Derribados de espaldas, agitan torpemente, en el extremo de sus poderosas patas, a las enemigas que no sueltan su presa, o girando sobre sí mismos arrastran el grupo entero en un torbellino loco pero pronto exhausto. Al cabo de cierto tiempo están en un estado tan lamentable, que la piedad, que nunca está muy lejos de la justicia en el fondo de nuestro corazón, acude a toda prisa y pediría gracia aunque inútilmente, a las duras obreras que sólo reconocen la ley profunda y seca de la Naturaleza. Las alas de los desdichados quedan laceradas, los tarsos arrancados, las antenas roídas, y sus magníficos ojos negros, espejos de las flores exuberantes, reverberos del azur y de la inocente arrogancia del estío, dulcificados entonces por el sufrimiento, no reflejan ya más que el desconsuelo y la angustia del fin. Los unos sucumben a sus heridas y son inmediatamente arrastrados por dos o tres de sus verdugos a los lejanos cementerios. Otros, menos heridos, logran refugiarse en algún rincón en que se amontonan y donde una guardia inexorable los bloquea, hasta que se mueran de inanición. Muchos logran ganar la puerta y escapar al espacio arrastrando a sus adversarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el hambre y el frío, vuelven en masa a la entrada de la colmena, implorando un abrigo. Tropiezan con otra guardia, inflexible. Al día siguiente, a su primer salida, las obreras barren el, umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.

III

La matanza, se realiza a menudo el mismo día en gran número de colonias del colmenar. Las más ricas, las mejor gobernadas dan la señal. Algunos días después las imitan las pequeñas repúblicas menos prósperas. Los pueblos más pobres, los más débiles, aquellos cuya madre está ya muy vieja y casi estéril, para no abandonar la esperanza de ver fecunda a la joven reina que aguardan y que todavía puede nacer, son los únicos que mantienen a sus zánganos hasta la entrada del invierno. Entonces sobreviene la miseria inevitable, y la tribu entera, madre, parásitos, obreras, se amontona en un grupo hambriento y estrechamente, enlazado que perece en silencio en la sombra de la colmena, antes de las primeras nieves.

Después de la ejecución de los ociosos en las ciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanuda, pero con ardor decreciente porque el néctar comienza a escasear. Las grandes fiestas y los grandes dramas han pasado. El cuerpo milagroso con sus guirnaldas de millares y millares de almas, el noble monstruo sin suelo, alimentado de flores y de rocío, la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, va adormeciéndose gradualmente, y su tibio aliento, cargado de perfumes, se alarga y se congela. La miel de otoño, para completar las provisiones indispensables, va acumulándose, sin embargo, en las murallas nutricias, y los últimos depósitos son sellados con el incorruptible sello de cera blanca. Césase de edificar, los nacimientos disminuyen, las muertes se multiplican, las noches se alargan, los días se acortan. La lluvia y los vientos inclementes, las brumas matutinas, las emboscadas de la sombra demasiado rápida, arrebatan centenares de trabajadoras que no vuelven más, y todo el pequeño pueblo, tan ávido de sol como las cigarras del Atica, siente que va extendiéndose sobre él la helada amenazadora del invierno.

El hombre ha tomado su parte de la cosecha. Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel, y las más maravillosas le dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensos campos de flores visitadas, una por una mil veces cada día. Ahora lanza una postrer mirada a las colonias que se adormecen. Quita a las más ricas sus tesoros superfluos para distribuirlos entre las empobrecidas por los infortunios, siempre inmerecidos en ese mundo laborioso. Tapa y abriga, cuidadosamente las colmenas, entorna sus puertas, quita, los marcos inútiles, y entrega las abejas a su gran sueño invernal. Estas se reúnen entonces en el centro de la colmena, se contraen y se cuelgan de los panales que encierran las urnas fieles de las que ha de salir durante los días helados, la substancia transformada del estío. La reina, se coloca en el medio, rodeada por su guardia. La primer fila de obreras se aferra a las celdas selladas, cúbrelas una segunda fila, cubierta a su vez por la tercera, y así sucesivamente hasta la última que florida la envoltura. Cuando las abejas de esta envoltura sienten que el frío las invade, entran en la masa, siendo reemplazadas por otras que lo son también más tarde. El colgado racimo es como una esfera tibia y leonada que escinde las paredes de miel, y que sube o baja, avanzan o retroceden de una manera imperceptible, a medida que van agotándose las celdas a que se agarra. – ¡Porqué, al revés de lo que generalmente se cree, la vida invernal de las abejas se hace más lenta, pero no se detiene[12]. Por el zumbido concertado de sus alas, hermanitas sobrevivientes de las llamas del sol, que se activan o se apaciguan según las fluctuaciones de la temperatura externa, mantienen en su esfera un calor invariable e igual al de un día de primavera. Esa secreta primavera emana de la miel hermosa, que no es más que un rayo de calor anteriormente transmutado, y que vuelve a su primitiva forma. Circula por la esfera como sangre generosa.