Pero recordó que el perro estaba muerto y pensó: «¿De qué sirve acusar a los muertos…? Los muertos, muertos están, y lo mejor que se puede hacer es dejarlos en paz»…

—Cuando llegaron las garduñas a la era, ¿estabas despierto o dormías? —continuó preguntando el campesino.

—Dor mía —contestó Pinocho—, pero las garduñas me despertaron con sus cuchicheos y una vino aquí, a la caseta, a decir me: «Si prometes no ladrar y no despertar al amo, te regalaremos una pollita muy bien pelada». ¿Entiende, eh? ¡Tener la desfachatez de hacerme semejante propuesta! Porque hay que saber que yo soy un muñeco que tendrá todos los defectos del mundo, pero nunca he tenido el de ser largo de uñas ni cómplice de la gente deshonesta.

—¡Buen chico! —exclamó el campesino, palmeándole en un hombro—. Esos sentimientos te honran; y, para probarte mi gran satisfacción, te dejo libre desde ahora mismo, para que vuelvas a tu casa.

Y le quitó el collar del perro.

XXIII

Pinocho llora la muerte de la hermosa joven de cabellos azules; luego encuentra un Palomo que lo lleva a la orilla del mar y allí se tira al agua para ayudar a su padre Geppetto.

TAN PRONTO COMO Pinocho se sintió libre del peso durísimo y humillante de aquel collar en torno a su cuello, huyó a través de los campos y no se detuvo ni un minuto hasta que alcanzó el camino real, que debía llevarlo a la casita del Hada.

Cuando llegó al camino real, se volvió hacia atrás, a mirar la llanura, y distinguió perfectamente a simple vista el bosque donde, para su desgracia, había encontrado a la Zorra y al Gato; vio, entre los árboles, la copa de aquella Gran Encina de la que lo habían colgado por el cuello; pero por más que miró a todos los lados no consiguió ver la casita de la hermosa niña de cabellos azules.

Tuvo entonces una especie de triste presentimiento y, empezando a correr con todas las fuerzas que le quedaban en las piernas, se encontró en pocos minutos en el prado donde se había alzado la casita blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. Había, en su lugar, una pequeña lápida de mármol en la que se leían, en letras mayúsculas, estas dolorosas palabras:

AQUÍ YACE

LA JOVEN DE CABELLOS AZULES

MUERTA DE DOLOR

POR HABER SIDO ABANDONADA

POR SU HERMANITO PINOCHO

¡Podrán imaginar cómo se quedó el muñeco cuando, mal que bien, hubo descifrado aquellas palabras! Cayó de bruces al suelo y, cubriendo con mil besos el mármol funerario, estalló en llanto.

Lloró toda la noche y a la mañana siguiente, al hacerse de día, continuaba llorando aunque no le quedaban lágrimas en los ojos; y sus gritos y lamentos eran tan agudos y desgarradores que todas las colinas circundantes repetían su eco.

Mientras lloraba, decía:

—¡Oh, Hadita mía! ¿Porqué has muerto?… ¿Por qué, en tu lugar, no he muerto yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena?… Y mi padre, ¿dónde estará? ¡Oh, Hadita, dime dónde puedo encontrarlo porque quiero estar siempre con él y no dejarlo nunca, nunca, nunca!… ¡Oh, Hadita mía, dime que no es verdad que has muerto!… Si de verdad me quieres… si quieres a tu hermanito, revive… ¡vuelve otra vez viva!… ¿No te da pena verme solo y abandonado por todos?… Si llegan los asesinos, me colgarán de nuevo en la rama del árbol… Y entonces moriré para siempre. ¿Qué quieres que haga aquí, solo en este mundo? Ahora que te he perdido a ti y a mi padre, ¿quién me dará de comer? ¿Dónde dormiré? ¿Quién me hará la chaqueta nueva? ¡Oh, sería mejor, cien veces mejor, que también yo muriera!… ¡Sí quiero morir!… ¡Ay, ay, ay!…

Y mientras se desesperaba de esta manera, intentó arrancarse los cabellos; pero, como sus cabellos eran de madera, ni siquiera pudo darse el gusto de enredar en ellos los dedos.

En aquel momento pasó por el aire un enorme Palomo, el cual, parándose con las alas extendidas, le gritó desde gran altura:

—Dime, niño, ¿qué haces ahí abajo?

—¿No lo ves? ¡Lloro! —contestó Pinocho, levantando la cabeza hacia aquella voz y restregándose los ojos con la manga de la chaqueta.

—Dime -añadió entonces el Palomo—, ¿conoces por casualidad, entre tus camaradas, a un muñeco llamado Pinocho?

—¿Pinocho?… ¿Has dicho Pinocho? —repitió el muñeco, poniéndose en pie—. ¡Pinocho soy yo!

El Palomo, al oír la respuesta, bajó en picado y se posó en tierra. Era más grande que un pavo.

—¿Conoces entonces a Geppetto? —preguntó al muñeco.

—¿Que si lo conozco? ¡Es mi pobre padre! ¿Acaso te ha hablado de mí? ¿Me llevas con él? ¿Está aún vivo? ¡Contéstame, por favor! ¿Vive aún?

—Lo dejé hace tres días, en la playa.

—¿Qué hacía?

—Se fabricaba él solo un barquichuelo para atravesar el océano. Hace más de cuatro meses que el pobre hombre recorre el mundo en tu busca; y, como no te encuentra, se le ha metido en la cabeza buscarte en los lejanos países del Nuevo Mundo.

—¿Cuánto hay de aquí a la playa? —preguntó Pinocho, con afanosa ansia.

—Más de mil kilómetros.

—¿Mil kilómetros? ¡Oh, Palomo, qué estupendo si pudiera tener tus alas!

—Si quieres venir, te llevo.

—¿Cómo?

—A caballo sobre mi grupa. ¿Pesas mucho?

—¿Pesar? ¡Nada de eso! Soy ligero como una pluma.

Y, sin esperar a más, Pinocho saltó a la grupa del Palomo; puso una pierna a cada lado, como hacen los jinetes, y gritó, muy contento:

—¡Galopa! ¡Galopa, caballito, que tengo prisa por llegar!

El Palomo remontó el vuelo y en pocos minutos estuvo tan alto que casi tocaban las nubes. En aquella extraordinaria altura, el muñeco tuvo la curiosidad de volverse a mirar; y sintió tanto miedo y tal vértigo que, para evitar caerse, se aferró muy, muy fuerte al cuello de su cabalgadura de plumas.

Volaron todo el día. Al hacerse de noche, el Palomo dijo:

—¡Tengo mucha sed!

—¡Y yo mucha hambre! —añadió Pinocho.

—Parémonos unos minutos en este palomar; luego continuaremos el viaje, para estar mañana al amanecer en la playa.

Entraron en un palomar desierto donde sólo había una palangana llena de agua y un cestillo repleto de arvejas.

El muñeco no había podido tragar las arvejas en su vida; según él, le daban náuseas, le revolvían el estómago; pero aquella noche se dio un hartazgo y, cuando casi las había acabado, se volvió hacia el Palomo y le dijo:

—¡Nunca hubiera creído que las arvejas fueran tan buenas!

—Hay que convencerse, muchacho —replicó el Palomo—, de que cuando se tiene hambre de verdad y no hay otra cosa que comer, hasta las arvejas resultan exquisitas. ¡El hambre no tiene caprichos ni glotonerías!

Una vez tomado, rápidamente, este pequeño refrigerio, continuaron viaje. A la mañana siguiente llegaron a la playa.

El Palomo depositó a Pinocho en tierra y, no queriendo siquiera que le dieran las gracias por haber hecho tan buena acción, se remontó inmediatamente y desapareció.

La playa estaba llena de gente que gritaba y gesticulaba, mirando hacia el mar.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Pinocho a una viejecita.

—Ha ocurrido que un pobre padre, habiendo perdido a su hijo, ha querido embarcarse en una barquichuela para ir a buscarlo al otro lado del mar; y el mar está hoy muy malo, y el barquichuelo, a punto de hundirse…

—¿Dónde está el barquichuelo?

—Allá, a lo lejos, donde señalo con el dedo —dijo la vieja, indicando una pequeña barca que, vista desde aquella distancia, parecía un cascarón de nuez, con un hombrecito muy pequeño dentro.

Pinocho fijó los ojos en aquel sitio y, tras haber mirado atentamente, lanzó un chillido agudísimo, gritando:

—¡Es mi padre! ¡Es mi padre!

Entretanto, el barquichuelo, batido por la furia de las olas, desaparecía entre las grandes ondas, volvía a flotar; y Pinocho, erguido en lo alto de una roca, no dejaba de llamar a su querido padre por su nombre y de hacerle señas con las manos, con el pañuelo y hasta con el gorro que tenía en la cabeza.

Y pareció que Geppetto, aunque estaba muy lejos de la playa, había reconocido a su hijo, porque se quitó el gorro también él y lo saludó, y, a fuerza de ademanes, le dio a entender que volvería de buena gana, pero que el mar estaba tan picado que le impedía maniobrar con los remos para acercarse a tierra.

De repente se alzó una terrible ola y la barca desapareció. Esperaron a que la barca volviese a flote, pero no se la vio aparecer.

—¡Pobre hombre! -dijeron entonces los pescadores que se habían reunido en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, se dispusieron a regresar a sus casas.

Pero he aquí que oyeron un desesperado grito y, volviéndose hacia atrás, vieron a un muchachito que desde la cima de una roca se arrojaba al mar, gritando:

—¡Quiero salvar a mi padre!

Pinocho, como era todo de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez. Se le veía desaparecer bajo el agua, a causa del ímpetu de la marea, y asomar una pierna o un brazo, a gran distancia de la tierra. Al final lo perdieron de vista y ya no lo vieron más.

—¡Pobre muchacho! —dijeron entonces los pescadores que se habían reunido en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, regresaron a sus casas.

XXIV

Pinocho llega a la isla de las Abejas Industriosas y encuentra de nuevo al Hada.

PINOCHO ANIMADO POR la esperanza de llegar a tiempo para ayudar a su pobre padre, nadó toda la noche.

¡Qué horrible noche fue aquélla! ¡Diluvió, granizó, tronó espantosamente, con tales relámpagos que parecía de día!

Al amanecer; logró ver no muy lejos una larga franja de tierra. Era una isla en medio del mar.

Entonces se esforzó por acercarse a la playa; pero inútilmente. Las olas lo enviaban de una a otra, como si fuera un palito o una pajita. Finalmente, por suerte, vino una ola tan potente e impetuosa que lo lanzó sobre la arena de la playa.

El golpe fue tan fuerte que, al dar en tierra, le crujieron todas las costillas y todas las coyunturas; pero se consoló pronto, diciendo:

—¡También esta vez salí bien librado!

Mientras tanto, el cielo se serenó poco a poco, el sol apareció en todo su esplendor y el mar se quedó tan tranquilo y apacible como el aceite.

El muñeco tendió sus ropas a secar al sol y empezó a mirar aquí y allá, intentando distinguir en aquella inmensa extensión de agua un barquichuelo con un hombrecillo dentro. Pero, tras haber mirado muy bien, no vio otra cosa que cielo, mar y alguna vela de barco, pero tan lejana que parecía una mosca.

—¡Si al menos supiera cómo se llama esta isla! —se decía. ¡Si supiera al menos si esta isla está habitada por gente amable, quiero decir por gente que no tenga el hábito de colgar a los niños de las ramas de los árboles! Pero, ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién, si aquí no hay nadie?

Esta idea de encontrarse solo, solo, solo, en medio de aquella gran región deshabitado le causó una melancolía tal que estaba a punto de llorar; de repente, vio pasar a poca distancia de la orilla un gran pez, que iba tranquilamente a sus cosas con la cabeza fuera del agua.

No sabiendo cuál era su nombre, el muñeco le gritó en voz alta, para hacerse oír:

—¡Eh, señor Pez! ¿Me permite una palabra?

—Y también dos —contestó el pez, que era un Delfín tan amable como se encuentran pocos en todos los mares del mundo.

—¿Me haría el favor de decirme si en esta isla hay pueblos donde pueda comer sin peligro de ser comido?

—Seguro que los hay —respondió el Delfín—. Más aún, encontrarás uno no muy lejos de aquí.

—¿Qué camino hay que seguir para llegar a él?

—Tienes que caminar por ese sendero, a mano izquierda, y continuar siempre recto. No puedes perderte.

—Dígame otra cosa. Usted, que se pasea día y noche por el mar, ¿no habrá encontrado, por casualidad, un barquichuelo con mi padre dentro?

—¿Y quién es tu padre?

—Es el padre más bueno del mundo, y yo soy el hijo más malo que pueda existir.

—Con la tempestad que ha habido esta noche —contestó el Delfín—, el barquichuelo se habrá hundido.

—¿Y mi padre?

—A estas horas se lo habrá tragado el terrible Tiburón que desde hace unos días está sembrando el exterminio y la desolación en nuestras aguas.

—¿Es muy grande ese Tiburón? —preguntó Pinocho, que ya empezaba a temblar de miedo.

—¿Que si es grande? —replicó el Delfín—. Para que puedas hacerte una idea, te diré que es más grande que una casa de cinco pisos; y tiene una bocaza tan ancha y tan profunda que podría tragarse cómodamente todo un tren, con la máquina encendida.

—¡Mi madre! —gritó el muñeco, espantado; se vistió a toda prisa, se volvió hacia el Delfín y le dijo-: ¡Hasta la vista, señor Pez! ¡Perdone las molestias y mil gracias por su amabilidad!

En cuanto dijo esto se fue por la senda, a paso ligero; tan ligero que casi parecía que corría. Al ruido más pequeño que escuchaba, todo era volverse a mirar hacia atrás, de miedo de verse perseguido por aquel terrible Tiburón, grande como una casa de cinco pisos y con un tren en la boca.

Tras media hora de camino llegó a un pueblecito llamado el Pueblo de las Abejas Industriosas. Las calles hormigueaban de personas que corrían de un lado a otro para atender a sus asuntos; todos trabajaban, todos tenían algo que hacer. Ni buscándolo con lupa se podía encontrar un holgazán o un vagabundo.

—¡Está claro! —dijo, muy pronto, el perezoso Pinocho—. ¡Este pueblo no es para mí! Yo no he nacido para trabajar.

Mientras tanto, el hambre lo atormentaba, pues había pasado veinticuatro horas sin comer nada, ni siquiera un plato de arvejas.

¿Qué hacer?

Sólo le quedaban dos recursos para quitarse el hambre: o buscar un trabajo o pedir limosna de unos centavos o un pedazo de pan.

Se avergonzaba de pedir limosna, porque su padre siempre le había dicho que sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los enfermos.