Así que fui a sacar el saco de harina y el viejo serrucho de la canoa y los llevé a la casa. Dejé el saco donde solía estar y le hice un agujero en el fondo con el serrucho, porque allí no había cuchillos ni tenedores: padre lo cocinaba todo con la navaja. Después llevé el saco unas cien yardas por la hierba, entre los sauces, hacia el este de la casa, a un lago poco profundo que tenía cinco millas de ancho y estaba lleno de juncos y también de patos cuando era temporada. Había un riachuelo o un arroyo que salía de allí por el otro lado y que recorría millas y millas, no sé por dónde, pero no iba al río. La harina iba moviéndose y dejando una pequeña huella todo el camino del lago. Allí tiré también la piedra de afilar de padre, para que pareciese algo accidental. Después cerré el agujero del saco de harina con un cordel para que no cayera más y me lo volví a llevar con el serrucho a la canoa.
Ya hacía casi oscuro, así que dejé la canoa río abajo tapada por unos sauces que caían sobre la ribera y esperé a que saliera la luna. Amarré la canoa a un sauce; después comí algo y al cabo de un rato me eché en la canoa a fumar una pipa y a hacer un plan. Y voy y me digo: «Van a seguir la pista de ese saco de piedras hasta la orilla y después dragarán el río para buscarme. Van a seguir la huella de harina hasta el lago, bus-car por el arroyo que sale de él para encontrar a los ladrones que me mataron y se llevaron las cosas. No van a buscar en el río nada más que mi cadáver. Después se cansarán en seguida y ya no se preocuparán más por mí. Muy bien, puedo quedarme donde me apetezca. Con la isla de Jackson me basta; la conozco muy bien y aquí nunca viene nadie. Y después puedo ir al pueblo por las noches, buscar por ahí y llevarme lo que necesite. La isla de Jackson está bien».
Estaba bastante cansado y sin darme cuenta me quedé dormido. Cuando me desperté no supe durante un momento dónde estaba. Me senté y miré a los lados, un poco asustado. Después me acordé. El río parecía tener millas y millas de ancho. La luna brillaba tanto que podían contarse los troncos que bajaban a la deriva, negros y silenciosos, a cientos de yardas de la orilla. Todo estaba en un silencio total y parecía ser tarde, olía a que era tarde. Ya sabéis a qué me refiero… No se con qué palabras decirlo.
Bostecé y me estiré a gusto, y estaba a punto de desamarrar para ponerme en marcha cuando oí un ruido en el agua. Escuché. En seguida comprendí lo que era. Era ese ruido acompasado y sordo que hacen los remos en los toletes en el silencio de la noche. Miré entre las ramas de los sauces y allí estaba: un bote en el río. No veía cuánta gente llevaba. Seguía acercándose, y cuando llegó frente a mí sólo llevaba a un hombre. Y yo voy y pienso: «A lo mejor es padre», aunque no lo esperaba.
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