Mientras él estuvo en el servicio, ningún matrimonio se separó, y los tribunales provinciales no tuvieron molestias en cuestiones y procesos. En un momento dado, se dio cuenta de la falta que le hacía saber leyes. Dedicó a eso toda su capacidad de estudio, y pronto notó que había llegado a ser el más hábil abogado. Su círculo de acción se extendió notablemente, y ya se tenía la idea de llevarle a la capital, para completar desde arriba lo que había empezado desde abajo, cuando, ganado un importante premio de lotería, se compró una finca mediana, la dio en arriendo y la convirtió en centro de su actividad, con el firme propósito, o más bien la vieja costumbre, de no permanecer en ninguna casa donde no hubiera nada que conciliar ni en que ayudar. Los que tienen la superstición de los significados de los nombres afirman que el nombre Mittler («Mediador») le obligó a asumir este destino tan extraño.

Habían servido el postre cuando el invitado exhortó seriamente a sus anfitriones a no seguir reservándose sus manifestaciones, pues tenía que marcharse inmediatamente después del café. Marido y mujer hicieron detalladamente sus confesiones, pero él, apenas percibió el sentido del asunto, se levantó impacientemente de la mesa, se acercó de un salto a la ventana y mandó que le ensillaran el caballo.

—O no me conocen —exclamó— y no me entienden, o tienen mala intención. ¿Qué discusión hay aquí? ¿Qué necesidad hay aquí de ayuda? ¿Creen ustedes que estoy en el mundo para dar consejo? Esa es la ocupación más tonta que se puede emprender. Que cada cual se dé consejo a sí mismo y haga lo que no puede dejar de hacer. Si le sale bien, alégrese de su sabiduría y de su suerte: si le va mal, entonces yo estoy a mano. Quien quiere librarse de un mal, siempre sabe lo que quiere; quien quiere algo mejor de lo que tiene, está como ciego. ¡Sí, sí, ya pueden sonreír!, juega a la gallina ciega, y quizá da en el clavo, pero ¿qué? Hagan lo que quieran: ¡es lo mismo! He visto salir mal las cosas más razonables, y salir bien las más disparatadas. No se rompan la cabeza, y aunque de un modo o de otro salga mal, tampoco se la rompan. Basta que me manden a buscar y ya les ayudaré. Basta entonces, ¡servidor de ustedes!

Y saltó sin más al caballo, sin aguardar el café.

—Aquí ves —dijo Charlotte— de qué poco sirve realmente un tercero cuando no hay completo acuerdo entre dos personas estrechamente unidas. Ahora estamos aún más confusos e inciertos, si es posible, que antes.

Ambos hubieran seguido seguramente vacilando todavía por algún tiempo de no haber llegado una carta del capitán, contestación a la última de Eduard. Se había decidido a aceptar uno de los puestos que le ofrecían, aunque no era nada apropiado para él. Debía compartir el aburrimiento de unas gentes nobles y ricas, que ponían en él la confianza de que sabría entretenerles.

Eduard se hizo cargo de todo el asunto muy claramente, y lo describió con tajante exactitud.

—¿Nos gustaría saber que nuestro amigo está en tal situación? —exclamó—. ¡Tú no puedes ser tan cruel, Charlotte!

—Ese hombre extraño, nuestro Mittler —respondió Charlotte—, tenía razón, después de todo. Todas estas iniciativas son jugadas de azar. Nadie prevé lo que puede resultar de ellas. Semejantes relaciones nuevas pueden ser fecundas en suerte y en desgracia, sin que podamos atribuirnos especialmente mérito o culpa por ello. Ya no me siento con fuerzas suficientes para seguir oponiéndote resistencia. Hagamos la prueba. Lo único que te pido es que se prevea de duración breve. Permíteme que me aplique por él más activamente que hasta ahora, utilizando y moviendo mi influencia y mis relaciones para procurarle un puesto que pueda darle alguna satisfacción a su manera.

Eduard expresó del modo más amable a su mujer su vivo agradecimiento. Se apresuró a hacer sus propuestas al amigo por escrito, con ánimo libre y alegre. Charlotte hubo de añadir la aprobación, por su propia mano, en una postdata, uniendo sus amistosos ruegos a los de Eduard. Escribió con pluma ligera, complacida y cortés, pero con una especie de prisa que por lo demás no era habitual en ella; y, lo que no le solía ocurrir fácilmente, manchó el papel al final con un borrón, que la irritó, y que solo se hizo más grande cuando quiso borrarlo.

Eduard bromeó sobre ello y, como todavía quedaba sitio, añadió una segunda postdata: su amigo debía ver por esas señales la impaciencia con que le aguardaban, y, según la prisa con que se había escrito la carta, debía regularse la prontitud de su viaje.

Cuando se fue el mensajero, Eduard creyó no poder expresar su gratitud de modo más conveniente que insistiendo una vez y otra en que Charlotte debía sacar enseguida a Ottilie del internado.

Ella pidió un aplazamiento, y esa noche supo excitar en Eduard el deseo de entretenerse con música. Charlotte tocaba muy bien el piano; Eduard no tan bien la flauta, pues, aunque de vez en cuando se tomaba mucho trabajo, no le había sido otorgada la paciencia, la constancia que hace falta para perfeccionar semejante habilidad. Por eso llevó su partitura de modo muy desigual, en algunos pasajes bien, pero quizá muy deprisa; en otros, en cambio, se detenía porque no le salían con rapidez, de modo que para cualquier otra persona hubiera sido difícil hacer un dúo con él.