Las abejas que permanecen sobre los alvéolos rebosantes, la ofrecen a sus vecinas que la transmiten a su vez. Pasa así de uña en uña, de boca en boca, y llega a las extremidades del grupo que no tiene sino un pensamiento y un destino esparcido y reunido en millares de corazones. Hace las veces del sol y de las flores, hasta que, su hermano mayor, el sol verdadero de la gran primavera real, deslizando por la puerta entreabierta sus primeras tibias miradas en que renacen las violetas y las anémonas, despierta suavemente a las obreras para decirles que el azur ha vuelto a ocupar su sitio sobre el mundo, que el círculo ininterrumpido que une la muerte con la vida, acaba de dar una vuelta sobre sí mismo y se ha reanimado otra vez.

LIBRO SEPTIMO

El progreso de la especie.

I

Antes de cerrar este libro, como hemos cerrado la colmena sobre el embotado silencio del invierno, quiero levantar una objeción que rara vez dejan de hacer aquellos a quienes se descubre la policía y la industria sorprendente de las abejas. Si murmuran, todo ello es prodigioso pero inmutable. Hace miles de años que viven bajo notables leyes, pero hace miles de años que esas leyes son las mismas. Hace miles de años que construyen esos sorprendentes panales a los que nada se puede quitar ni añadir, y en los que se une, con perfección igual, la ciencia del químico a la del geómetra, del arquitecto y, del ingeniero, pero esos panales son exactamente iguales a los que se encuentran en los sarcófagos o se ven representados en las piedras y los papiros egipcios. Cítesenos un solo hecho que señale el progreso más mínimo, preséntesenos un detalle en que hayan innovado un punto en que hayan modificado su rutina secular: nos inclinaremos entonces, y reconoceremos que no sólo tienen un instinto admirable, sino una inteligencia con derecho a compararse con la del hombre, y a esperar como ella no se sabe, qué destino más alto que el de la materia inconsciente y sumisa.

No es sólo el profano quien así habla, sino también entomólogos de la valía de Kirby y Spence, que han usado del mismo argumento para negar a las abejas toda inteligencia que no sea la que se agita vagamente en la estrecha cárcel de un instinto asombroso pero invariable. «Mostradnos -dicen- un solo caso en que, empujadas por las circunstancias, hayan tenido la idea de substituir, por ejemplo, la arcilla o la argamasa a la cera y el propóleos, y convendremos en que son capaces de raciocinar.» Este argumento que Romanes llama The question begging argument y que también podría llamarse «el argumento insaciable» es de los más peligrosos, y aplicado al hombre nos llevaría muy lejos. Bien considerado emana de ese «simple buen sentido» que hace a menudo tanto daño y que, contestaba a Galileo: «No es la tierra la que gira, puesto que veo el sol que marcha por el cielo, remonta por la mañana y desciende por la tarde, y nada puede prevalecer sobre el testimonio de mis ojos.» El buen sentido es excelente y necesario en el fondo de nuestro espíritu, pero con la condición de que lo vigile una inquietud elevada, y le recuerde en caso necesario lo infinito de su ignorancia; de otro modo no es más que la rutina de las partes inferiores de nuestra inteligencia. Pero las mismas abejas han contestado a la objeción de Kirby y Spence. Apenas se había formulado, cuando otro naturalista, Andrew Knight, que había untado con una especie de barniz hecho de cera y trementina la corteza enferma de ciertos árboles, observó que sus abejas renunciaban por completo a cosechar propóleos y no hacían uso sino de aquella materia desconocida, pero inmediatamente probada y adoptada, que hallaban lista ya y en abundancia en los alrededores de su mansión.

Por lo demás, la mitad de la ciencia y la práctica apícolas es el arte de dar alas al espíritu de iniciativa de la abeja, procurar a su inteligencia emprendedora la oportunidad de ejercer y hacer verdaderos descubrimientos, verdaderas invenciones. Así, cuando el polen escasea, en las flores y para cooperar a la cría de las larvas y las ninfas que lo consumen en cantidad enorme, los apicultores esparcen harina en las cercanías de la colmena. Es evidente que, en el estado natural en el seno de sus bosques natales o de los valles asiáticos, en que probablemente, vieron la luz en la época terciaria, las abejas no encontraron substancia alguna de ese género. No obstante, si se ha cuidado de «cebar» algunas, poniéndolas sobre la harina esparcida, éstas la palpan, la gustan, reconocen sus cualidades más o menos equivalentes a las del polvillo de las antenas, vuelven a la colmena, anuncian la noticia a sus hermanas, y las recolectoras acuden al punto adonde se halla aquel alimento inesperado e incomprensible, que en su memoria hereditaria debe ser inseparable del cáliz de las flores, donde desde hace tantos siglos su vuelo es tan voluptuosa y tan suntuosamente acogido.

II

Hace apenas cien años es decir, desde los trabajos de Huber, que se ha comenzado a estudiar seriamente a las abejas y a descubrir las primeras verdades importantes que permiten observarlas con fruto. Hace algo más de cincuenta años que, gracias a los panales y los marcos movibles de Dzlerzon y de Langstroth, se fundó la apicultura racional y práctica y que la colmena ha cesado de ser la inviolable mansión en que todo pasaba en un misterio que no podíamos penetrar sino después de que la muerte lo había convertido en ruinas. Por último, hace apenas cincuenta años que los perfeccionamientos del microscopio y del laboratorio del entomólogo han revelado el secreto preciso de los principales órganos de la obrera, de la madre y de los zánganos. ¿Hay que sorprenderse de que nuestra ciencia sea tan corta como nuestra experiencia? Las abejas viven desde hace millares de años, y nosotros las observamos desde hace diez o doce lustros. Aunque quedara probado, que no ha cambiado nada, en la colmena desde que la abrimos, ¿tendríamos derecho para deducir que nunca se ha modificado nada tampoco antes de que la hubiéramos interrogado? ¿No sabemos, acaso, que en la evolución de una especie, un siglo se pierde como una gota de lluvia en los remolinos de un río, y que sobre la vida de la materia universal los milenarios pasan tan rápidamente como los años en la historia de un pueblo?

III

Pero no está demostrado que las abejas no hayan variado en nada sus costumbres. Examinándolas sin preocupación anterior, y sin salir del pequeño campo iluminado por nuestra experiencia actual, se hallarán, por el contrario, variaciones muy sensibles. ¿Y quién dirá las que

se nos escapan? Un observador que tuviera alrededor de ciento cincuenta veces nuestra altura, y cerca de setecientas mil nuestro volumen -tales son las relaciones de nuestra talla y peso con las de la humilde mosca de miel – que no entendiera nuestro idioma y que estuviese dotado de sentidos completamente distintos de los nuestros, se daría cuenta de que han ocurrido transformaciones materiales bastante curiosas en los dos últimos tercios de este siglo, pero ¿cómo podría formarse una idea de nuestra, evolución moral, social, religiosa, política y económica?

Dentro de, un instante, la más verosímil de las hipótesis científicas nos permitirá vincular a nuestra abeja doméstica con la gran tribu de los Apianos en que se encuentran probablemente sus antepasados y que comprende todas las abejas silvestres[13]. Asistiremos entonces a transformaciones fisiológicas, sociales, económicas, industriales, arquitectónicas, más extraordinarias que la de nuestra evolución humana. Por ahora nos concretaremos a nuestra abeja doméstica propiamente dicha. Cuéntanse alrededor de dieciséis especies suficientemente distintas pero, en el fondo, trátese de la Apis Dorsata, la más grande, o de la Apis Florea, la más pequeña que se conozca, el insecto es exactamente el mismo, más o menos modificado por el clima y las circunstancias a que ha tenido que adaptarse. Todas esas especies no difieren, mucho más entre sí que un inglés de un español o un japonés de un europeo. Limitando de esta manera nuestras primeras observaciones, no consignaremos aquí sino lo que ven nuestros propios ojos y en este mismo instante, sin la ayuda de hipótesis alguna, por verosímil o imperiosa que sea. No pasaremos revista a todos los hechos que se podrían invocar. Rápidamente enumerados, bastará con algunos de los más significativos.

IV

Y en primer lugar, la mejora más importante y más radical, que en el hombre correspondería a inmensos trabajos: la protección exterior de la comunidad.

Las abejas no habitan como nosotros en ciudades a cielo abierto y libradas al capricho del viento y las borrascas, sino en ciudades cubiertas por entero con una envoltura protectora. Ahora bien, en el estado natural y bajo un clima ideal no sucede lo mismo. Si las abejas escucharan solamente el fondo de su instinto, se limitarían a construir sus panales al aire libre. En las Indias, la Apis Dorsata no busca ávidamente los árboles huecos o las grietas de las rocas.