Pero Charlotte sabía arreglárselas: se detenía y dejaba que él la alcanzara, cumpliendo así la doble función de un maestro de música y de una sensata ama de casa, siempre dados a guardar la medida en conjunto, aunque en algunos pasajes no siempre haya que guardar el compás.
III
Llegó el capitán. Había mandado por delante una carta muy inteligente que tranquilizó por completo a Charlotte. Tanta lucidez sobre sí mismo, tanta claridad sobre su propia situación y sobre la situación de sus amigos, le daban una perspectiva serena y alegre.
Las conversaciones de las primeras horas, como suele ocurrir entre amigos que llevan tiempo sin verse, fueron vivaces, casi agotadoras. Hacia el atardecer Charlotte sugirió un paseo por las nuevas instalaciones. El capitán encontró muy grato el lugar, y observó todas las bellezas que se habían hecho visibles porque ahora se podían disfrutar por el nuevo camino. Tenía una mirada ejercitada y, sin embargo, dispuesta a contentarse; y aunque sabía muy bien todo lo que se podía desear, no puso de mal humor, como tantas veces suele ocurrir, a las personas que le guiaban, exigiendo más de lo que permitían las circunstancias; ni tampoco recordó nada más perfecto que hubiera visto en otra parte.
Llegados a la cabaña cubierta de musgo, la encontraron adornada del modo más alegre: ciertamente, solo con flores artificiales y siemprevivas, pero con tan hermosos haces de espigas y manojos de frutos, puestos por en medio, que hacían honor al sentido artístico de quien los había ordenado.
—Aunque a mi marido no le gusta que se festeje su cumpleaños ni su santo, hoy no se tomará a mal que dedique estas pocas guirnaldas a una triple fiesta.
—¿Triple? —exclamó Eduard.
—Ciertamente —contestó Charlotte—. La llegada de nuestro amigo no podemos por menos que considerarla como una fiesta. Y ¿no os habéis acordado de que hoy es el día del santo de los dos? ¿No os llamáis Otto, tanto uno como otro?
Los dos amigos se estrecharon la mano por encima de la mesita.
—Me recuerdas —dijo Eduard— este juego juvenil de amistad. De niños nos llamábamos así los dos; pero cuando estuvimos juntos en el internado, como se producía algún error por eso, me despojé espontáneamente de este bello y lacónico nombre.
—En lo cual, sin embargo, no fuiste demasiado generoso —dijo el capitán—. Pues me acuerdo muy bien de que te gustaba más el nombre de Eduard, porque también es verdad que tiene un sonido especialmente bueno pronunciado por unos bonitos labios.
Luego se sentaron los tres a la misma mesita donde Charlotte había hablado con tanto empeño contra la venida de ese invitado. Eduard, en su alegría, no quería recordar aquel momento a su mujer, pero no se contuvo de decir:
—También habría sitio para una cuarta persona.
En aquel instante se hicieron oír desde el castillo unos cuernos de caza, que asentían, en cierto modo, y reforzaban las buenas disposiciones y los deseos de los amigos reunidos. En silencio los escucharon, regresando cada cual a su interior y sintiendo redobladamente su propia dicha en tan hermosa unión. Eduard fue el primero en romper la pausa, levantándose y saliendo de la cabaña cubierta de musgo.
—Vamos —dijo a Charlotte— a llevar a nuestro amigo a lo más alto, para que no crea que solo este valle es nuestra propiedad y residencia; la mirada se hace más libre allá arriba, y el pecho se ensancha.
—Entonces, por esta vez —contestó Charlotte—, deberemos volver a trepar por ese viejo sendero, algo difícil; pero espero que mis rampas y escalones pronto nos han de llevar arriba con mayor comodidad.
Y así llegaron, por encima de rocas, a través de bosquecillos y monte bajo, hasta la última altura, que no era por cierto una llanura pero formaba un lomo cultivable continuado. Allá atrás ya no se veían la aldea ni el castillo. En lo hondo, aparecían extendidos unos estanques; enfrente, unos montes cubiertos de vegetación, a cuyo pie llegaban aquellos; finalmente, rocas abruptas, que rodeaban verticalmente con decisión los últimos espejos de agua, en cuya superficie se reflejaban sus formas imponentes. Allá en el barranco, donde un gran arroyo caía en los estanques, había un molino medio escondido, que, con lo que le rodeaba, parecía un propicio lugar de paz. De modo variado, en todo el semicírculo que recorría la mirada, alternaban profundidades y alturas, matorrales y bosques, cuyo primer verdor prometía para lo sucesivo la más opulenta perspectiva. También algunos grupos aislados de árboles detenían en ciertos lugares la mirada. Especialmente se destacaba por su belleza, a los pies de los amigos que observaban, una masa de chopos y plátanos, en primer término, al borde del estanque central. Estaba en su mayor esplendor, fresca, robusta, dada a ensancharse.
Eduard llamó especialmente la atención de su amigo hacia ese grupo.
—Esos árboles —exclamó— los planté yo mismo en mi juventud. Eran retoños jóvenes que salvé cuando mi padre, al arreglar una parte nueva del gran jardín del castillo, los hizo arrancar en pleno verano. Sin duda también este año brotarán agradecidos con nuevos retoños.
Volvieron contentos y serenos. Dieron al invitado, en el ala derecha del castillo, unas habitaciones agradables y espaciosas, donde instaló muy pronto libros, papeles e instrumentos, ordenándolos para continuar su acostumbrada actividad. Pero Eduard no le dejó en paz los primeros días: le llevó por todas partes, unas veces a pie, otras a caballo, para que conociera el lugar, comunicándole a la vez los deseos que hacía tiempo acariciaba para el mejor conocimiento y el más ventajoso aprovechamiento de la finca.
—Lo primero que hemos de hacer —dijo el capitán— es un plano del lugar con ayuda de la brújula. Es un trabajo fácil y agradable, y aunque no garantiza la mayor exactitud, siempre resulta útil y placentero al principio; además, se puede hacer sin mucha ayuda, con la seguridad de terminarlo. Si alguna vez piensas en una medición más exacta, también habrá modo de hacerla.
El capitán estaba muy ejercitado en esta clase de mediciones. Había traído consigo los instrumentos necesarios, y comenzó enseguida. Instruyó a Eduard y a algunos cazadores y labradores que habían de ayudarle en la tarea. Los días eran favorables; las tardes y las primeras horas de la mañana las pasaba dibujando y haciendo planos. Pronto estuvo todo trazado e iluminado, y Eduard vio surgir sus propiedades en el papel del modo más evidente, como una nueva creación.
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