También él ha vivido una parte de mis peregrinaciones; también él ha observado muchas cosas, y en diversos sentidos: las hemos aprovechado juntos, y así llegarían a ser algo completo y hermoso.
—Entonces, déjame confesarte sinceramente —replicó Charlotte con cierta gravedad— que a ese propósito se opone mi impresión de que presiento algo malo.
—De ese modo, las mujeres seríais insuperables —contestó Eduard—: solo razonables para que no se os lleve la contraria; cariñosas para que uno se entregue de buena gana; sensibles para que no se os pueda hacer daño; llenas de presentimientos para que uno se asuste.
—Yo no soy supersticiosa —contestó Charlotte—, y no cedo a esas oscuras sugerencias mientras no sean más que eso; pero por lo general son recuerdos inconscientes de consecuencias agradables y desagradables que hemos recibido de acciones propias y ajenas. Nada tiene mayor importancia en toda situación que la llegada de una tercera persona. He visto a amigos, hermanos y matrimonios cuyas relaciones cambiaron completamente por la llegada, casual o buscada, de una persona nueva, que trastornó completamente la situación.
—Eso puede ocurrir —contestó Eduard— con personas que solo van avanzando a oscuras por la vida, pero no con personas que ya han tomado mayor conciencia de sí, ilustradas por la experiencia.
—La conciencia, querido mío —contestó Charlotte—, no es un arma suficiente; más aún: a veces es peligrosa para quien la usa; y de todo esto, por lo menos, lo que se deduce es que no debemos precipitarnos. Concédeme todavía unos días, ¡no tomes una decisión!
—Tal como están las cosas —replicó Eduard— también nos precipitaríamos dentro de unos días. Nos hemos intercambiado las razones a favor y en contra; llegamos al resultado, y lo mejor sería realmente que lo remitiéramos a la suerte.
—Ya sé —contestó Charlotte— que en casos dudosos te gusta apostar o echarlo a los dados; pero, ante una cuestión seria, lo consideraría una temeridad.
—Entonces, ¿qué debo escribir al capitán? —exclamó Eduard—. Pues tengo que hacerlo enseguida.
—Una carta tranquila, razonable, consoladora —dijo Charlotte.
—Es lo mismo que no escribir —contestó Eduard.
—Sin embargo, en muchos casos —contestó Charlotte— es necesario y propio de un amigo escribir sin decir nada en vez de no escribir nada.
II
Eduard se encontró solo en su cuarto. En realidad, su ánimo vital se había excitado agradablemente al oír repetidos en boca de Charlotte los azares de su vida, con la representación de su unión recíproca y de sus propósitos. Se había sentido tan feliz en su proximidad, en su compañía, que pensó escribir al capitán una carta amistosa, comprensiva, pero tranquila y sin aludir a nada. Pero cuando se acercó al escritorio y tomó la carta de su amigo para leerla una vez más, se le volvió a poner delante la triste situación de aquel hombre excelente: de nuevo se despertaron todas las impresiones que le habían apenado aquel día, y le pareció imposible abandonar a su amigo a una situación tan angustiosa.
Eduard no estaba acostumbrado a negarse nada. Desde su juventud, hijo único y mimado de padres ricos, que supieron convencerle para el matrimonio, extraño pero ventajoso, con una mujer mucho mayor; mimado también por esta de todas las maneras, para corresponder con gran liberalidad a su buen comportamiento respecto de ella; dueño de sí mismo después de su muerte, que no tardó; independiente en los viajes, dominador en todo cambio, en toda alteración; sin desear nada exagerado, pero deseando mucho y de muchas maneras; generoso, benéfico, animoso, incluso valiente llegado el caso; ¿qué podía oponerse en el mundo a sus deseos?
Hasta entonces todo había ido a su gusto, incluso había llegado a la posesión de Charlotte, consiguiéndola por fin mediante una fidelidad terca, hasta novelesca; y ahora por primera vez se sentía frenado, por primera vez obstaculizado, precisamente cuando quería llamar a su lado al amigo de su juventud, redondeando, por decirlo así, su existencia. Estaba de mal humor, impaciente; tomó varias veces la pluma y volvió a dejarla, porque no podía ponerse de acuerdo consigo mismo sobre qué debía escribir. No quería ir contra los deseos de su mujer, y tampoco podía ceder a su petición; intranquilo como estaba, escribir una carta tranquila le hubiera sido imposible por completo. Lo más natural es que buscara un aplazamiento. Con pocas palabras rogó a su amigo que le disculpara no haberle escrito esos días y no escribirle hoy con detalle, prometiéndole para pronto una carta más importante, una carta tranquilizadora.
Charlotte aprovechó el día siguiente la ocasión de un paseo al mismo sitio para reanudar la conversación, quizá convencida de que no se puede deshacer con más seguridad un principio que volviendo a hablar de él muchas veces.
Eduard deseaba esa repetición. Se expresó a su manera afectuosa y agradable pues, aunque susceptible, fácilmente se inflamaba cuando sus deseos vivaces se hacían apremiantes, y aunque su terquedad podía hacerle impaciente, sin embargo, sus exteriorizaciones estaban tan suavizadas por un perfecto respeto a los demás que siempre se le tenía que seguir encontrando amable aun cuando resultara difícil.
En forma tal empezó por poner aquella mañana a Charlotte del mejor humor, y de tal modo la trastornó luego con hábiles giros de la conversación que por fin ella exclamó:
—Seguramente, tú quieres que lo que he negado al marido lo conceda mejor al amante. Por lo menos, querido mío —prosiguió—, debes darte cuenta de que tus deseos y la viveza cariñosa con que los expresas no me dejan indiferente. Me obligan a una confesión. Hasta ahora te he ocultado algo. Estoy en la misma situación que tú, y ya me he hecho la misma violencia que ahora te exijo a ti que te hagas.
—Me alegra saberlo —dijo Eduard—; me doy cuenta de que en el matrimonio se debe reñir algunas veces, pues así uno llega a saber algo del otro.
—Entonces, debes saber —dijo Charlotte— que a mí me ocurre con Ottilie como a ti con el capitán. No me gusta nada que esta querida niña esté en un internado, donde se encuentra en una situación que la oprime mucho. Mientras Luciane, mi hija, que ha nacido para el mundo, se forma allí para el mundo; mientras aprende idiomas, historia y todos los demás conocimientos, y al mismo tiempo toca sus ejercicios y variaciones leyendo al vuelo las notas; mientras con su naturaleza vivaz y su memoria feliz, por decirlo así, lo olvida todo y lo vuelve a recordar en un momento; mientras destaca entre todas por la desenvoltura de su comportamiento, por su gracia al bailar, por la decorosa facilidad en la conversación, haciéndose la reina de su pequeño círculo por su modo de ser, nacido para dominar; mientras la directora del colegio la ve como una pequeña divinidad que ahora empieza a desarrollarse entre sus manos, y que le dará honor, y le procurará confianza, y le atraerá a muchas otras jóvenes; mientras las primeras páginas de sus cartas y sus notas mensuales siempre son solamente himnos sobre la excelencia de semejante niña, himnos que yo sé traducir muy bien a mi prosa, en cambio, lo que dicen al fin sobre Ottilie es siempre disculpa sobre disculpa, porque una muchacha que por lo demás crece tan bien no se quiere formar ni mostrar capacidad ni disposición alguna. Lo poco que se añade a eso no es de ningún modo un enigma para mí, porque reconozco en esta niña tan querida todo el carácter de su madre, mi mejor amiga, que se crió a mi lado, y a cuya hija hubiera querido convertir en una espléndida criatura si yo supiera ser educadora o cuidadora.
»Pero como esto, por lo pronto, no entra en nuestros planes, y no se deben estirar y apurar demasiado las condiciones de la vida, ni añadirles siempre algo nuevo, prefiero, o, mejor dicho, supero la sensación desagradable de que mi hija, que sabe muy bien que la pobre Ottilie depende completamente de nosotros, se vale orgullosamente de sus ventajas, y con eso destruye en gran parte nuestra buena acción.
»Pero ¿quién está cultivado de tal modo que algunas veces no se haya valido con crueldad de sus ventajas respecto de otros? ¿Quién está tan alto que no tenga que padecer alguna vez bajo una opresión semejante? Con tales pruebas crece el valor de Ottilie; pero desde que me di cuenta de la penosa situación me he esforzado por colocarla en otro sitio. De un momento a otro me tiene que llegar una respuesta, y entonces no pienso vacilar. Así es como estoy, querido mío. Ya ves que los dos soportamos por nuestra parte las mismas preocupaciones en un corazón amistoso. Soportémoslas en común, puesto que no se eliminan mutuamente.
—Somos personas extrañas —dijo Eduard sonriendo—. Solo con que podamos eliminar de nuestro presente algo que nos preocupa, ya creemos que está resuelto. En conjunto, podemos sacrificar mucho, pero entregarnos a lo concreto de cada ocasión es una exigencia a cuya altura raramente hemos llegado a estar. Así era mi madre. Mientras viví a su lado, de niño o de muchacho, no se pudo librar de la preocupación del momento.
1 comment