Había dejado de decir palabrotas porque a la viuda no le gustaban, pero ahora volvía a decirlas porque padre no le veía nada de malo. Lo pasé bastante bien allí en el bosque, si se tiene todo en cuenta.

Pero poco a poco padre empezó a aficionarse demasiado a darme de palos y yo no podía aguantarlo. Estaba lleno de cardenales. También empezó a pasar mucho tiempo fuera, y me dejaba encerrado. Una vez me encerró y desapareció tres días seguidos. Me sentí horriblemente solo. Pensé que se había ahogado y que yo ya no iba a salir de allí nunca más. Tuve miedo. Decidí buscar alguna forma de marcharme. Había tratado de irme de aquella cabaña muchas veces, pero no encontraba la forma. No había una ventana lo bastante grande para que pasara ni un perro. No podía salir por la chimenea porque era demasiado estrecha. La puerta era gruesa, de planchas de roble macizo. Padre tenía mucho cuidado y nunca dejaba un cuchillo ni nada en la cabaña cuando se iba; supongo que yo había registrado por allí lo menos cien veces; bueno, la verdad era que me pasaba buscando todo el tiempo, porque era la única forma de entretenerse. Pero una vez, por fin encontré algo; encontré un viejo serrucho oxidado y sin mango; estaba metido entre una viga y las tejas de arriba. Lo limpié y me puse al trabajo. Había una manta de caballo clavada en los troncos a un extremo de la cabaña, detrás de la mesa, para que el viento no entrase por las ranuras y apagase la vela. Me metí debajo de la mesa, levanté la manta y me puse a aserrar una sección del gran tronco de abajo, lo bastante grande para que cupiera yo. Bueno, me llevó mucho tiempo pero ya estaba llegando al final cuando oí en el bosque la escopeta de padre. Escondí las huellas de mi trabajo, dejé caer la manta y el serrucho y en seguida llegó padre.

Padre no estaba de buen humor, o sea, que estaba como de costumbre. Dijo que había ido al centro del pueblo y que todo le iba mal. Su abogado le había dicho que calculaba que ganaría el pleito y conseguiría el dinero si el juicio empezaba alguna vez, pero que siempre había formas de irlo aplazando, y el juez Thatcher se las sabía todas. Dijo que según la gente iba a haber otro juicio para separarme de él y hacer que la viuda fuera mi tutora, y calculaban que esta vez ganaría ella. Aquello me puso muy nervioso, porque ya no quería volver a casa de la viuda y a tanta disciplina y cevilización, como la llamaban. Entonces el viejo se puso a maldecir todas las cosas y a la gente que se le ocurría, y después volvió a maldecirlos otra vez para estar seguro de que no se le había olvidado nadie, y terminó con una especie de maldición general contra todos, hasta un montón de gente que no sabía cómo se llamaba, así que cuando llegaba a ellos decía como se llame, y seguía maldiciendo.

Dijo que ya le gustaría a él ver cómo se me llevaba la viuda. Dijo que iba a estar atento y que si trataban de hacerle esa faena, conocía un sitio a seis o siete millas de distancia donde esconderme, y donde podrían buscar hasta caerse muertos sin encontrarme. Aquello volvió a ponerme nervioso, pero sólo un minuto; calculaba que para entonces yo ya no andaría por allí.

El viejo me hizo ir al bote a buscar lo que había traído. Había un saco de cincuenta libras de avena de maíz y un cuarto de tocino entreverado, municiones, una jarra de whisky de cuatro galones y un libro viejo y dos periódicos para rellenar ranuras, además de algo de estopa. Llevé una carga y luego volví a sentarme en la proa del bote a descansar. Volví a pensármelo todo y decidí escaparme con la escopeta y algunos se-dales, y cuando me escapara me iría al bosque.