El bienestar aumenta la construcción de las celdas mejora, la colonia crece. La fundadora continúa siendo su alma y su madre principal, y está a la cabeza del reino, que es

como el esbozo del de nuestra abeja melífica. Esbozo por lo demás bastante grosero. Su prosperidad es siempre limitada, sus leyes mal definidas y obedecidas, el canibalismo y el infanticidio primitivos reaparecen de vez en cuando, la arquitectura es informe y dispendiosa, pero la diferencia mayor entre ambas ciudades consiste en que la una es permanente y la otra efímera. En efecto, la de los abejorros va a perecer toda entera en el otoño; sus cuatrocientos habitantes morirán sin dejar huella de su paso, toda su labor quedará dispersa, y sólo les sobrevivirá una hembra que, a la primavera siguiente, recomenzará en la misma soledad y desnudez que su madre, el mismo inoficioso trabajo. Pero no por eso queda menos demostrado que, esta vez, la idea ha tenido ya conciencia de su fuerza. En los abejorros no la vemos trasponer ese límite, pero inmediatamente después, fiel a su costumbre, por medio de una especie de metamorfosis infatigable, va a encarnarse, palpitante aún por su último triunfo, todopoderosa y casi perfecta, en otro grupo, el penúltimo de la raza, el que precede inmediatamente a nuestra abeja doméstica que la corona; me refiero al grupo de los Meliponinos, que comprende las Meliponas y las Trigonas tropicales.

XIII

Entre ellas todo está organizado como en nuestras colmenas. Tienen una madre, probablemente única[19], obreras estériles y machos.

[20]Llegan hasta tener algunos detalles mejor organizados. Por ejemplo, los machos no permanecen completamente ociosos: secretan la cera. La entrada de la ciudad se halla mejor defendida: una puerta la cierra durante las noches frías, y en las cálidas, la cubre una cortina que deja penetrar el aire.

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Pero la república es menos fuerte, la vida general menos garantizada, la prosperidad menor que entre nuestras abejas, y en cualquier parte a que se introduzcan éstas, los 'Meliponinos tienden a desaparecer ante ellas. La idea fraternal se ha desarrollado igual y magníficamente en ambas razas, excepto en un punto, en el que una de ellas no ha avanzado un paso más allá de lo realizado en la estrecha familia de los abejorros. Ese punto es la organización mecánica del trabajo en común, la economía precisa del esfuerzo, en una palabra, la arquitectura de la ciudad, manifiestamente inferior. Bastará con recordar lo que he dicho en el Libro III capítulo XVIII de este volumen, agregando que en las colmenas de nuestros Apidos, todas las celdas sirven indiferentemente para la cría de los huevecillos y el almacenamiento de las provisiones y eso tanto tiempo cuanto dura la ciudad misma, mientras que entre los Meliponinos, no pueden servir sino para un objeto, y las que forman las cimas de las jóvenes ninfas, se destruyen después del nacimiento de éstas.

Entre nuestras abejas domésticas es, pues, donde la idea, ha alcanzado su forma más perfecta, y he aquí un cuadro tan rápido cuanto incompleto de, los movimientos de esa idea. ¿ Se fijan esos movimientos una vez por todas en cada especie, y el lazo que los une existe sólo en nuestra imaginación? No construyamos todavía, un sistema en esta región mal explorada. No arribemos sino a conclusiones provisionales, y si lo deseamos, inclinémonos más bien hacia las más llenas de esperanza, porque si fuera absolutamente necesario elegir, algunos destellos nos indican ya que las más deseadas serán las más seguras. Por lo demás, reconozcamos nuevamente que nuestra ignorancia es profunda. Estamos aprendiendo a abrir los ojos. Mil experimentos que podrían hacerse no se han intentado siquiera. Por ejemplo, las Prosopis, prisioneras y obligadas a vivir juntas con sus semejantes, ¿podrían, a la larga, franquear el umbral de hierro de la soledad absoluta, aficionarse a la reunión como los Dasypodos, y hacer un esfuerzo fraternal semejante al de los Panurgos? Los Panurgos, colocados a su vez en circunstancias impuestas y anormales, ¿pasarían del pasadizo común a la cámara común? Y ¿se les ha dado a los Meliponinos panales de cera estapada? ¿Se les han ofrecido ánforas artificiales, para reemplazar sus curiosas ánforas de miel? ¿Las aceptarían? ¿sacarían partido de ellas? ¿Cómo adaptarían sus costumbres a esa arquitectura insólita? Interrogaciones que se dirigen a seres bien pequeños, y que sin embargo encierran la gran clave de nuestros mayores secretos. No podemos contestarlas, porque nuestra experiencia, data de ayer. Contando desde, Réaumur, hace cerca de siglo y medio que se observan las costumbres de ciertas abejas silvestres. Réanmur sólo conocía algunas, nosotros hemos estudiado algunas más; pero centenares, millares quizá, no han sido interrogadas hasta aquí sino por viajeros ignorantes o apresurados. Las que conocemos desde los hermosos trabajos del autor de las Memoires no han variado en nada sus costumbres, y los abejorros que hacia 1730 se empolvaban de oro, vibraban como el deleitoso murmullo del sol y se atiborraban de miel en los jardines de Charenton, eran completamente iguales a los que, vuelto el mes de abril, zumbarán mañana a pocos pasos de allí, en el bosque de Vincennes. Pero de Réaumur a nuestros días sólo media un abrir y cerrar de ojos, y varias vidas de hombres unidas por sus extremos, no forman sino un segundo en la historia de un pensamiento de la Naturaleza…

XIV

Aunque la idea que hemos seguido con la mirada haya asumido su forma suprema en nuestra abeja doméstica, eso no quiere decir que todo en la colmena sea irreprochable. Una obra maestra, la celda hexagonal, alcanza en ella, desde todos los puntos de vista, la perfección absoluta, y todos los genios reunidos no la podrían mejorar en nada. ¡Ningún ser viviente, ni el hombre mismo, ha realizado en el centro de su esfera lo que la abeja en la suya; y si alguna inteligencia extraña a nuestro globo viniera a pedir a la tierra el objeto más perfecto de la lógica de la vida, sería necesario presentarle el humilde panal de miel.

Pero todo no es igual a esa obra maestra. Ya hemos notado al pasar algunas faltas y algunos errores, a, veces evidentes, a veces misteriosos: la superabundancia y la ociosidad ruinosas de los machos, la partenogénesis, los riesgos del vuelo nupcial, la excesiva enjambrazón, la carencia de piedad, el sacrificio casi monstruoso del individuo a la sociedad. Agreguemos a esto una propensión extraña, a almacenar enormes cantidades de polen, que no utilizadas se ponen rancias, se endurecen, atestan inútilmente los panales, el largo interregno estéril que media entre la primer enjambrazón y la fecundación de la segunda reina, etc., etc.

De todas estas faltas, la más grave, la que en nuestros climas es casi siempre fatal, es la repetida enjambrazón. Pero no olvidemos que a este respecto, y desde hace millares de años, la selección natural de la abeja doméstica, es contrariada por el hombre,. Desde el Egipto del tiempo de los Faraones hasta nuestros campesinos de hoy, el criador ha obrado siempre contra los deseos y las ventajas de la especie.