La formulación siguiendo la nomenclatura y el sistema de símbolos establecidos en la actualidad, el motivo central de la metáfora, que se refiere primero a la reacción de carbonato de calcio y ácido sulfúrico para producir sulfato de calcio y después a la unión del ácido carbónico liberado con agua, es decir, a la fórmula CaCO3 + H2SO4 → CaSO4 + (CO2 + H2O), no necesitaría ninguna corrección incluso bajo la mirada de expertos de hoy en día.

Sin embargo, en estos áridos tecnicismos químicos hay algo más, algo muy diferente: detrás está «escondido», para usar las palabras de Goethe (véase Goethe a K. F. Zelter, 1 de junio de 1809), un concepto que, desde un punto de vista actual, tiene muy poco que ver con la seriedad científica, pero sí, por el contrario, con la historia de la química y con sus raíces en el terreno de las disciplinas oscurantistas que se remontan a las primeras fases del pensamiento occidental. En pocas palabras, igual que el ejemplo de la tríada de sustancias, esa referencia al agua, al aceite y al mercurio que abre la conversación sobre las afinidades electivas, también el ejemplo anterior está señalado con un doble significado reconocible en cuanto se convierte la fórmula «tierra calcárea + ácido sulfúrico yeso + [ácido carbónico + agua (= agua mineral)]» en una segunda fórmula «tierra/aire + agua/fuego tierra/fuego + aire/agua (= agua mineral)», que mantiene los componentes elementales que constituyen la primera. Es decir, desaparece la formulación química de la reacción y se descubre, además de los tradicionales estados de la materia, la fórmula básica de los alquimistas, y, con ella, el esquema de acción que, aplicado sobre las parejas unidas «sobre una cruz», y en relación con el juego de letras de Eduard —esa A (Eduard) que, después de todos sus rodeos, regresa a su O (Charlotte)—, hace de este ya poco habitual relato de amor y matrimonio una historia aún más insólita, la historia de un proceso de gran complejidad que sobrepasa el umbral de la realidad y que es exhibido en la obra a la vista de todos los implicados. Este hecho no solo tiene como consecuencia que se deba considerar el «doble adulterio», con todo lo que este significa y bajo el signo de la cuadratura del círculo, como una boda química que, según la ley del opus magnum (la Gran obra alquímica), conmuta el dos por el cuatro y este cuatro, mediante una doble constelación triangular, de nuevo por el uno: la quinta essentia. Es indudable asimismo que el pequeño Otto, que simboliza literalmente el desarrollo de este experimento mediante su nombre (cuatro letras que se leen igual en ambas direcciones), se asemeja en extremo al anunciado «niño prodigio» y, por consiguiente, al «oro» o a la «piedra filosofal» de la que los alquimistas afirmaban que, al contrario de las triviales fantasías que corrían en la época, no era el objetivo de un mezquino ánimo de lucro, sino la llave mágica de la felicidad que ansiaba un mundo tan necesitado de redención. Por eso, nadie se ocupa con tanto esmero de la vida y prosperidad de este niño como el antiguo eclesiástico y después jugador de lotería Mittler, que, camuflado como experto en matrimonios, lleva a cabo las tareas de Hermes, el mayor de los herméticos; sin embargo, nadie tiene menos interés que él en hacer público el verdadero origen del homunculus. Y es que Mittler parece haberlo comprendido: una vez que se esfuman los espejismos, Otto no es el fruto de una lectura cualquiera, ni siquiera de la lectura representada por sus padres en el que los cambios de pareja se llevan a cabo como por casualidad, siguiendo las leyes de la química; Otto es más bien indicio y resultado de una lectura cargada de doble sentido, una lectura en cuyo desarrollo se confunden en secreto los paradigmas, y de la cual se extrae un segundo significado e incluso una segunda acepción de los manuales de química. Nos encontramos ante una de las obras literarias más complicadas y sinuosas que se hayan producido en el territorio europeo desde Anaximandro hasta Agripa de Nettesheim, desde Pitágoras y Paracelso hasta los últimos epígonos de la Orden Rosacruz y la francmasonería, y que, como parte de la corriente de pensamiento occidental, apenas ha sido rebatida, ni siquiera por las revisiones históricas posteriores. Así, no es posible imaginarse un laberinto de textos e ideas lo suficientemente vasto e intrincado, y quien intente penetrarlo, quien intente dejar tras de sí las migas de pan tendrá que conformarse, por más que le pese, con unos pocos retazos, al tiempo que comprobará lo ardua que resulta la tarea de extraer de un modo sistemático y convincente un único elemento de un conglomerado de innumerables correspondencias, filiaciones y conexiones sincréticas.

Similares dificultades, resultantes de la sobredeterminación de ciertas imágenes y secuencias narrativas, surgen cuando se analizan las influencias mitológicas en un sentido más estricto, es decir, aquellas que, al contrario de lo que ocurre con las complejas construcciones de las ciencias ocultas, se pueden atribuir al repertorio clásico sin temor a la equivocación. En este sentido, Mittler, a quien la crítica identifica como Hermes debido a sus maquinaciones, situándolo así en el Olimpo de las divinidades griegas, es, desde luego, un buen primer ejemplo. También encontramos el rastro de un segundo, completado con la frase final del discurso metafórico del capítulo quinto tan pronto como se unen las iniciales de los personajes de Las afinidades electivas por orden de aparición. El acrónimo resultante es ECHO[1], que, entendido como una señal en la lectura e irónica abreviatura mnemotécnica, complementa aquel Narciso al que apela Eduard al comienzo de la lección de química. «El hombre —dice— es un verdadero narciso; por todas partes le gusta verse reflejado: se pone debajo del mundo entero, como el azogue del espejo».

Gracias a señales tan claras como esta, resulta en efecto innecesario hacerse más suposiciones a la hora de interpretar lo que sigue. Ya desde el comienzo, la materialización de la metáfora no constituye una elección libre y consciente, sino que es resultado de unos acontecimientos que la precipitan, una reacción en el contexto de un juego de espejos y una precaria semejanza del reflejo, como Eduard esboza, con gran sentido del humor, unas páginas más tarde hablando de sí mismo y de Ottilie, cuya llegada ya se anuncia.

Es muy grato que tu sobrina tenga un poco de dolor de cabeza en el lado izquierdo: yo, a veces, lo tengo en el derecho. Si nos da a la vez y estamos sentados enfrente, yo apoyado en el codo derecho y ella en el izquierdo, y con las cabezas en la mano, en dirección opuesta, tendrá que resultar una bonita pareja de cuadro.

Sin embargo, como ahora ya sabemos, en estas frases se oculta una segunda agudeza. Del mismo modo que dejan intuir una representación del mito de Narciso, es lícito también relacionarlas con El banquete de Platón y su mito de los andróginos, en el que Aristófanes ilustra el origen del amor y la génesis de los sexos a partir de la historia de la escisión de un antiguo ser esférico, perfecto. Los puntos de conexión, presentes en parte por la elección de las palabras, que surgen a partir del comentario químico-alquímico, quedan tan al descubierto como, por otro lado, las analogías estructurales que se aprecian entre ambos mitos. Las mismas implicaciones poseería una tercera referencia: la historia narrada en las Metamorfosis de Ovidio sobre el hermafrodita, junto con la iconografía que ha aparecido a partir de ella. De cualquier modo, la consecuencia de esta amalgama de mitos no es su competencia, sino una especie de base de datos abierta e ilimitada: un fundamento de vectores semánticos de gran movilidad que, alternativamente y en función de las preferencias y necesidades, se pueden combinar, enriquecer, desplazar y también, si llega el caso, contraponer los unos a los otros. Acarreando diferentes grados de dominancia y pertenencia, estos vectores aparecen por lo general en los puntos de inflexión de la novela, o allí donde el narrador desea conceder una intensidad especial al mensaje e intenta explicitar del mejor modo posible las conexiones míticas de sus personajes. Además de la escenificación de las lecturas en común, de la asimilación sin diferencias de la caligrafía de Ottilie con la de Eduard y de las escenas de los dos amantes unidos por la música —todo ello no mencionado hasta ahora, pero con indudable cabida en esta lista—, otro claro ejemplo resulta la reconstrucción del dramático encuentro junto al lago, en el que se incorpora, además de una serie de reminiscencias al relato de Narciso de Ovidio, el motivo de la magia de la unión andrógina. En último lugar, aunque no por ser menos evidentes, cabe mencionar las líneas, cargadas de un tono expresamente gráfico, dedicadas a la última fase de la pareja:

Vivían bajo el mismo techo; pero aun sin pensar uno en otro precisamente, ocupados en otras cosas, llevados y traídos por la sociedad, se iban acercando. Si se encontraban en la misma sala, no tardaban mucho en acercarse, en sentarse al lado. Solo la cercanía más inmediata podía calmarles, pero les calmaba por completo, y ya era bastante esa proximidad; no hacían falta una mirada, una palabra, un ademán, un contacto: solo el puro estar reunidos. Entonces no eran ya dos personas, sino una sola en perfecta educación inconsciente, contenta consigo misma y con el mundo.

Convertida en una realidad tangible a todas luces, aparece de nuevo la «esfera» de Aristófanes, que armoniza de manera evidente con la referencia a la «forma esférica» de las sustancias químicas puras y las «bolitas de mercurio» mencionadas por Charlotte. Sin embargo, al mismo tiempo aparece aquí la obsesión por el propio reflejo de Narciso, quien, de un modo ilusorio, cree ser sincero consigo mismo; del mismo modo que el eco que de él depende no tendría vida sin los amantes, sin la palabra extraña repetida. Más allá de lo «esférica» que aparente ser esta representación de la visión aristofánica, el lector comprende de inmediato que no superará la prueba de la realidad y que las cosas tomarán un rumbo, no solo para Eduard y Ottilie, sino para todo el cuarteto, que ya había anunciado una tercera fuente mitológica en el discurso metafórico.

Se trata del mito de Pandora, un relato caracterizado sobre todo a través de las representaciones de Hesíodo. Según este mito, Hefesto, por orden bien de Zeus, bien de su adversario, Prometeo, ha de fabricar una mujer de abrumadora belleza y encomendarle la tarea de regalar a los humanos un pithos hecho por los dioses, un recipiente en forma de tinaja o cesto en las primeras versiones, o de caja o cofre en las más modernas, que contuviera dones de dudosa naturaleza, por no decir funestos. Ocurrió como habían planeado: cuando Pandora alcanzó su objetivo y levantó la tapa del mencionado recipiente, de él «salió —siguiendo la descripción del manual preferido de Goethe, el Gründlichem mythologischen Lexicon de Hederich— toda la desdicha conocida», mientras que solo la esperanza «quedó prendida sobre el borde».