible nos es conocer si una, especie ha, sobrevivido a pesar de los cuidados peligrosos de la voluntad superior, independientemente de ellos, o si lo ha conseguido merced a ellos únicamente.

Todo lo que podemos comprobar es que tal especie subsiste, y que, por consiguiente, la Naturaleza parece tener razón sobre este punto. Pero ¿quién nos dirá cuántas otras, que no hemos conocido cayeron víctimas de su inteligencia olvidadiza o inquieta? Todo lo que nos es dado comprobar aún, son las formas sorprendentes, y a veces enemigas que toma, ya, en la inconsciencia absoluta, ya en una. especie de conciencia el fluido extraordinario que llamamos vida, que nos anima conjuntamente con todo lo demás, y que es precisamente lo que produce nuestros pensamientos que lo juzgan y nuestra vocecita que se esfuerza por hablar de ello.

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LIBRO QUINTO

El vuelo nupcial.

I

Veamos ahora cómo se produce la fecundación de la reina abeja. En esto, también, la Naturaleza, ha tomado medidas extraordinarias para favorecer la unión de machos y hembras nacidos de castas diferentes; ley extraña que nada la obligaba a establecer, capricho o quizá inadvertencia inicial cuya corrección gasta las fuerzas más maravillosas de su actividad.

Es probable que si hubiera empleado en asegurar la vida, atenuar el sufrimiento, dulcificar la muerte, alejar las casualidades horribles, la mitad del genio que prodiga en torno de la fecundación cruzada y de algunos otros deseos arbitrarios, el Universo nos hubiera ofrecido un enigma menos incomprensible, menos lastimoso que el que tratamos de penetrar. Pero no en lo que hubiera podido ser, sino en lo que es, conviene beber nuestra conciencia y el interés que hacia la vida tenemos.

En torno de la reina virginal, y viviendo con ella entre la muchedumbre de la colmena, se agitan centenares de machos exuberantes, siempre ebrios de miel, cuya única razón de ser es un acto de amor. Pero, a pesar del contacto incesante de dos inquietudes que en todas partes derriban todos los obstáculos, la, unión nunca se opera en la colmena, y jamás se ha logrado fecundar una reina cautiva[11]. Los amantes que la rodean ignoran lo que ella es mientras permanece en medio de ellos. Sin sospechar que acaban de dejarla, que dormían con ella sobre los mismos panales, que quizá la hayan atropellado en su salida impetuosa, van a pedirla al espacio, en los ámbitos más recónditos del horizonte. Diríase que los ojos admirables, que adornan su cabeza entera como un casco flamígero, no la conocen ni la desean sino cuando se ciernen en el azul del cielo. Todos los días, de las once a las tres, cuando la luz está en todo su esplendor, y sobre todo cuando el Mediodía despliega hasta los confines del cielo sus grandes alas azules para atizar las llamas, del sol, su horda emponchada se lanza en busca de la espesa que en leyenda alguna de princesas inaccesibles, puesto que veinte o treinta tribus la rodean, acudidas de todas las ciudades del contorno, para formarlo un cortejo de más de diez mil pretendientes, y puesto que uno solo, entre esos diez mil, será el elegido para un único beso de un solo minuto, que lo desposará con la muerte al mismo tiempo que con la dicha, mientras los demás vuelan, inútiles, en torno de la enlazada pareja, y perecerán bien pronto, sin volver a ver la aparición prestigiosa y fatal.

II

No exagero esta sorprendente y loca prodigalidad de la Naturaleza. En las mejores colmenas cuéntanse por lo general de cuatrocientos a quinientos machos. En las degeneradas o más débiles, se encuentran a menudo cuatro y cinco mil, porque cuanto más se acerca una colmena a la ruina más machos produce. Puede decirse, tomando un término medio, que un colmenar compuesto de diez colonias, disemina por los aires, en un momento dado, un pueblo de diez mil zánganos, de los que sólo diez o quince tendrán la fortuna de realizar el único acto para el que han nacido.

Entretanto agotan las provisiones de la ciudad, el trabajo de cinco o seis obreras apenas basta para alimentar la ociosidad voraz y glotonería de cada uno de esos parásitos, que lo único infatigable que tienen es la boca.