El más rico de ellos pedía limosna.
Cuando hubo elegido el nombre de su muñeco empezó a trabajar de prisa y le hizo en seguida el pelo, después la frente, luego los ojos.
Una vez hechos los ojos, figúrense su asombro cuando advirtió que se movían y lo miraban fijamente.
Geppetto, sintiéndose observado por aquellos ojos de madera, se lo tomó casi a mal y dijo, en tono quejoso:
—Ojazos de madera, ¿por qué me miran?
Nadie contestó.
Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero ésta, tan pronto estuvo hecha, empezó a crecer y creció y en pocos minutos era un narizón que no acababa nunca.
El pobre Geppetto se cansaba de cortarla; cuanto más la cortaba y achicaba, más larga se hacía aquella nariz impertinente.
Después de la nariz le hizo la boca.
Aún no había acabado de hacerla cuando ya empezaba a reírse y a burlarse de él.
—¡Deja de reír! —dijo Geppetto, irritado; pero fue como hablar con la pared.
—¡Te repito que dejes de reír! —gritó con voz amenazadora.
Entonces la boca dejó de reír, pero le sacó toda la lengua. Geppetto, para no estropear sus proyectos, fingió no advertirlo y continuó trabajando.
Tras la boca, le hizo la barbilla, luego el cuello, los hombros, el estómago, los brazos y las manos.
Apenas acabó con las manos, Geppetto sintió que le quitaban la peluca. Se volvió y, ¿qué vieron sus ojos? Su peluca amarilla en manos del muñeco.
—Pinocho… ¡Devuélveme ahora mismo mi peluca!
Y Pinocho, en vez de devolvérsela, se la puso en su propia cabeza, quedándose medio ahogado debajo.
Ante aquella manera de ser insolente y burlona, Geppetto se puso tan triste y melancólico como no había estado en su vida. Y, volviéndose a Pinocho, le dijo:
—¡Hijo pícaro! ¡Todavía estás a medio hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Eso está muy mal!
Y se secó una lágrima.
Sólo quedaban por hacer las piernas y los pies.
Cuando Geppetto hubo acabado de hacerle los pies, recibió un puntapié en la punta de la nariz.
—¡Me lo merezco! —se dijo para sí—. Debía haberlo pensado antes. ¡Ahora ya es tarde! Tomó después el muñeco bajo el brazo y lo posó en tierra, sobre el pavimento de la estancia, para hacerlo andar.
Pinocho tenía las piernas torpes y no sabía moverse, y Geppetto lo llevaba de la mano para enseñarle a poner un pie detrás del otro.
Muy pronto, Pinocho empezó a andar solo y a correr por la habitación, hasta que, cruzando la puerta de la casa, saltó a la calle y se dio a la fuga.
El pobre Geppetto corría tras él sin poder alcanzarlo, porque el granuja de Pinocho andaba a saltos, como una liebre, golpeando con sus pies de madera el pavimento de la calle, hacía tanto estruendo como veinte pares de zuecos aldeanos.
—¡Agárrenlo, agárrenlo! —gritaba Geppetto; pero la gente que estaba en la calle, al ver a aquel muñeco de madera que corría como un loco, se paraba embelesada a mirarlo, y reía, reía, reía como no se pueden imaginar.
Al fin llegó un guardia, el cual, al oír todo aquel alboroto, creyó que se trataba de un potrillo que se había encabritado con su dueño, y se puso valerosamente en medio de la calle, con las piernas abiertas, con la decidida intención de pararlo y de impedir que ocurrieran mayores desgracias.
Pinocho, cuando vio de lejos al guardia que obstruía toda la calle, se las ingenió para pasarle por sorpresa entre las piernas, pero falló en su intento. El guardia, sin moverse siquiera, lo atrapó limpiamente por la nariz (era un narizón desproporcionado, que parecía hecho a propósito para ser agarrado por los guardias) y lo entregó en las propias manos de Geppetto. Este, para corregirlo, quería darle un buen tirón de orejas en seguida. Pero figúrense cómo se quedó cuando, al buscarle las orejas, no logró encontrarlas. ¿Saben por qué? Porque, con la prisa, se había olvidado de hacérselas.
Así que lo agarró por el cogote y, mientras se lo llevaba, le dijo, meneando amenazadoramente la cabeza:
—¡Vámonos a casa! Cuando estemos allá, no te quepa duda de que ajustaremos cuentas.
Pinocho, ante semejante perspectiva, se tiró al suelo y no quiso andar más. Entre tanto, curiosos y haraganes empezaban a detenerse alrededor y a formar tumulto.
Uno decía una cosa; otro, otra.
—¡Pobre muñeco! —decían algunos—. Tiene razón en no querer volver a casa. ¡Quién sabe cómo le va a pegar ese bruto de Geppetto!
Y otros añadían malignamente:
—¡Ese Geppetto parece una buena persona! ¡Pero es un verdadero tirano con los niños! Si le dejan ese pobre muñeco entre las manos es muy capaz de hacerlo trizas.
En fin, tanto dijeron e hicieron que el guardia puso en libertad a Pinocho y se llevó a la cárcel al pobre Geppetto. Este, no teniendo palabras para defenderse, lloraba como un becerro y, camino de la cárcel, decía sollozando:
—¡Qué calamidad de hijo! ¡Y pensar que he sufrido tanto para hacer de él un muñeco de bien! ¡Pero me lo merezco! ¡Debía haberlo pensado antes!
Lo que sucedió después es una historia increíble, y se la contaré en los próximos capítulos.
IV
La historia de Pinocho con el Grillo-parlante, donde se ve que muchos niños se enojan cuando los corrige quien sabe más que ellos.
MUCHACHOS, LES CONTARÉ que mientras llevaban al pobre Geppetto a la cárcel, sin tener culpa de nada, el pillo de Pinocho se había librado de las garras del guardia y corría a través de los campos para llegar pronto a casa. En su furiosa carrera saltaba riscos, setos de zarzas y fosos llenos de agua, tal como hubiera podido hacerlo un ciervo o un conejo perseguido por los cazadores.
Cuando llegó a la casa, encontró la puerta de la calle entornada. La empujó, entró y, en cuanto hubo corrido el pestillo, se sentó en el suelo, lanzando un gran suspiro de contento. Pero poco duró su contento, pues oyó un ruido en la habitación:
—¡Cri-cri-cri!
—¿Quién me llama? —dijo Pinocho, muy asustado.
—Soy yo.
Pinocho se volvió y vio un enor me g rillo que subía lentamente por la pared.
—Dime, Grillo, y tú, ¿quién eres?
—Soy el Grillo-parlante y vivo en esta habitación desde hace más de cien años.
—Pues hoy esta habitación es mía —dijo el muñeco— y, si quieres hacerme un favor, ándate en seguida, y rápido.
—No me iré de aquí —respondió el Grillo— sin decirte antes una gran verdad.
—Dímela y pronto.
—¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres y abandonan caprichosamente la casa paterna! No conseguirán nada bueno en este mundo, y, tarde o temprano, tendrán que arrepentirse amargamente.
—Canta, Grillo, canta lo que quieras. Yo sé que mañana, de madrugada, pienso irme de aquí, porque si me quedo me pasará lo que les pasa a todos los demás niños: me mandarán a la escuela y, por gusto o por fuerza, tendré que estudiar. Y, en confianza, te digo que no me interesa estudiar y que me divierto más corriendo tras las mariposas y subiendo a los árboles a sacar nidos de pájaros.
—¡Pobre tonto! ¿No sabes que, portándote así, de mayor serás un grandísimo burro y todos se reirán de ti?
—¡Cállate, Grillo de mal agüero! —gritó Pinocho.
Pero el Grillo, que era paciente y filósofo, en vez de tomar a mal esta impertinencia, continuó con el mismo tono de voz:
—Y si no te agrada ir a la escuela, ¿por qué no aprendes, al menos, un oficio con el que ganarte honradamente un pedazo de pan?
—¿Quieres que te lo diga? —replicó Pinocho, que empezaba a perder la paciencia—. Entre todos los oficios del mundo sólo hay uno que realmente me agrada.
—¿Y qué oficio es?
—El de comer, beber, dormir, divertirme y llevar, de la mañana a la noche, la vida del vagabundo.
—Pues te advierto —dijo el Grillo-parlante, con su calma acostumbrada— que todos los que tienen ese oficio acaban, casi siempre, en el hospital o en la cárcel.
—¡Cuidado, Grillo de mal agüero!… Si monto en cólera, ¡ay de ti!
—¡Pobre Pinocho! Me das pena…
—¡Por qué te doy pena?
—Porque eres un muñeco y, lo que es peor, tienes la cabeza de madera…
Al oír estas últimas palabras Pinocho se levantó enfurecido, agarró del banco un martillo y lo arrojó contra el Grillo-parlante.
Quizá no pensó que le iba a dar; pero, desgraciadamente, lo alcanzó en toda la cabeza, hasta el punto de que el pobre Grillo casi no tuvo tiempo para hacer cri-cri-cri, y después se quedó en el sitio, tieso y aplastado contra la pared.
V
Pinocho tiene hambre y busca un huevo para hacerse una tortilla, pero ésta vuela por la ventana.
ANOCHECÍA Y PINOCHO, acordándose de que no había comido nada, sintió un cosquilleo en el estómago que se parecía mucho al apetito.
Pero el apetito, en los muchachos, marcha muy de prisa; en pocos minutos el apetito se convirtió en hambre, y el hambre, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un hambre de lobo.
El pobre Pinocho corrió al fuego, donde había una olla hirviendo, e intentó destaparla para ver lo que tenía dentro… pero la olla estaba pintada en la pared. Figúrense cómo se quedó. Su nariz, que ya era larga, se le alargó por lo menos cuatro dedos.
Entonces se dedicó a recorrer la habitación y a hurgar en todos los cajones y escondrijos, en busca de un poco de pan, aunque fuera un poco de pan seco, de una cortecita, de un hueso viejo olvidado por el perro, de un poco de polenta mohosa, de un resto de pescado, de un hueso de cereza; en fin, de algo para masticar. Pero no encontró nada, absolutamente nada.
Mientras tanto, el hambre aumentaba, aumentaba cada vez más. El pobre Pinocho no encontraba más alivio que bostezar. Lanzaba unos bostezos tan grandes que a veces la boca le llegaba a las orejas. Cuando acababa de bostezar, escupía, y sentía como si el estómago se le fuera cayendo.
Entonces, llorando y desesperándose, decía:
—El Grillo-parlante tenía razón. He hecho muy mal en rebelarme contra mi papá y escaparme de casa… Si mi papá estuviera aquí, ahora no me moriría de bostezos. ¡Ay, qué enfermedad más mala es el hambre!
Y, de repente, creyó ver en el montón de los desperdicios algo redondo y blanco, que parecía enteramente un huevo de gallina. Dar un salto y lanzarse encima de él fue cosa de un momento. Era un huevo de verdad.
Es imposible describir la alegría del muñeco: hay que imaginársela.
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