Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un difícil consentimiento que su habilidad arranca a un _pueblo que se enloquece ante la sospecha de una inconcebible intervención. Viola pacíficamente, cuando lo considera útil, el secreto de las cámaras sagradas, y toda la política enredada y previsora del gineceo real. Despoja cinco e seis veces seguidas del fruto de su trabajo a las hermanas del buen convento infatigable, sin herirlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Proporciona los depósitos y graneros de sus moradas a la cosecha de flores que la primavera desparrama en 811 prisa desigual, por la falda de las colinas.
Las obliga a reducir el número fastuoso de, los amantes que aguardan el nacimiento de las princesas. En una palabra, hace de ellas lo que quiere, y obtiene de ellas lo que pide, con tal que su pedido se someta a sus virtudes y a sus leyes, porque a través de las voluntades del dios inesperado que se ha apoderado de, ellas- demasiado vasto para ser discernido y demasiado extraño para ser comprendido, miran más lejos de lo que mira ese dios mismo, y sólo piensan en cumplir, con inquebrantable abnegación, el deber misterioso de su raza.
IV
Ahora que los libros nos han dicho cuánto de esencial tenían que decirnos, acerca de una historia tan antigua, dejemos la ciencia adquirida, por los demás, para ir a ver las abejas con nuestros propios ojos. Una hora que pasemos en el colmenar nos enseñará cosas quizá menos precisas pero infinitamente más vivas y fecundas.
No he olvidado el primer colmenar que vi y en que aprendí a amar las abejas. Hace ya muchos años era en una populosa, aldea de esa Flandes Zelandesa que, tan clara y tan graciosa, más que la misma Zelanda, espejo cóncavo de Holanda, ha concentrado el gusto a los colores vivos y acaricia los ojos, como con lindos y grandes juguetes, con sus tejados, sus torres y 21 sus carretas iluminadas, sus armarios y sus relojes que brillan en el fondo de los corredores; sus arbolitos alineados a lo largo de los malecones, y los canales, que parecen aguardar alguna ceremonia bienhechora e ingenua; sus buques y sus barcas de pasajeros, de popa esculpida sus puertas y sus ventanas semejando flores sus esclusas irreprochables; sus puentes levadizos minuciosos y multicolores; sus casitas barnizadas como lozas armoniosas y resplandecientes de las que salen mujeres en forma de campanillas y adornadas de oro y plata, para ir a ordeñar las vacas en prados rodeados de barreras blancas, a tender la ropa en la alfombra recortada en óvalos, y losanges, y meticulosamente verde, de los céspedes floridos.
Una especie de anciano sabio, bastante parecido al viejo de Virgilio.
Homme égalant les rois, honune approchant des dieux, Et comme ces derniers satisfait et tranquillo, hubiera dicho La Fontaine, habíase retirado allí, donde, la vida parecería más estrecha que en otra parte, si fuese posible estrechar realmente la vida. Allí había levantado su refugio, no hastiado -el justo no conoce los grandes hastíos,– sino algo fatigado de interrogar a los hombres que contestan menos sencillamente que los animales y las plantas, a las únicas preguntas interesantes que se puedan hacer a la Naturaleza y a las leyes verdaderas. Toda su felicidad, lo mismo que la del filósofo escita, consistía en las bellezas de un jardín, y entre esas bellezas, la más amada y la, más visitada era un colmenar, compuesto de doce campanas de paja que había pintado unas de rosa vivo, otras de amarillo claro, la mayor parte de azul pálido, porque había observado, mucho antes de los experimentos de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido por las abejas. Había instalado el colmenar junto a la blanqueada pared de la casa, en el rincón que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas de paredes de loza en que resplandecían los estaños y los cobres que por la puerta abierta, se reflejaban en un apacible canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo una cortina de álamos, guiaba las miradas hacia el reposo de un horizonte de molinos y de prados.
En aquel lugar, como donde quiero, que se pongan, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, a la suavidad del aire, a los rayos del sol, un significado nuevo. En cierto modo se tocaba el objeto de la fiesta del verano. Descansábase en la encrucijada fulgurante, a que convergen y de donde irradian los caminos aéreos que desde el alba hasta el crepúsculo recorren, atareados y sonoros, todos los perfumes de la campiña. Allí íbase a oír el alma, dichosa y visible, la voz inteligente y musical, el foco de alegría de las horas hermosas del jardín. Allí iba a aprenderse, en la escuela de las abejas, las preocupaciones de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo ardiente y desinteresado y lo que es tan bueno como la moral del trabajo, las heroicas obreras enseñaban también a gustar el sabor algo confuso del descanso, subrogando, por decirlo así, con los rasgos de fuego de sus mil alitas, las delicias casi intangibles de aquellos días inmaculados que giran sobre sí mismos en los campos del espacio, sin traernos nada más que un globo transparente, vacío de recuerdos, como una felicidad demasiado pura.
V
Para seguir todo lo sencillamente que sea posible la, historia anual de la colmena, tomaremos una que despierta a la primavera y reanuda su trabajo, y veremos desarrollarse en su orden natural los grandes. episodios de la vida de la abeja, a saber: La formación y la partida del enjambre, la fundación de la nueva ciudad, el nacimiento, los combates y el vuelo nupcial de las jóvenes reinas, la matanza de los machos, el retorno del sueño invernal, Cada uno de, estos episodios traerá naturalmente consigo todas las aclaraciones necesarias sobre las leyes, las particularidades, las costumbres, los acontecimientos que lo provocan o lo acompañan, de manera que al cabo del año apícola, que es breve y cuya actividad sólo se extiende de abril al fin de septiembre, nos habremos encontrado con todos los misterios de la, casa de la miel. Por ahora, antes de abrirla y de dirigirle una mirada general, bastará saber que se compone de una reina, madre de todo su pueblo; de millares de obreras o neutras, hembras incompletas y estériles y por último de algunos centenares de machos, entre los cuales, se elegía esposo único y desdichado de la soberana futura, la que las obreras se darán después de la partida, más o menos voluntaria, de la madre reinante.
VI
La primera vez que se abre una colmena, se experimenta algo semejante a la emoción que se sentiría al violar un objeto desconocido y lleno quizá de sorpresas temibles, una tumba por ejemplo. Hay en torno de las abejas una leyenda de amenazas y de peligros. Hay el recuerdo enervado de esas picaduras que provocan un dolor tan especial que no se sabe a qué compararlo: se diría que es una aridez fulgurante, una especie de llama del desierto que se esparce por el miembro herido, como si nuestras hijas del sol hubieran extraído de los rayos irri-tados de su padre, un veneno resplandeciente para defender con mayor eficacia los tesoros de dulzura que sacan de sus horas benéficas.
Verdad es que, abierta sin precaución por quien no conozca ni respete el carácter y las costumbres de sus habitantes, la colmena se transforma al punto en ardiente zarza de cólera y de heroísmo. Pero nada es más fácil de adquirir que la pequeña habilidad necesaria para manejarla impunemente. Basta con un poco de humo proyectado a propósito, con mucha sangre fría y suavidad, y las bien armadas obreras se dejan despojar sin pensar en desnudar el aguijón. No reconocen a su amo, como se ha sostenido, no temen al hombre, pero ante el olor del humo, ante los lentos ademanes que recorren su morada sin amenazarlas, se imaginan que no se trata de un ataque ni de un gran enemigo del que sea posible defenderse, sino de una fuerza o de una catástrofe natural, a la que es bueno someterse. En vez de luchar en vano, y llenas de una previsión que si se engaña es porque mira demasiado lejos, tratan por lo menos de salvar el porvenir y se arrojan sobre sus reservas de miel para sacar y esconder en su mismo cuerpo con qué fundar en otra parte, en cualquiera inmediatamente, una ciudad nueva si la antigua es destruida, o si se ven obligadas a abandonarla.
VII
El profano ante quien se abre una colmena de observación[2] sufre al principio un desencanto. Se le había asegurado que aquel cofrecito de vidrio encerraba una actividad sin ejemplo, un número infinito de leyes sabias, una asombrosa suma de genio, de misterios, de experiencia, de cálculo, de ciencia, de certidumbre, de hábitos inteligentes, de sentimientos y de virtudes extrañas. No descubre en ella más que un confuso montón de pequeñas bayas rojas, bastante parecidas a los granos de café tostado o a pasas de uva aglomeradas sobre los vidrios. Esas pobres bayas están más muertas que vivas, se trasladan con movimientos lentos, incoherentes incomprensibles. No reconoce las admirables gotas de luz que un momento antes se volcaban y salpicaban sin tregua en el hálito animado, lleno de perlas y de oro, de mil abiertos cálices.
Tiritan en las tinieblas. 'Se sofocan en una muchedumbre transida; se diría que son prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de brillo entre las, flores iluminadas del jardín, para volver en seguida a la miseria vergonzosa de su taciturna y repleta morada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades profundas. Hay que aprender a observarlas.
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