Es evidente que la literatura, las lecturas comunes, han de construir el amor también en el caso de Eduard y Charlotte, incluso ha de resarcirse con intereses acumulados el capital de los años de amor perdidos. Es cierto que, ante la imparable sucesión de los acontecimientos, este cálculo queda representado de un modo diferente al que podría parecer. No obstante, el objetivo prescrito se persigue con la misma tenacidad en la primera novela de Goethe. Así, el tratado que Ottilie copia con la letra de Eduard y que señala el momento en el que Eduard y Ottilie se abrazan, sorprendidos ellos mismos por su acción y sin saber «quién había sido el primero en estrechar al otro», no resulta solo una imitación, que se identifica con el arquetipo del amor, con el sello de la unión. Encontramos además escenas descritas al detalle por el narrador que muestran cómo Eduard y Ottilie se acercan el uno al otro lentamente y sin palabras para contemplar al libro desde los dos lados, y por tanto juntos, durante las horas vespertinas de lectura. Por fin, en el momento inmediatamente anterior al encuentro de los amantes, la novela presenta a una Ottilie que, enfrascada en su lectura (se puede suponer, por los comentarios del narrador, que se trata de una novela romántica), se ha abstraído del momento, del lugar e incluso del mundo que gira a su alrededor. Eduard no puede soportar la fascinación que le produce esta imagen: «ve a Ottilie y ella le ve a él —dice el narrador—, él corre hacia ella y se echa a sus pies. […] Imaginaban pertenecerse mutuamente; por primera vez cambiaban besos francos y atrevidos».

Por lo tanto, no cabe duda: aunque presentada con una variante que incluye el juego del deseo, nos encontramos ante la escenificación de la relación amorosa del Werther, la reformulación de sus escenas más relevantes a nivel argumental, y esta es razón suficiente para que Las afinidades electivas figure entre las obras que escarban sin pudor en la herencia cultural, el registro del patrimonio reunido a lo largo de los siglos, con el fin de hacer literatura a partir de literatura. Sin embargo, en este sentido, en ningún otro lugar la novela se convierte en una obra maestra tanto como en su cénit. Este no se produce a causa del «doble adulterio» al que debe su monstruoso destino el hijo de los «afines electivos»; (véase capítulo 10, primera parte), sino que es ocasionado por el tristemente célebre discurso metafórico del cuarto capítulo de la primera parte, que prepara el camino para todo lo que sigue. Se trata de algo que apenas se percibe a primera vista: ni siquiera este discurso metafórico es original en su creación, no es una invención sin influencias previas; se aprecian, al igual que en los episodios ya mencionados, reminiscencias de la herencia del Werther. Por ello, la obra no solo supone una actualización de una tradición literaria reiterada, sino que logra, con gran habilidad, una multiplicación de significados al servicio, en grado sumo, de la reflexión y la autorreflexión.

En este sentido resulta significativo que, en la escena del cuarto capítulo, se dé primero un vuelco a la imagen original de la pareja de amantes lectores para después representarla en un doble reparto y complicados entrecruzamientos. El mismo Eduard, que después incitará a Ottilie a leer con él, reacciona con evidente incomodo la tarde en que Charlotte empieza a examinar su libro mientras él les lee en voz alta a ella y a su amigo. Comienza con tono de reproche:

Si leo en voz alta a alguien, ¿no es como si le expusiera algo de palabra? Lo escrito, lo impreso, ocupa el lugar de mi propio sentir, de mi propio corazón; y ¿me molestaría en hablar si me abrieran una ventanita en la frente, en el corazón, de modo que aquella persona a quien quiero exponer mis pensamientos uno a uno y presentar mis sensaciones una a una supiera ya con mucha anticipación adónde quiero ir a parar? Cuando alguien me mira el libro, siempre es como si me partiera en dos pedazos.

Sin embargo, Charlotte consigue salir del paso con buen ánimo formulando la idea central de la obra y abriendo la conversación sobre afinidades y afinidades electivas, que al final se convierte, de forma literal y bajo el disfraz de un juego lingüístico, en nada más y nada menos que la formación de dos parejas. Dice el capitán:

Imagínese una A íntimamente unida con una B, sin poderse separar ni por muchos medios ni por mucha fuerza; imagínese una C que tiene esa misma relación con una D; ponga en contacto ambas parejas: A se precipitará sobre D, y C sobre B, sin que se pueda decir quién abandona antes a quién, ni quién se ha vuelto a unir antes al otro.

Eduard, por el contrario, intenta minimizar las implicaciones de este juego, tanto eróticas como peligrosas para su matrimonio, con la «doctrina» que él extrae «para uso inmediato». Afirma:

Tú representas la A, Charlotte, y yo tu B, pues realmente pendo de ti y te sigo como la B a la A. La C es, evidentemente, el capitán, que por esta vez me arranca en cierto modo de ti. Ahora es fácil ver que, para que no te escapes al vacío, hay que procurarte una D, y esa, sin cuestión, es la amable damisela Ottilie, contra cuya aproximación ya no puedes seguirte defendiendo.

Para Charlotte esto supone la señal definitiva para invitar a Ottilie a su casa. Más tarde, una vez que las diversas fatalidades ya se han ido sucediendo, ella, en efecto, las advierte, y del mismo modo, o incluso mejor, el lector. Pero esta interpretación llega demasiado tarde, pues desde el principio de esta conversación «Lo escrito, lo impreso» ha producido su efecto, ha desplegado su tentadora influencia de tal manera que, al igual que en el Werther y su ascendencia literaria (Abelardo y Eloísa, etc.), nada se puede hacer para combatirla. Como estaba prescrito, A se ha unido a D, B a C, Eduard a Ottilie, Charlotte al capitán, y los cuatro han traído al mundo a un niño que no podía llamarse de otro modo que como sus padres y sus madres, Otto.

A la vista de un juego de tal precisión, frente a lo más obvio se corre el peligro de pasar por alto lo más importante: el hecho de que tanto el marco narrativo en el que se desarrolla esta conversación y, con ella, el discurso metafórico y su significado, como la red de referencias en torno al topos de los amantes lectores, son de origen literario en el sentido más amplio del término. Dicho con más sencillez: tanto el uno como la otra están constituidos por citas, alusiones y asociaciones y, como tales, forman parte de una compleja trama de influencias que pone de manifiesto, a su vez, una amalgama de disciplinas hermanadas entre sí hasta bien entrado el siglo XVIII, una mezcla apenas divisible de ciencias naturales, filosofía de la naturaleza e historia de la naturaleza experimental. Así, hasta no mucho antes de Goethe se aludía a la tradición de los diálogos amenos sobre química, trabajos como Entretiens sur la pluralité des mondes de Fontenelle (1686), o Il Newtonianismo per le dame de Francesco Algarotti (1737), de los que se sirvió Rousseau, por ejemplo, en su novela Nouvelle Héloïse. Sin embargo, a partir de la publicación en 1806 de Conversations of Chemistry de Jane Marcet, estas obras fueron sometidas a una gran actualización de asombroso parecido con Las afinidades electivas. Casi se podría acusar a Goethe de plagio al leer cómo Caroline, Emily y la señora B. analizan el tema de la afinidad comparándolo con un ataque de celos:

Podríamos usar la comparación de dos amigos que se sintieran muy felices uno al lado del otro, hasta que un tercero los desuniera debido a la preferencia que uno de ellos diera al recién llegado.

De cualquier manera, no resulta relevante preguntarse si Goethe, además de conocer los tratados más antiguos, habría descubierto también esta novedad en dos tomos, y si la significativa frase del primer capítulo de Las afinidades electivas sobre «la llegada de una tercera persona» y sus posibles consecuencias quedó plasmada en el manuscrito gracias a este o a otro estímulo. Lo importante es la analogía del proceso, la relación de vecindad mediante la cual los textos se iluminan mutuamente, y que pone de manifiesto que el autor, así como sus leídos protagonistas, conocían la materia.

De acuerdo con ciertas investigaciones y análisis especializados, no solo es posible verificar los principios de cohesión o de la afinidad electiva simple y doble, explicados de modo tan ejemplar por los personajes, a través del estado de la cuestión en torno a 1800, sino que es posible también clasificar por su género las «obras preferentemente de contenido físico, químico y técnico» que despiertan la curiosidad de Eduard y que contribuyen a la formación del capitán, incluyendo el mencionado «gabinete de química». Los compendios, guías y manuales, como Table des différents rapports observés en chimie entre différentes substances de Geoffroy (1718-1719), Institutiones Chemiae de Spielmann (1763) o Disquisitio de attractionibus electivis de Bergman (1775), contenían prácticamente todo lo que constituía el estándar científico o la vanguardia de la época sobre esas materias. Además, sirven como base los trabajos, tan fundamentales como voluminosos, del francés Pierre Joseph Macquer, cuyo Dictionnaire de chymie fue traducido al alemán en la década de los ochenta del siglo XVIII; las aportaciones de Gren, Erxleben y Hagen, cuyos manuales, a juzgar por el número de ediciones, se contaban con seguridad entre los de mayor acogida; e, igualmente, el Probier-Cabinet (cuya publicación para 1789 fue anunciada un año antes) del químico de Jena Johann Friedrich August Göttling, a quien, según afirman los investigadores, Goethe quiso homenajear en Las afinidades electivas. De cualquier modo, el resultado resiste cualquier examen crítico.