¡No se sorprenda usted de nada! El viejo sabe lo que hace. ¡Habrá oído mi nombre…!
—¡Veleta, veleta, cómo tas de cambiao!
—Hola, niña Griselda, ¿qué es ese tuteo?
—¿Tas entonao por el negocio? Pa morrocotas, el Vichada. Yévame. ¡Quiero irme con vos!
Se echó a abrazarme, pero la aparté con el codo. Ella vaciló, sorprendida.
—¡Ya sé, ya sé! ¡Le tenés “terronera” a mi marío!
—¡Le tengo aversión a usted!
—¡Desagradecío! La niña Alicia no sabe náa. Sólo me encargó que no te creyera.
—¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted?
—Que el yanero es el sincero; que al serrano ni la mano.
Pálido de cólera, entré en la sala.
—¡Alicia, no me agrada tu compañerismo con la niña Griselda! ¡Puede contagiarte su vulgaridad! ¡No conviene que sigas durmiendo en su cuarto!
—¿Quieres que te la deje sola? ¿No respetarás ni al dueño de casa?
—¡Escandalosa! ¿Vuelven ya tus celos ridículos?
La dejé llorando y me fuí al caney. La vieja Tiana prendía remiendos en la camisa del mulato, que, semidesnudo, con las manos bajo la cabeza, esperaba la obra tendido en un cuero.
—Blanco, refrésquese en ese chinchorro. ¡Ta haciendo un caló de agua!
En vano pretendía conciliar el sueño. Me importunaba el cacareo de una gallina que escarbaba en el zarzo, mientras sus compañeras, con los picos abiertos, acezaban a la sombra, indiferentes al requiebro del gallo que venía a arrastrarles el ala.
—¡Estas condenáas no dejan ni dormí!
—Mulata —le dije— ¿cuál es tu tierra?
—Esta onde me hayo.
—¿Eres colombiana de nacimiento?
—Yo soy únicamente yanera, del lao de Manaure. Dicen que soy craveña, pero yo no soy del Cravo; que pauteña, pero no soy del Pauto. ¡Yo soy de todas estas yanuras! ¡Pa qué más patria, si son tan beyas y tan dilatáas! Bien dice el dicho: ¿Onde ta tu Dios? ¡Onde te salga el sol!
—¿Y quien es tu padre? —le pregunté a Antonio.
—Mi mamá sabrá.
—¡Hijo, lo importante es que hayás nacío!
Con doliente sonrisa, indagué:
—Mulato, ¿te vas al Vichada?
—Tuve cautivao unos días, pero lo supo el hombre y me “empajó”. Y como dicen que son montes y más montes, onde no se puée andá a cabayo, ¡eso pa qué! A mí me pasa lo que al ganao: sólo quero los pajonales y la libertá.
—Los montes pa los indios —agregó la vieja.
—A los “pelaos” también les gusta la sabana: que lo diga el daño que hacen. ¡En qué no se ve pa enlazá un toro! Necesita hayarse bien remontao y que el potro empuje. ¡Y eyos los cogen de a pie, a carrera limpia, y los desjarretan uno tras otro, que da gusto! Hasta cuarenta reses por día, y se tragan una y las demá pa los “zamuros” y los “caricaris”. Y con los cristianos también son atrevíos: ¡al dijunto Jaspe le salieron del matorral, casi debajo del cabayo, y lo cogieron en estampía y lo “envainaron”! Y no valió gritarles. ¡Aposta, andábamos desarmaos, y eyos eran como veinte y echaban flecha pa toas partes!
La vieja, apretándose el pañuelo que llevaba en las sienes, terció en esta forma:
—Era que el Jaspe los perseguía con los vaqueros y con el “perraje”. Onde mataba uno, prendía candela y hacía como que se lo taba comiendo asao, pa que lo vieran los fugitivos o los vigías que atalayaban sobre los moriches.
—Mamá, jué que los indios le mataron a él la familia, y como puaquí no hay autoridá, tié uno que desenredarse solo. Ya ven lo que pasó en el Hatico: “machetearon” a tóos los racionales y toavía humean los tizones. Blanco, ¡hay que apandillarnos pa echarles una buscáa!
—¡No, no! ¿Cazarlos como a fieras? ¡Eso es inhumano!
—Pues lo que usté no haga contra eyos, eyos lo harán contra usté.
—¡No contradigas, zambo alegatista! El blanco es más leído que vos. Preguntále más bien si masca tabaco y dále una mascáa.
—No, gracias, viejita. Eso no es conmigo.
—Ahí tan remendaos tus “chiros” —díjole al mulato, aventándole la camisa— ¡Ora rómpelos en el monte! ¿Ya trujiste la “vengavenga”? ¿Cuánto hace que te la han solicitao?
—Si me da café, la traigo.
—¿Y qué es eso de vengavenga?
—Encargos de la patrona. ¡Es la cascarita de un palo que sirve pa enamorá!
* * *
Mi sensibilidad nerviosa ha pasado por grandes crisis en que la razón trata de divorciarse del cerebro. A pesar de mi exuberancia física, mi mal de pensar, que ha sido crónico, logra debilitarme de continuo, pues ni durante el sueño quedo libre de la visión imaginativa. Frecuentemente las impresiones logran su máximum de potencia, en mi excitabilidad, pero una impresión suele degenerar en la contraria a los pocos minutos de recibirla. Así, con la música, recorro la gama del entusiasmo para descender luego a las más refinadas melancolías; de la cólera paso a la transigente mansedumbre, de la prudencia a los arrebatos de la insensatez. En el fondo de mi ánimo acontece lo que en las bahías: las mareas suben y bajan con intermitencia.
Mi organismo repudia los excitantes alcohólicos, aunque saben llevar el marasmo a las penas. Las pocas veces que me embriagué, lo hice por ociosidad o por curiosidad: para matar el tedio o para conocer la sensación tiránica que bestializa a los bebedores.
El día que don Rafo se separó de nosotros sentí vago pesar, augurio de males próximos, certidumbre de ausencia eterna. Yo participaba, al ver que se iba, del entusiasmo de la empresa, cuyo programa empezaba a cumplirse con las gestiones encomendadas a él. Pero a la manera que la bruma asciende a las cimas, sentía subir en mi espíritu el vaho de la congoja humedeciéndome los ojos. Y bebí con ahínco las copas que precedieron a la despedida.
Así, por un momento, reconquisté la animación veleidosa; pero mi mente seguía deprimiéndose con el eco tenaz de los sollozos de Alicia, cuando le dijo a don Rafael en un abrazo desesperado:
—¡Desde hoy quedaré en el desierto!
Yo entendí que ese desierto tenía algo que ver con mi corazón.
Recuerdo que Fidel y Correa debían acompañar al viajero hasta el propio Tame, en previsión de que los secuaces de Barrera lo asaltaran.
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