Un habitante de, otro planeta que viera a los hombres yendo y viniendo casi insensiblemente por las calles, amontonándose en torno de ciertos edificios, o en ciertas plazas, aguardando quién sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus habitaciones, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se deslinda la actividad múltiple de esa inercia.

La verdad es que cada una de esas pequeñas bayas casi inmóviles, trabaja, sin descanso y ejerce un oficio diferente. Ninguna de ellas conoce el reposo, y las que, por ejemplo, parecen más dormidas y cuelgan contra los vidrios en muertos racimos, tienen la tarea más misteriosa y abrumadora: forman y secretan cera. Pero pronto hemos de encontrarnos con el detalle de esta unánime actividad. Por el momento basta llamar la atención sobre el rasgo esencial de la naturaleza de la abeja, que explica el amontonamiento extraordinario de ese trabajo confuso. La, abeja es ante todo, y aún más que la, hormiga, un ser de muchedumbre. Sólo puede vivir en montón. Cuando sale de la colmena, tan atestada que tiene que abrirse, a cabezazos su camino por las paredes vivientes que la encierran, sale de su elemento propio. Se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como se sumerge el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable., expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad. La acumulación, la ciudad, desprendo para ella un alimento invisible tan indispensable como la miel. A esa necesidad hay que remontar para fijar el espíritu de las leyes de la colmena. En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte. Es curioso comprobar que no siempre ha sido así. Aún hoy se encuentran entre los himenópteros melíferos, todos los estados de la civilización progresiva de nuestra abeja doméstica. En lo más, bajo de la escala, trabaja sola, en la miseria; a menudo ni siquiera ve su descendencia (las Prosopis, las Coletas, etc.) a veces vive en medio de la escasa familia anual que se crea (los Abejorros). Forma en seguida asociaciones temporarias, (los Panurgos, los Dasipodos, los Halitos, etc.), para llegar por fin, de grado en grado, a la sociedad casi perfecta pero implacable de nuestras colmenas, en que el individuo es completamente absorbido por la república, y en que la república es, a su vez, regularmente sacrificada a la ciudad abstracta e inmortal del porvenir.

VIII

No nos apresuremos a sacar de estos hechos conclusiones aplicables al hombre. El hombre tiene la facultad de no someterse a las leyes de la Naturaleza; saber si hace mal o bien en usar de esa facultad, es el punto más grave y menos aclarado de la moral. Pero no por eso es menos interesante sorprender la voluntad de la Naturaleza, en un mundo distinto. Pues, en la evolución de los himenópteros, que, inmediatamente después del hombre, son los habitantes del globo más, favorecidos desde el punto de vista de la inteligencia, dicha voluntad parece muy clara. Tiende visiblemente a la mejora de la especie, pero demuestra al propio tiempo que no la desea o no puede obtenerla sino con detrimento de la libertad, de los derechos y de la felicidad propias del individuo. A medida que la sociedad se organiza y se eleva, la vida particular de cada uno de sus miembros ve decrecer su círculo. En cuanto hay un progreso en alguna parte, éste sólo resulta del sacrificio cada vez más completo del interés personal al general. En primer término es menester que cada, cual renuncie a vicios que son actos de independencia. Así, en el penúltimo grado de la civilización ápica, se encuentran los abejorros que son todavía semejantes a nuestros antropófagos. Las obreras adultas merodean sin cesar en torno de los huevos para devorarlos, y la madre, se ve obligada a defenderlos encarnizadamente. Es menester, en seguida, que cada cual, después de haberse desembarazado de los vicios más peligrosos, adquiera cierto número de virtudes cada vez más penosas. Las obreras de los abejorros, por ejemplo, no piensan en renunciar al amor, mientras que nuestra abeja doméstica viva en perpetua castidad. Por otra parte, pronto veremos todo lo que abandona en cambio del bienestar, la seguridad, la perfección arquitectónica, económica y política de la colmena, y volveremos sobre la asombrosa evolución de los himenópteros, en el capítulo consagrado al progreso de la especie.

LIBRO SEGUNDO

El enjambre.

I

Las abejas del enjambre que elegimos, han sacudido, pues, el entorpecimiento del invierno.