De este modo, solo es posible afrontar esta obra desde una perspectiva adecuada si, sobre la base de las experiencias con multiplicidad de significados en el Werther, tomamos, como lectores, este desafío de forma positiva; si aceptamos que el texto de Las afinidades electivas ha de ser contemplado como un trabajo de marquetería mucho más complejo en el que cada una de las piezas es relevante y funciona como un elemento activo que actúa de forma regular a lo largo y ancho de la red semántica, como un multiplicador universal de complejidades. Formulamos, entonces, la pregunta para la que el Werther no ofrece ninguna respuesta pero que comienza a imponerse de manera casi inevitable en el análisis de las novelas posteriores: ¿no se debería buscar, antes que cualquier otra consideración de contenido, el mensaje de Las afinidades electivas en un osado proceso narrativo que hunde sus raíces en la tradición y la herencia cultural? ¿No se tendría que buscar el núcleo configurativo del texto ahí donde se convierten en el propio tema central las premisas del arte de la memoria, las condiciones previas a sus exploraciones de significado, indomables y que luchan a veces entre sí, y otras contra sí?

Esta idea parte de reflexiones fomentadas por la crítica literaria más reciente, de ningún modo de forma unánime, pero sí con gran intensidad y un notable nivel intelectual. En el centro de la discusión surge la propuesta de concebir Las afinidades electivas no como una novela que contiene un mensaje que se ha de interpretar de un modo hermenéutico, que se puede proyectar en un entorno vital propio, sino como una pintura semiótica que exhorta al lector a reflexionar sobre las condiciones del habla y de la lengua, sobre las particularidades del símbolo y sus reglas de uso, y, en especial, sobre el poder y la incapacidad de la escritura. Sin embargo, no deberíamos hablar sin reservas de este tipo de metalectura en términos de más o menos adecuada cuando el punto de partida y la piedra angular de esta interpretación es, de nuevo, una referencia a la lección de química sobre las afinidades electivas, una referencia que solo se distingue de las tratadas hasta el momento (y de las que se descubrirán tal vez en el futuro) por el hecho de que pone en el centro del debate el origen de toda confusión, es decir, el discurso metafórico. Este, consecuencia de la teoría de la poesía fundamentada en la retórica, se remonta al capítulo XXI de la Poética de Aristóteles, decisivo también para las demás tentativas de acercamiento a este texto. Aristóteles identifica la estructura de la metáfora con una construcción analógica entre cuatro elementos básicos, o, dicho de un modo más simple y exacto, con una comparación realizada en forma de cruz, en la que, textualmente, «lo segundo […] es a lo primero […] como lo cuarto a lo tercero». Según el lenguaje simbólico de los discípulos de Aristóteles, esto implica la transformación de la equivalencia B/A como D/C en las analogías A/C como B/D o A/D como C/B, todas ellas exactamente iguales en sus relaciones y reacciones, ya citadas a la luz de los experimentos químicos y alquímicos. Sin embargo, la astucia de estas superposiciones y congruencias no recae tanto en el hecho de que el juego, de por sí doblemente cargado e interpretable tanto en los términos de las ciencias naturales como de las ciencias ocultas, se vuelve inocuo bajo la lente de las antiguas escuelas de la retórica, como en que aquel acarrea una tercera fórmula de transformación, una química de la lengua no menos intrincada. La clave reside más bien ahí, en la posibilidad de diferenciación entre el significado literal y el figurado, de común acuerdo desde Aristóteles y ejecutada mediante una especie de transferencia, de mudanza léxica; es decir, la diferencia entre el llamado verbum proprium y el improprium se revela como un axioma cómodo, aunque insostenible. Así, Eduard no vacila en aclarar a su mujer, perdida en la amplitud del término «afinidad», desviada del universo de las relaciones químicas al de las relaciones humanas, que no solo se ha confundido por un modo metafórico de hablar, sino que además se ha dejado llevar por la disposición antropológica hacia el reflejo narcisista. No obstante, la propuesta de Eduard de sustituir «los términos técnicos más extraños» o, en general, las «malvadas» metáforas de incomprensible significado, por un puñado de letras del abecedario para ganar en claridad no conduce a otra cosa más que a una nueva metáfora. Y es que incluso estos símbolos, que no parecen decir nada significativo, poseen cualidades sustitutivas y representativas; el álgebra de Eduard es un discurso figurado cuya movilidad fundamental se vuelve visible en el momento en el que él, como si no lo hubiera comprendido ya antes, comienza a identificar con letras a su mujer y a sus amigos a causa de la «confusión» de Charlotte.

Mediante estos procedimientos circulares se manifiesta la lógica de una reversibilidad infinita, sus reglas del juego, los mecanismos de un lenguaje sin apoyos, sin valores fundamentales, sin la categoría de «lo verdadero» y la fuerza legitimadora que lo acompaña. No existe discurso que no esté incluido en el aura de otros discursos, ninguna palabra que no haya sido infectada, influida, burlada o destruida por palabras previas o vecinas en el complejo curso de sustituciones. Por ello el discurso metafórico se encuentra en relación directa con la secuencia inicial de la novela, una secuencia que, debido a su evidente gesto creador («Eduard —así llamamos […]»), invita al lector a apreciar en ella la manifestación de un narrador omnipotente, pero que se revela más tarde, a la vista del bautizado Otto (véase cap. 3, primera parte), como el símbolo de una ironía colocada con toda intención y de un contrafactum de los primeros versos del Evangelio según san Juan, en los que se anuncia la palabra de Dios (véase Juan 1, 1-5). Aquí ya no se da testimonio de la espiritual y vital palabra de Dios, sino el suplemento o palabra auxiliar capaz de, todo lo más, doblar el vacío ontológico del versículo previo, es decir, que no garantiza ni presencia ni identidad. Además de en las «dos cartas» que recibe el capitán, una «para enseñar» y otra sobre sus planes privados de futuro, esto también se observa con claridad —si se quiere, en un análisis profundo— en la invitación que contiene la invitación al capitán. Eduard ya ha conseguido el permiso de su mujer para recibir en la casa a su alter ego, el otro Otto, y para «hacer sus propuestas al amigo por escrito», y, además, convence a Charlotte para que incluya una nota final que confirme lo anotado por él. Sin embargo, el resultado es un borrón de tinta que, cuantos más esfuerzos hacen por borrarlo, más crece, hasta alcanzar un tamaño considerable y convertirse en motivo de nuevas líneas, de una segunda posdata, sin que por ello se repare en la irritación de Charlotte, ni en que su letra, normalmente «complacida y cortés», pueda imponerse a la mancha del papel. Además del fundamental carácter escrito de cualquier discurso, no solo se reconoce aquí la inutilidad de intentar definir un significado concreto, sino también la energía excesiva, destructiva y corrosiva que reside en la escritura de Charlotte y, con ello, en el paradigma de toda técnica de fijación de la escritura conocida hasta la fecha.

De este modo, en relación con la serie de letras «ott», que, según los críticos, se puede interpretar como un relé de nombres, como una divisa heráldica o como un emblema gráfico del cuarteto electivamente afín (véase Otto Eduard, Otto, Charlotte, Ottilie), y que se puede transformar en el adjetivo «tot» («muerto»), lo fijado por escrito, sea lo que sea, queda sentenciado a «muerte», a una existencia regida por la desaparición y la ausencia, como se percibe del modo más evidente en el caso de Ottilie. Lejos de resultar una página en blanco, Ottilie es, en un sentido casi banal, un personaje, la imagen que Charlotte, «a fin de saber qué se puede esperar [de ella], qué cabe educar [en ella]», diseña, incluso en su presencia, conforme a cartas releídas, la imagen que forma parte, junto con la proyección invertida andrógino-melancólica de Eduard, del vínculo de los tableaux vivants, presentados a propósito con tanto despliegue de detalles en la segunda mitad de la novela. El narrador habla de una «imaginería natural»; en realidad, solo un «joven alegre e impaciente» como el admirador de Luciane es capaz de proponerle a esas imágenes congeladas que se desprendan por un instante de su parálisis para volverse al público. Tal cosa no solo violentaría las reglas de dichas composiciones, que exigen la paralización, la muerte de los vivos por el bien de la existencia de los cuadros; equivaldría además a su destrucción, quizá el fin de todo juego. Por lo tanto, y puesto que la hija de Charlotte, adicta al entretenimiento y ávida de aplausos, brillo y glamour, es consciente de esto, sabe mantener la compostura como la situación lo merece: se mueve tan poco en el escenario de sus cuadros como lo hará Ottilie más tarde en «su situación medio teatral» representando a la madre de Dios.

Sin embargo, tras este paralelismo se oculta un contraste radical, evidente en los siguientes sucesos. Luciane, en su «embriaguez de vivir», corre de imagen a imagen, de escenario a escenario, del todo entregada al juego, precisamente a uno que se puede llamar «juego de escritura» si se recuerda la historia de aquel joven devuelto a la vida mediante la palabra escrita. Por el contrario, Ottilie, quien, empleando sus propias palabras, quizá ha «tomado y entendido de manera demasiado literal» su deber, cree que solo puede hacer justicia a su destino mediante un voto de silencio y una retirada de toda imagen y escrito en lo que se revela un proceso de autodestrucción. De modo análogo a otras reflexiones de este tipo popularizadas tiempo atrás, cabría hablar de una ontología negativa, del intento de lograr un provecho significativo mediante la negación. Sin embargo, esto queda vetado: en primer lugar, por la nota de Ottilie a sus amigos, que exige distanciamiento e intimidad en un tono tan perceptible que ya desde el principio mina su efectividad, puesto que el lector, que conoce toda la información disponible, no interpreta esta carta más que como el producto de una mímesis de algo ajeno, como una nueva imitación de la letra de Eduard; y, en segundo lugar, por el cierre de Las afinidades electivas, que muestra al narrador en la cumbre de sus intransigentes artes de representación. Describe cómo llevan a Ottilie en un estado «permanentemente bello, más parecido al sueño que a la muerte» bajo la tapa de cristal de su ataúd como recompensa a su sacrificio. Queda inmortalizada para siempre en una misma imagen, y no en la imagen prototípica, sino en el reflejo de la «lámpara perpetua», convertida en un símbolo de múltiple interpretación para todos aquellos que, según unas palabras cargadas de corrosiva ironía, se ven dominados por una «necesidad […] de fe», puesto que «se le[s] rehúsa satisfacción auténtica». De ese modo, quien lo desee y lo necesite sentirá devoción por «santa Ottilie».