Cualquiera que no fuese padre habría esperado a ver qué pasaba aquel día para llevarnos más cosas, pero ése no era su estilo. Con nueve troncos le bastaba para una vez; tenía que ir inmediatamente al pueblo a venderlos. Así que hacia las tres y media me encerró y se fue con el bote y empezó a remolcar la balsa. Calculé que aquella noche no volvería. Esperé hasta que me pareció que ya estaba lo bastante lejos y entonces saqué el serrucho y me volví a poner a trabajar en aquel tronco. Antes de que él terminara de cruzar el río yo ya había salido por el agujero; él y su balsa no eran más que una mancha en el agua, allá a lo lejos. Agarré el saco de harina de maíz, lo llevé adonde estaba escondida la canoa y aparté las hojas de parra y las ramas y lo metí; después hice lo mismo con el cuarto de tocino ahumado, y luego con la garrafa de whisky. Me llevé todo el café y el azúcar que había, y todas las municiones. Me llevé el papel de relleno, el cubo y la cantimplora; saqué un cazo, una taza de metal y mi viejo serrucho y dos mantas, la sartén y la cafetera. Agarré los sedales y las cerillas y otras cosas: todo lo que valía algo. Vacié la cabaña. Necesitaba un hacha pero no había más que la del montón de leña y sabía por qué iba a dejarla allí. Saqué la escopeta y terminé.

Había dejado toda la tierra apisonada con la salida del agujero y con el transporte de tantas cosas. Así que lo arreglé como pude, echando tierra por encima, con lo que se disimulaba la parte apisonada y el serrín que había caído. Después volví a dejar en su sitio el pedazo de tronco y le puse dos piedras por debajo y otra de lado para que no se cayera, porque de esa parte era irregular y no daba del todo en el suelo. Si se quedaba uno a cuatro o cinco pies de distancia, sin saber que estaba aserrado, no se veía, y además aquélla era la parte trasera de la cabaña y no era probable que nadie se pusiera a mirar por allí.

Hasta llegar a la canoa no había más que hierba, así que no había dejado huellas. Di una vuelta para estar seguro. Me quedé en la ribera y miré río arriba y abajo. No había peligro. Así que agarré la escopeta y me metí un poco en el bosque. Estaba buscando pájaros que cazar cuando vi un cerdo asilvestrado; los cerdos se asilvestraban en seguida por aquella parte cuando se escapaban de las granjas de la pradera. A éste le pegué un tiro y me lo llevé al campamento.

Agarré el hacha y salté la puerta. La destrocé todo lo que pude. Metí dentro al cerdo y lo arrastré casi hasta la mesa y le corté el cuello con el hacha y lo dejé en tierra para que sangrara; digo en tierra porque era tierra: apisonada y sin tablones en el suelo. Después saqué un saco viejo y lo llené de piedras grandes – todas las que podía arrastrar-, empecé donde estaba el cerdo y lo arrastré a la puerta y por el bosque hasta el río, donde lo tiré; se hundió y desapareció. Era fácil ver que se había arrastrado algo por el suelo. Pensé que ojalá hubiera estado Tom Sawyer allí; sabía que le interesaban estas cosas y que él pondría los detalles precisos. Nadie sabía adornar las cosas como Tom Sawyer en un asunto así.

Bueno, lo último que hice fue arrancarme algo de pelo, manchar el hacha de sangre y dejarla en la trasera, tirada en un rincón. Después agarré el cerdo y me lo tapé contra el pecho con la chaqueta (para que no goteara) hasta llegar bien lejos de la casa, y lo tiré al río. Después se me ocurrió otra cosa.