Pensé que no me quedaría en un sitio fijo, sino que iría de un lado para otro del país, sobre todo de noche, cazando y pescando para tener comida, hasta llegar tan lejos que ni el viejo ni la viuda me pudieran encontrar nunca. Calculé que podía terminar de serrar y marcharme aquella noche si padre se emborrachaba lo suficiente, como suponía que iba a pasar. Me entusiasmé tanto que no me di cuenta del tiempo que pasaba hasta que el viejo se puso a gritar y me preguntó si me había dormido o ahogado.
Llevé todas las cosas a la cabaña y luego ya oscureció. Mientras yo cocinaba la cena el viejo se echó un par de tragos como para irse calentando y empezó a armar jaleo otra vez. Ya se había emborrachado en el pueblo y había pasado la noche en la cuneta, y verdaderamente era un espectáculo. Cualquiera pensaría que era Adán: no se veía de él nada más que barro. Cuando estaba bastante bebido casi siempre se metía con el gobierno. Aquella vez va y dice:
–¡Y a esto lo llaman gobierno!, pues no hay más que mirar para ver lo que es. Hacen una ley para quitarle a un hombre su hijo: su propio hijo, con todo el trabajo y todas las preocupaciones y los gastos que me ha llevado criarlo. Sí, y justo cuando ese hombre por fin ha criado a su hijo que ya está en edad de ponerse a trabajar y empezar a hacer algo por él para que pueda descansar, va la ley y se lo quita. ¡Y a eso lo llaman gobierno! Y no es todo. La ley apoya a ese viejo del juez Thatcher y le ayuda a quitarme mis bienes. Fijarse lo que hace la ley: la ley agarra a un hombre que tiene seis mil dólares o más y lo encierra en una vieja cabaña como ésta y deja que vaya vestido con una ropa que no es digna ni de un cerdo. ¡Y a eso lo llaman gobierno! Con un gobierno así no hay forma de que uno tenga derechos. A veces me da la tentación de marcharme del país para siempre. Sí, y se lo he dicho; se lo he dicho al viejo Thatcher a la cara. Me lo oyeron montones de personas y pueden decir que lo dije. Voy y digo: «Por dos centavos me iría de este maldito país y no volvería ni aunque me pagasen». Eso fue exactamente lo que dije; «Mirar este sombrero -si es que se le puede llamar sombrero-, que se le levanta la tapa y el resto se baja hasta que se cae debajo de la barbilla y ya no es ni un sombrero ni nada, sino más bien como si me hubieran metido la cabeza en un tubo de chimenea. Mirarlo», voy y digo: «Vaya un sombrero para un tipo como yo, uno de los hombres más ricos de este pueblo si me se reconocieran mis derechos».
»Ah, sí, este gobierno es maravilloso, maravilloso y no hay más que verlo. Yo he visto a un negro libre de Ohio: un mulato, casi igual de blanco que un blanco. Llevaba la camisa más blanca que hayáis visto en vuestra vida y el sombrero más lustroso, y en todo el pueblo no hay naide que tenga una ropa igual de buena, y llevaba un reloj de oro con su cadena y un bastón con puño de plata: era el nabab de pelo blanco más impresionante del estado. Y, ¿qué os creéis?» Dijeron que era profesor de una universidad, y que hablaba montones de idiomas y que sabía de todo. Y eso no es lo peor. Dijeron que en su estado podía votar. Aquello ya era demasiado. Digo yo: «¿Qué pasa con este país? Si fuera día de elecciones y yo pensara ir a votar si no estaba demasiado borracho para llegar, cuando me dijeran que había un estado en este país donde dejan votar a ese negro, yo ya no iría». Y voy y digo: «No voy a volver a votar». Eso fue lo que dije, palabra por palabra; me oyeron todos, y por mí que se pudra el país: yo no voy a volver a votar en mi vida. Y los aires que se daba ese negro: pero si no se abría del camino si no le hubiera dado yo un empujón.
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