El se vino pronto, aprovechando la curiara, para consultarme un negocio y requerir mi consentimiento. El viejo Zubieta daba al fiado mil o más toros, a bajo precio, a condición de que los cogiéramos, pero exigía seguridades y Franco arriesgaba su fundación con ese fin. Era la oportunidad de asociarnos: la ganancia sería cuantiosa.

Gozoso le dije a don Rafo:

—¡Haré lo que ustedes quieran! —Y agregué estrechando a Alicia en mis brazos—: ¡Ese dinero será para ti!

—Yo daré mis caballos como aporte y volaré a Arauca a exigir la cancelación de algunas deudas. Podré reunir hasta mil pesos, y con esa suma se harán, en parte, los gastos de “saca”. Además, empeñada la fundación, el viejo cerrará el negocio con Franco, de cuyos servicios necesita siempre, y más ahora que la ganadería está paralizada por el desorden de los vaqueros.

—Tengo aún treinta libras en el bolsillo. ¡Aquí están, aquí están! Sólo restaré algo para ciertos gastos de Alicia y para pagar nuestra permanencia en esta casa.

—¡Muy bien! Marcharé dentro de tres días, y aquí me tendrán a mediados del mes entrante, antes de las grandes lluvias, porque ya el invierno se acerca. A fines de junio llegaremos a Villavicencio con el ganado. ¡Luego, a Bogota! ¡A Bogotá!

Cuando Alicia y don Rafael salieron al patio, abrió mi fantasía las alas.

Me vi de nuevo entre mis condiscípulos, contándoles mis aventuras de Casanare, exagerándoles mi repentina riqueza, viéndoles felicitarme, entre sorprendidos y envidiosos. Los invitaría a comer a mi casa, porque ya para entonces tendría una propia, de jardín cercano a mi cuarto de estudio. Allí los congregaría para leerles mis últimos versos. Con frecuencia Alicia nos dejaría solos, urgida por el llanto del pequeñuelo, llamado Rafael, en memoria de nuestro compañero de viaje.

Mi familia, realizando un antiguo proyecto, se radicaría en Bogotá; y aunque la severidad de mis padres los indujera a rechazarme, les mandaría a la nodriza con el pequeño los días de fiesta. Al principio se negarían a recibirlo, mas luego, mis hermanas, curiosas, alzándolo en los brazos, exclamarían: “¡Es el mismo retrato de Arturo!” Y mi mamá, bañada en llanto, lo mimaría gozosa, llamando a mi padre para que lo conociera; mas el anciano, inexorable, se retiraría a sus aposentos, trémulo de emoción.

Poco a poco, mis buenos éxitos literarios irían conquistando el indulto. Según mi madre, debía tenérseme lástima. Después de mi grado en la Facultad se olvida todo. Hasta mis amigas, intrigadas por mi conducta, disimularían mi pasado con esta frase: ¡Esas cosas de Arturo…!

—Venga usted acá, soñador —exclamó don Rafo— a saborear el último brandy de mis alforjas. Brindemos los tres por la fortuna y el amor.

—¡Ilusos! ¡Debimos brindar por el dolor y la muerte!

* * *

El pensamiento de la riqueza se convirtió en esos días en mi dominante obsesión, y llegó a sugestionarme con tal poder, que ya me creía ricacho fastuoso, venido a los llanos para dar impulso a la actividad financiera. Hasta en el acento de Alicia encontraba la despreocupación de quien cuenta con el futuro, sostenido por la abundancia del presente. Verdad que ella seguía enclaustrada en su misterio, mas yo me agasajaba con esta seguridad: son extravagancias de mujer rica.

Cuando Fidel me avisó que el contrato se había perfeccionado, no tuve la menor sorpresa. Parecióme que el administrador de mis bienes estaba rindiéndome un informe sobre el modo acertado como había cumplido mi voluntad.

—¡Franco, esto saldrá a pedir de boca! ¡Y si el negocio fallare, tengo mucho con qué responder!

Entonces Fidel, por primera vez, me averiguó el objeto de mi viaje a las pampas. Lúcidamente, ante la posibilidad de que mi compañera hubiera cometido alguna indiscreción, respondí.

—¿No habló usted con don Rafael? —y añadí, después de la negativa:

—¡Caprichos, caprichos! Se me antojó conocer a Arauca, bajar el Orinoco y salir a Europa. ¡Pero Alicia está tan maltratada que no sé qué hacer! Además, el negocio no me disuena. Haremos algo.

—Pena me da que esta “pechugona” de Griselda quiera convertir en una modista a la señora de usted.

—Despreocúpese. Alicia encuentra distracción en practicar lo que le enseñaron en el colegio. En casa divide el tiempo entre la pintura, el piano, los bordados, los encajes…

—Sáqueme de una duda: ¿Los cabayos de don Rafo se los dio usted?

—¡Ya sabe cuánto lo estimo! ¡Me robaron el mejor, ensillado, y todo el equipaje!

—Sí, me contó don Rafo… Pero quedan algunos buenos.

—Regulares; los de nuestras monturas.

—Al viejo Zubieta le gustarán. ¡Qué casualidad ésta del negocio, con un hombre tan desconfiado! Probablemente nos hizo el ofrecimiento en previsión de que Barrera “se le atravesara”. Nunca había vendido semejante cosecha. Les respondía a los compradores: ¡si ya no tengo que vender! ¡Sólo me quedan cuatro bichitos! Y para estimularlo a la venta, se le debían depositar, con pretexto de que las guardara, las libras destinadas al trato, en la seguridad de que el oro se quedaría allí. Una vez tuvo esa táctica un “saquero” de Sogamoso, hombre corrido y negociante avisado, quien, para ganarse la voluntad del abuelo, duró borracho con él varios días. Mas cuando fueron a separar la torada, extendió Zubieta su bayetón fuera de los corrales y desnudó la mochila del cliente, advirtiéndole: “A cada torito que salga, écheme aquí una morrocotica, porque yo no entiendo de números”. Agotado el depósito, insinuó el “reinoso”: “¡Me faltó dinero! ¡Fíeme los animalitos restantes!” Zubieta sonrió: “¡Camaráa, a usté no le falta dinero; es que a mí me sobra ‘ganao’!”.

Y recogiendo el bayetón regresó irreductible.

Satisfecho de mi fortuna, escuchaba la anécdota.

—Franco —le dije, golpeándole el hombro—.