Pero si la violencia del viento desgarra la vela (hecho que, en circunstancias ordinarias, requiere la fuerza de un huracán), sobreviene un peligro inminente. El barco se inclina empujado por la fuerza del viento, presenta costado a las olas y queda completamente a merced de ellas. En este caso el único recurso es ponerse tranquilamente de popa al viento, dejándose deslizar hasta que pueda colocarse otra vela. Algunos barcos se ponen al pairo sin vela desplegada, pero de esto no puede fiarse uno en el mar.
Mas dejemos esta digresión. El piloto nunca había tenido la costumbre de poner un vigía en cubierta estando el barco al pairo con tempestad, y el hecho de haberlo hecho ahora, unido a la circunstancia de la desaparición de las hachas y espeques, nos convenció plenamente de que la tripulación estaba demasiado alerta para cogerla por sorpresa de la manera que Peter había propuesto. Pero había que hacer algo, y esto sin la menor dilación, pues era indudable que si se abrigaban sospechas contra Peter, sería sacrificado a la primera oportunidad, y ésta la encontrarían o la provocarían en cuanto pasase la tempestad.
Augustus sugirió entonces que si Peter podía quitar, con cualquier pretexto, el trozo de cadena que estaba sobre la trampa del camarote, podríamos sorprenderlos penetrando por la cala; pero un poco de reflexión nos convenció de que el bergantín se balanceaba y cabeceaba con demasiada violencia para intentar una cosa de tal naturaleza.
Di al fin, por fortuna, con la idea de explotar los terrores supersticiosos y la conciencia de culpabilidad del piloto. Se recordará que uno de los marineros de la tripulación, Harman Rogers, había muerto durante la mañana, habiendo pasado dos días atacado de convulsiones tras de beber agua con licores. Peter nos había expresado la opinión de que este hombre había sido envenenado por el piloto, y fundaba su creencia en razones que eran incontrovertibles, según nos dijo, pero que no se había decidido a revelarnos, pues su reserva era una de las características de su singular carácter. Pero tuviera o no mejores razones que nosotros para recelar del piloto, estábamos de acuerdo con sus sospechas y dispuestos a obrar en consecuencia.
Rogers había muerto hacia las once de la mañana, presa de violentas convulsiones; y el cadáver presentaba a los pocos minutos de su muerte el aspecto más horrible y repugnante que jamás haya visto en mi vida. El estómago estaba exageradamente hinchado, como quien ha muerto ahogado y ha permanecido muchas semanas bajo el agua. Las manos se hallaban en las mismas condiciones, mientras el rostro aparecía encogido y arrugado, con una palidez de yeso, sólo interrumpida por dos o tres manchas rojas muy vivas, como las que produce la erisipela. Una de estas manchas se extendía diagonalmente a través de la cara, cubriendo completamente un ojo como si fuera una banda de terciopelo encarnado. En tan desagradable situación, habían subido el cuerpo a cubierta desde la cámara a mediodía, para arrojarlo al mar, cuando el piloto, echándole un vistazo (pues lo veía en ese instante por primera vez), y sintiendo remordimientos por su crimen o atemorizado por tan horrendo espectáculo, ordenó que lo cosiesen a su hamaca y se hiciesen los ritos usuales de un entierro en el mar. Después de dar estas instrucciones, se retiró a su cámara, para así evitar tener que ver de nuevo a su víctima. Mientras se hacían los preparativos para cumplir sus órdenes, se desencadenó la tempestad con gran furia, y el entierro se abandonó por el momento. El cadáver, abandonado a sí mismo, quedó junto a los imbornales de babor, donde yacía aún en el momento en que yo estaba hablando, bañado por las aguas y agitándose a los violentos vaivenes del bergantín.
Una vez establecido nuestro plan, nos dispusimos a llevarlo a la práctica lo más rápidamente posible. Peter subió a cubierta, y, tal como había previsto, le saludó inmediatamente Allen, quien parecía hallarse estacionado allí más para acechar lo que pasaba en el castillo de proa que para otra cosa. Pero la suerte del rufián quedó decidida rápida y silenciosamente, pues Peter, acercándose de un modo despreocupado, como si fuera a hablarle, le cogió por la garganta y, antes de que pudiera dar un solo grito, lo tiró por la borda. Luego nos llamó y subimos. Nuestra primera preocupación fue buscar algo con que armarnos, y al hacer esto teníamos que andar con cuidado, pues era imposible permanecer sobre cubierta un instante sin agarrarse firmemente, pues violentas olas irrumpían sobre el barco a cada cabeceo. Era indispensable también que hiciésemos de prisa nuestras operaciones, porque a cada minuto esperábamos ver aparecer al piloto para poner las bombas en funcionamiento, pues era evidente que el Grampus estaba haciendo agua muy rápidamente. Después de buscar durante un buen rato, no logramos encontrar nada más adecuado para nuestro propósito que los dos brazos de las bombas, uno de los cuales cogió Augustus y yo el otro. Una vez hecho esto, le quitamos al cadáver la camisa y lo arrojamos al mar. Peter y yo nos fuimos abajo, dejando a Augustus para vigilar la cubierta, donde ocupó el mismo sitio en que se había colocado Allen, y de espaldas a la escalera de la cámara, de modo que, si subía alguno de los de la banda del piloto, creyese que era el vigía.
Tan pronto como llegué abajo, comencé a disfrazarme para representar el cadáver de Rogers. La camisa que le había quitado nos sirvió de mucho, pues era de forma y dibujo singulares, y fácilmente reconocible: una especie de blusa que el difunto llevaba sobre sus demás ropas. Era una elástica azul, con anchas franjas blancas transversales. Después de ponérmela, procedí a equiparme con un estómago postizo, imitando la horrible deformidad del cadáver hinchado. Esto lo conseguí rápidamente por medio de ropas de cama. Luego le di el mismo aspecto a mis manos, poniéndome unos mitones de lana blanca, que rellené con una especie de trapos. Luego Peter me arregló la cara, primero frotándola bien con tiza blanca y manchándomela después con sangre, que se sacó dándose un corte en un dedo.
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