En este mundo, los verdaderos pobres, merecedores de asistencia y compasión, no son más que aquellos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos. Todos los demás tienen la obligación de trabajar; si no trabajan, pasan hambre.

En aquel instante pasó por la calle un hombre muy sudoroso y jadeante, que tiraba con esfuerzo de dos carros cargados de carbón.

A Pinocho le pareció que tenía aspecto de buena persona; así que se le acercó y, bajando los ojos avergonzado, le dijo en voz baja:

—¿Me haría la caridad de dar me un centavo? Me estoy muriendo de hambre.

—No sólo un centavo —contestó el carbonero—; te daré cuatro con tal de que me ayudes a llevar hasta mi casa estos dos carros de carbón.

—¡Me asombra! —contestó el muñeco, casi ofendido— ¡Ha de saber que nunca he hecho de asno, que jamás he tirado de un carro!

—¡Mejor para ti! —respondió el carbonero—. Entonces, muchacho, cuando de verdad te mueras de hambre, cómete dos tajadas de tu soberbia; y ten cuidado, no vayas a pescarte una indigestión.

Minutos después pasó por la calle un albañil que llevaba al hombro un balde de arena y cemento.

—Señor mío, ¿haría la caridad de darle un centavo a un pobre muchacho que bosteza de hambre?

—¡Encantado! Ven conmigo —contestó el albañil— y, en vez de un centavo, te daré cinco.

—¡Pero la carga es pesada! —replicó Pinocho—. Y yo no quiero cansarme.

—Si no quieres cansarte, muchacho, diviértete bostezando, y buen provecho te haga.

En menos de media hora pasaron otras veinte personas y Pinocho les pidió a todas una limosna, pero todas le contestan:

—¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el haragán por las calles, vete a buscar trabajo y aprende a ganarte el pan!

Por último pasó una buena mujercita, que llevaba dos cántaros de agua.

—¿Me permite, buena mujer, que beba un sorbo de agua de su cántaro? —dijo Pinocho, que se moría de sed.

—Bebe, muchacho —dijo la mujercita, posando los dos cántaros en el suelo.

Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, farfulló a media voz, mientras se secaba la boca:

—¡La sed ya se me ha quitado! ¡Ojalá pudiera quitarme el hambre!

La buena mujercita, oyendo estas palabras, añadió en seguida:

—Si me ayudas a llevar a casa uno de estos cántaros de agua, te daré un trozo de pan.

Pinocho miró el cántaro y no dijo ni que sí ni que no.

—Y, con el pan, te daré un buen plato de coliflor, guisada con aceite y vinagre —añadió la buena mujer.

Pinocho echó otra ojeada al cántaro y no contestó ni que sí ni que no.

—Y después de la coliflor, te daré un rico dulce relleno de licor dulce.

Ante la seducción de esta última golosina, Pinocho no pudo resistir más; hizo de tripas corazón, y dijo:

—¡Le llevaré el cántaro hasta su casa!

El cántaro era muy pesado y el muñeco, sin fuerzas para llevarlo en las manos, se resignó a llevarlo en la cabeza.

Llegados a la casa, la buena mujercita hizo sentar a Pinocho ante una mesita y le puso delante el pan, la coliflor guisada y el dulce. Pinocho no comió, devoró.

Cuando se calmaron poco a poco los rabiosos mordiscos del hambre, levantó la cabeza para dar las gracias a su benefactora; pero aún no había acabado de clavar la mirada en su rostro cuando lanzó un ¡oh! de asombro y se quedó como embrujado, con los ojos fuera de las órbitas, el tenedor en el aire y la boca llena de pan y de coliflor.

—¿A qué se debe todo ese asombro? —preguntó, riéndose, la buena mujer.

—Es que… -contestó balbuceando Pinocho, es que… es que… usted se parece… usted me recuerda…, sí, sí, sí… la misma voz… los mismos ojos… los mismos cabellos… sí, sí, sí… también tiene los cabellos azules… ¡Como ella!… ¡Oh, Hada mía! Dime que eres en verdad el Hada. ¡No me hagas llorar más!

Y, mientras hablaba así, Pinocho rompió a llorar desesperadamente y, echándose al suelo, se abrazó a las rodillas de aquella misteriosa mujercita.

XXV

Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar, porque está harto de ser un muñeco y quiere convertirse en un niño bueno.

AL PRINCIPIO, LA buena mujercita empezó a decir que ella no era la pequeña Hada de cabellos azules; pero luego, viéndose descubierta y no queriendo prolongar la comedia, acabó por darse a conocer y le dijo a Pinocho:

—¡Muñeco travieso! ¿Cómo te has dado cuenta de que era yo?

—Mi cariño la descubrió.

—¿Te acuerdas? Me dejaste niña y ahora me encuentras mujer, tan mujer que casi podría ser tu mamá.

—Me encanta, porque así, en vez de hermanita, la llamaré mamá. Hace tanto tiempo que ansío tener una mamá como todos los niños… ¿Pero qué ha hecho para crecer tan de prisa?

—Es un secreto.

—Enséñemelo; también yo quisiera crecer un poco. ¿No ve? Sigo siendo pequeño.

—¡Pero tú no puedes crecer! -replicó el Hada.

—¿Por qué?

—Porque los muñecos no crecen nunca. Nacen como muñecos, viven como muñecos y mueren como muñecos.

—¡Oh! ¡Estoy harto de ser siempre un muñeco! —gritó Pinocho—. ¡Ya es hora de que sea yo también un hombre como los demás!

—Y lo serás, si sabes merecértelo…

—¿De veras? ¿Y qué puedo hacer para merecerlo?

—Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.

—¿Es que no lo soy?

—¡Qué vas a serlo! Los niños buenos son obedientes y tú…

—Yo no obedezco nunca.

—Los niños buenos tienen amor al estudio y al trabajo y tú…

—Y yo soy un holgazán y un vagabundo todo el año.

—Los niños buenos dicen siempre la verdad y tú…

—Y yo siempre mentiras.

—Los niños buenos van de buen grado a la escuela…

—Y a mí la escuela me pone la carne de gallina. Pero de hoy en adelante quiero cambiar de vida.

—¿Me lo prometes?

—Lo prometo. Quiero convertirme en un niño bueno y quiero ser el consuelo de mi padre… ¿Dónde estará mi pobre padre a estas horas?

—No lo sé.

—¿Tendré la suerte de volver a verlo y abrazarlo?

—Creo que sí; estoy casi segura.

El contento de Pinocho ante esta respuesta fue tal, que tomó las manos del Hada y empezó a besárselas con tanto entusiasmo que parecía fuera de sí. Después, alzando el rostro y mirándola cariñosamente, le preguntó:

—Dime, mamita, ¿así que no es verdad que te habías muerto?

—Parece que no —contestó sonriendo el Hada.

—Si supieras qué dolor y qué nudo en la garganta tuve cuando leí «Aquí yace…»

—Lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo comprender que tenías buen corazón, y de los niños de buen corazón, aunque sean un poco traviesos y mal criados, siempre se puede esperar algo; es decir, siempre se puede esperar que vuelvan al buen camino. Por eso he venido a buscarte hasta aquí y seré tu mamá…

—¡Oh, qué estupendo! —gritó Pinocho, saltando de alegría.

—Tú me obedecerás y harás siempre lo que yo diga.

—¡Encantado, encantado, encantado!

—Desde mañana —añadió el Hada—, empezarás a ir a la escuela. Pinocho se puso de pronto un poco menos alegre.

—Después escogerás un oficio que te guste. Pinocho se puso serio.

—¿Qué refunfuñas entre dientes? —preguntó el Hada, con acento dolido.

—Decía —rezongó el muñeco a media voz— que me parece un poco tarde para ir a la escuela.

—No, señor. No olvides que nunca es tarde para aprender e instruirse.

—Pero yo no quiero trabajar…

—¿Por qué?

—Porque el trabajar me fatiga.

—Hijo mío —dijo el Hada—, los que dicen eso acaban siempre en la cárcel o en el hospital. El hombre, para que lo sepas, nazca rico o pobre, está obligado a hacer algo en este mundo, a ocuparse en algo, a trabajar. ¡Ay de quien se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad feísima y hay que curarla en seguida, desde pequeñitos; si no, de mayores no se cura nunca.

Estas palabras llegaron al alma de Pinocho, el cual, levantando vivazmente la cabeza, le dijo al Hada:

Estudiaré, trabajaré, haré todo lo que me digas, porque ya estoy aburrido de la vida de muñeco y quiero a toda costa convertirme en un niño. Me lo has prometido, ¿no es verdad?

—Te lo he prometido y ahora depende de ti.

XXVI

Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar, para ver al terrible Tiburón.

AL DÍA SIGUIENTE, Pinocho fue a la escuela pública. ¡Figúrense a aquellos traviesos niños cuando vieron entrar en su escuela a un muñeco! Fue una risotada que no acababa nunca. Uno le gastaba una broma y el de más allá, otra; uno le quitaba el gorro de la mano, otro le tiraba de la chaqueta por detrás; alguno intentaba pintarle con tinta unos grandes bigotes bajo la nariz, y hasta hubo quien quiso atarle unos hilos a los pies y a las manos, para hacerlo bailar.

Durante un rato, Pinocho les dejó hacer con la mayor tranquilidad; pero por fin, viendo que se le acababa la paciencia, se volvió a los que más lo asediaban y se burlaban de él y les dijo resueltamente:

—¡Miren, niños, no he venido aquí para ser su bufón! Yo respeto a los demás y quiero ser respetado.

—¡Bravo! ¡Has hablado como un libro abierto! —chillaron aquellos bribones, tirándose al suelo de risa; y uno de ellos, más impertinente que los otros, alargó la mano con intención de agarrar al muñeco por la punta de la nariz.

Pero no llegó a tiempo porque Pinocho extendió las piernas por debajo de la mesa y le propinó una patada en las canillas.

—¡Ay! ¡Qué pies más duros! —gritó el muchacho, restregándose el moretón que le había hecho el muñeco.

—¡Y qué codos!… ¡Más duros que los pies! —dijo otro, que por sus bromas pesadas se había ganado un codazo en el estómago.

El caso es que después de aquella patada y aquel codazo, Pinocho se granjeó en seguida la estimación y simpatía de todos los niños de la escuela; todos le hacían caricias y lo querían muchísimo.

Hasta el maestro estaba muy satisfecho porque lo veía atento, estudioso, inteligente, siempre el primero en entrar en la escuela y el último en ponerse de pie, acabadas las clases.

El único defecto que tenía era el de frecuentar a demasiados compañeros; entre éstos había muchos pilluelos conocidísimos por sus pocas ganas de estudiar y de portarse bien.

El maestro lo advertía todos los días, y tampoco la buena Hada dejaba de decirle y repetirle muchas veces:

—¡Mira, Pinocho! Cuídate de esos compañeros tuyos que van a acabar, tarde o temprano, por hacerte perder el amor al estudio, y quizá te acarrearán una gran desgracia.

—¡No hay peligro! —contestaba el muñeco, encogiéndose de hombros y tocándose la frente con el índice, como diciendo: «Hay mucha cordura aquí dentro».

Pero ocurrió que un buen día, yendo a la escuela, encontró a una pandilla de los consabidos compañeros, que fueron a su encuentro y le dijeron:

—¿Sabes la gran noticia?

—No.

—Ha llegado a estos mares un Tiburón, grande como una montaña.

—¿De verdad? ¿Será el mismo Tiburón de cuando se ahogó mi padre?

—Nosotros vamos a la playa para verlo. ¿Vienes tú también?

—Yo, no; quiero ir a la escuela.

—¿Qué te importa la escuela? A la escuela ya iremos mañana. Total, con una lección más o menos, seguiremos siendo lo mismo de burros.

—¿Y el maestro, qué dirá?

—Que diga lo que quiera. Le pagan para que gruña todo el día.

—¿Y mi madre?

—Las madres nunca saben nada —contestaron ellos.

—¿Saben lo que haré? —dijo Pinocho—: Quiero ver a ese Tiburón, tengo mis razones…. pero iré después de la escuela.

—¡Pobre necio! —reprochó uno de la pandilla—. ¿Es que te crees que un pez de ese tamaño se va a quedar allí a tu conveniencia? En cuanto se aburra, continuará su marcha hacia otro lugar, y si te he visto no me acuerdo.

—¿Cuánto tiempo se necesita para ir de aquí a la playa? —preguntó el muñeco.

—En una hora estaremos de vuelta.

—Entonces, adelante. ¡El último es tonto! —gritó Pinocho. Dada así la señal de partida, aquella pandilla de pilluelos, con los libros y los cuadernos bajo el brazo, empezó a correr a través de los campos; Pinocho iba siempre delante de todos, como si tuviera alas en los pies.

De vez en cuando, volviéndose hacia atrás, se burlaba de sus compañeros, que se habían quedado a una distancia respetable, y al verlos sin aliento, jadeantes, polvorientos y con la lengua fuera, se reía con ganas.