Sin embargo, es prácticamente imposible pasar por alto lo minucioso de este enfoque, que provoca una reacción del sentido de lo escrito que llega incluso a materializarse de forma gráfico-óptica: con la muerte de Ottilie, el monograma grabado en el vaso de Eduard, la E y la O que él, obsesionado con las letras e influido por sus deseos, ha transformado en un prometedor presagio para su amada y para sí mismo, se convierte en la señal de una asimetría irreparable. La O inicial se convierte en una nulidad que reduce a cero el alcance de la metáfora de las afinidades electivas, varias veces mencionada en la profecía de la A y la O descrita por Eduard al final del capítulo quinto, a la misma honda y rotunda nada que ya se anunciaba en el palíndromo, en el nombre circular del niño OTTO.

En un intento por incluir esta obra en alguna categoría, dos etiquetas se han otorgado a Las afinidades electivas en los últimos años. La primera, sistemática y algo más ambiciosa en un sentido teórico-literario, consiste en la caracterización de la novela como una «apoteosis de la escritura», que atribuye al texto cualidades «gramatológicas» adelantadas a su tiempo, es decir, un papel de peso en el debate sobre la proposición, razonada por Pablo en la segunda Carta a los Corintios (III, 6), y elevada a dogma en las enseñanzas cristianas de san Agustín, que exhortaba a la amenazante idolatría: «[…] la letra mata, pero el Espíritu da vida» (véase De doctrina christiana, III, capítulo V y páginas siguientes). Es cierto que Las afinidades electivas no permite ningún asomo de duda, afirma esta tesis, sobre el poder «mortal» de la palabra escrita, que desplaza por fuerza la presencia referencial. Sin embargo, la novela de Goethe ataca el mensaje de los apóstoles ahí donde este suprime dicho desplazamiento en nombre de un espíritu libre, independiente de la escritura; contradice la idea de que la vida, el sentido o el significado sean autónomos, de que sean posibles sin el molde de una manifestación que empuja a la alienación; y revisa, teniendo en cuenta todas las sutilezas textuales, la ruina que puede sobrevenir con el credo de Pablo de fondo. Y es que quien se deje llevar por esta ilusión, afirma la novela, quien, como Eduard y Charlotte, quiera extraer sin esfuerzo una nueva vida de las reliquias escritas y recordadas de una época pasada (véase primera parte, capítulo I); quien, como Eduard y Ottilie, contemple la escritura como un medio de mágica transparencia, o quien, como Charlotte y el capitán, en un malinterpretado servicio en vida, se esfuerce en «eludir todos los daños», incluso los «signo[s]» de la muerte en las tumbas del cementerio de la iglesia (véase segunda parte, capítulo I), no solo sufre una muerte simbólica, sino una que le libera de cualquier otro esfuerzo. Las condiciones del acto de leer y de vivir están entretejidas de tal forma que desde el principio no es la vida la que decide sobre la lectura, sino al revés, y en un sentido mucho más estricto que el poder catastrófico que se encuentra en el Werther: la lectura decide sobre la vida. En términos estructurales, se trata de la práctica del principio de la diferencia, un principio vital que inaugura antes que nada los espacios individuales y que juega un papel de no poca importancia en el marco del segundo intento de comprensión del que el lector dispone: la interpretación de la novela como una «alegoría de la lengua», o de las legitimidades de esta.

Este hecho se convierte en evidente tan pronto como se hace uso de este concepto según criterios lógico-representativos, más allá de su utilización en el marco de la teoría retórica de los tropos y de los argumentos que fueron responsables, hacia finales del siglo XVIII, en los tiempos triunfales del empleo de los símbolos, de la caída en desgracia de dicho concepto, una caída de la que aún no se ha recuperado. Más allá de si se la considera un proceso de representación estético-formal o, de modo complementario, una técnica de lectura y de exégesis, la alegoría, o «hablar de otro modo», aparece como una señal, como un indicio de un juego doble o multifacético que, teniendo en cuenta el carácter fundamentalmente referencial de los sistemas lingüísticos, no se limita a poner el acento en la ruptura entre significado y referencia, sino que incorpora un veto analítico e irrebatible contra todo tipo de construcciones precipitadas de síntesis, todo tipo de falsas expectativas de totalidad. Por este motivo, y a pesar de su diversa legibilidad, se ha denominado a la alegoría, con razón, una forma de discurso y de representación de la renuncia; una renuncia, eso sí, más bien crítica que moralizante, y que se pone en funcionamiento del modo más consecuente, de hecho, en Las afinidades electivas, una novela sospechosa de simbolismo durante demasiado tiempo para los críticos literarios. En efecto, si se analiza el texto, no se encontrará ni una sola conexión, ni una rudimentaria secuencia narrativa que se presente limpia, «pura», que no se mediatice siguiendo el modelo de la metáfora recíproca y de las dos caras; por ejemplo, el cuento (sin duda una antífrasis, una protesta) «Los extraños vecinitos», donde a través de otro hilo discursivo, temáticamente emparentado y contradictorio, el lector se ve obligado, en consecuencia, a interpretar dando rodeos, rompiendo fronteras y traspasando territorios. Esta «alegoría de la lengua», que ilustra el proceso de creación del significado metafórico, es tanto una historia de matrimonio como de amor, al igual que un despliegue narrativo de un experimento químico, aunque sea imposible decidir una jerarquía entre ellas ni señalar una interpretación definitiva. Por eso es perfectamente viable emprender la lectura en el sentido contrario, por no hablar de las ya mencionadas citas y estructuras de alusiones que vinculan el texto con el registro de la literatura universal. Y lo mismo rige para estos discursos, que también se conservan en él: todos ellos, sin excepción, son alegóricos y susceptibles de adquirir significado en un cruce recíproco, sin que por ello se desarrollen dominancias permanentes o núcleos de significado capaces de consolidarse. Todo lo contrario: lo que se cuenta se hace en el medio de otra historia y, sobre todo, se cuenta de otra forma, siguiendo la ley del desplazamiento metonímico continuo, que no permite a Las afinidades electivas dirigirse a un punto central. Este punto central (equivalente al lugar en el que, una vez hecho un balance, se podría fijar un significado) permanece tan virtual como el eje en torno al cual gira, y sigue el esquema del atributo bipartito de todas las afinidades: sobre el nombre reflectante OT=TO gravitan las dos mitades de la novela, dos mitades que se complementan entre sí y que, sin embargo, están dispuestas deliberadamente la una contra la otra.

No obstante, llevaría a equívoco comparar un trabajo de tan cuidada precisión en lo que se refiere a sus elementos estructurales y sus pormenores con un móvil perpetuo mecánico, como el concebido recientemente en el marco de algunas nuevas consideraciones en el estudio de textos. En su lugar, se debería recordar que «texto» no significa otra cosa que «tejido», y que Roland Barthes planteó, a propósito de la revisión de nuestras premisas de lectura, considerar este tejido no ya como un velo terminado, detrás del cual se esconde el significado, la verdad incluso, sino como una «textura» que se trabaja, por así decirlo, a sí misma en un horizonte de circunstancias cambiantes y perspectivas históricamente condicionadas (ya sea por una reorganización estructural o léxica), y que, a lo largo de este proceso de exploración, genera su propio significado. Esto se manifiesta en la recepción de la obra a lo largo del tiempo, los niveles apenas imaginables de comentarios que origina tal textura, que los provoca y que, o bien los rechaza, o bien es capaz de apropiarse de nuevo de ellos en un proceso de reciclaje e integración, de adquisición de sentido e incremento de significado. Por otro lado, esto tiene poco que ver con la mera especulación que no produce verdaderos frutos, sino con el proyecto de futuro que representan todos los textos, en especial un texto poético de primera categoría como Las afinidades electivas en tiempos en los que ya hace mucho que se le adscribió, como clásico reconocido, al grupo de testimonios del pasado. Y es que el problema acuciante se encuentra en otro lugar, acecha allí donde, ante la falta de un punto medio de significado, junto a lo que «debe ser» aparece lo que «hay», y este equilibrio se presenta al fin con pérdidas, pues resulta imposible compensar el déficit fundamental y la excentricidad del texto, ni siquiera con ayuda de las estrategias de acumulación más trabajadas y más ricas en significado. El defecto, la falta, la amenaza a través del vacío permanecen, razón por la que se le concede a Las afinidades electivas cualquier futuro imaginable, y un motivo más por el que el criterio descriptivo de la metáfora del tejido es extremadamente apropiada para esta novela. Además, hay que señalar que Barthes no inventó esta metáfora, sino que en todo caso la recuperó y que, debido al historial de su aplicación, de múltiples ramificaciones y desde hace mucho tiempo, hay que relacionarla con el «discurso del duelo» del que ya hemos hablado extensamente. Esta metáfora se encuentra nada menos que en el prefacio de uno de los principales libros sobre el asunto, la intrincada The Anatomy of Melancholie (1621) de Robert Burton, que desarrolló, a partir de cierta tradición, un modo de escritura, una «textualidad melancólica». Es cierto que se trataba, como muchos otros tratados, de un catálogo de los síntomas canónicos de la melancolía, de la melancolía como sufrimiento predilecto de los sabios, de los poetas, como estigma de aquellos que son más creativos y que cuentan con más inspiración y más memoria que otros. Sin embargo, este conjunto de síntomas se aplicaba al mismo tiempo de forma discursiva, se «proyectaba» mediante una red de frases que, a modo de meandros y laberintos, proliferaba como un manual enciclopédico, revelaba el núcleo del mal de un modo incluso visual. Equipado en abundancia con sus correspondientes cursivas, el texto de Burton se mostraba —y se muestra aún hoy en día en su edición crítica— como una compilación y un popurrí de textos de diversos orígenes, como una lectura y un aparato textual capaz de responder del «método», de la originalidad de sus mezclas de signos, aunque no de la evolución de sus significados. Esta burla cualquier control al igual que ha burlado siempre al melancólico y, con él, a ese lector bajo cuya desconsolada mirada, según una tesis del Origen del Trauerspiel de Walter Benjamin, se ha vuelto perceptible por fin la impenetrabilidad, la indiferencia de los signos en toda su dimensión. Basta por lo tanto con unir los hilos: a través de la imagen de una «red» no solo se obtiene para Las afinidades electivas un modelo estructural evidente, sino que la misma novela se incorpora en una tradición que, después del intermezzo de la «época del genio» y de los conceptos clásicos de totalidad, la presenta ahora como testigo reconocido de una autorreflexión que, dentro de esa red de múltiples sentidos, es capaz de articular al mismo tiempo la disolución del significado, es decir, una autorreflexión genuinamente literaria.

De cualquier modo, a la luz de estas últimas reflexiones, habría que interpretar con otros ojos el capítulo del discurso metafórico de Las afinidades electivas. Es el lugar en el que la novela alcanza su disposición narrativa aplicando, bajo la ya de por sí ambigua superficie, una especie de criptografía, el trabajo de un escriba, copista y conservador de textos cifrados que se complace en extraer de sus tesoros el máximo significado posible mediante constantes reestructuraciones y nuevas figuraciones. Además, el capítulo y, en especial, las comparaciones alfabéticas de Eduard son también el medio por el que el texto se analiza a sí mismo (del modo quizá más íntimo de todo el libro); estos ejercicios lúdicos, emprendidos de forma aleatoria, constituyen el momento en el que se intenta comprender, en el que se pretende llegar al núcleo con decisión y en términos concretos.