Creía que estaba soñando, daba vueltas al huevo entre sus manos, lo tocaba y lo besaba, diciendo:
—¿Cómo lo prepararé ahora? ¿Haré una tortilla?… No, será mejor hacerlo a la copa… ¿No estará más sabroso si lo frío en la sartén? ¿Y si lo pasara por agua? No, lo más rápido será freírlo: ¡tengo demasiadas ganas de comérmelo!
Dicho y hecho. Puso una olla encima de un brasero lleno de brasas; en la olla, en vez de aceite o mantequilla, puso un poco de agua. Cuando el agua empezó a humear ¡tac!…, rompió la cáscara del huevo e intentó echarlo dentro.
Pero, en vez de la clara y la yema, salió un pollito muy alegre y educado, que dijo, haciendo una reverencia:
—¡Muchas gracias, señor Pinocho, por haberme ahorrado el trabajo de romper la cáscara! ¡Adiós, que te vaya bien, saludos a la familia!
Dicho esto, abrió las alas y, atravesando la ventana, que estaba abierta, voló hasta perderse de vista. El pobre muñeco se quedó paralizado, con los ojos fijos, la boca abierta y las cáscaras del huevo aun en la mano. Cuando se recuperó de su asombro empezó a llorar, a chillar, a patear el suelo, desesperado, mientras decía:
—¡El Grillo-parlante tenía razón! Si no me hubiera escapado de casa, y si mi papá estuviera aquí, ahora no me moriría de hambre. ¡Ay, qué enfermedad más mala es el hambre!
Y como el cuerpo seguía protestando cada vez más, y no sabía qué hacer para calmarlo, pensó en salir de casa y hacer una escapada a la aldea vecina, con la esperanza de encontrar algún alma caritativa que le diese de limosna un trozo de pan.
VI
Pinocho se duerme con los pies sobre el brasero y por la mañana se despierta con ellos quemados.
ERA AQUELLA UNA horrible noche de invierno. Tronaba muy fuerte, relampagueaba como si el cielo fuera a arder, y un ventarrón frío y molesto, que soplaba con furia y levantaba grandes nubes de polvo, hacía crujir y estremecer todos los árboles de la campiña.
Pinocho tenía miedo de los truenos y de los relámpagos, pero el hambre pudo más que el miedo. De modo que abrió la puerta de la casa y, corriendo, llegó en un centenar de saltos al pueblo, con la lengua afuera y el aliento entrecortado, como un perro de caza.
Encontró todo oscuro y desierto. Las tiendas estaban cerradas, las puertas de las casas, cerradas, las ventanas, cerradas, y en las calles no se veía nadie. Parecía un pueblo de muertos.
Entonces Pinocho, presa de la desesperación y del hambre, se aferró a la campanilla de una casa y empezó a tocarla fuertemente, pensando para sí: «Alguien se asomará».
En efecto, se asomó un viejecito con un gorro de dormir en la cabeza, quien gritó, muy enojado:
—¿Qué quieres a estas horas?
—¿Me haría el favor de darme un poco de pan?
—Espera, que ahora vuelvo —respondió el viejo, que creyó que Pinocho era uno de esos muchachos traviesos que se divierten por las noches tocando las campanillas de las casas, para molestar a las gentes honradas que están durmiendo tranquilamente.
Medio minuto después volvió a abrirse la ventana, y la voz del viejecito gritó a Pinocho:
—¡Ponte debajo y prepara el sombrero!
Pinocho, que no tenía sombrero, se acercó y sintió caerle encima una enorme palangana de agua que lo mojó de la cabeza a los pies, como si fuera un florero de geranios mustios.
Volvió a casa mojado como un pollito, agotado por el cansancio y el hambre; como estaba sin fuerzas para tenerse en pie, se sentó, apoyando los pies empapados y enlodados sobre un brasero lleno de brasas.
Allí se durmió; mientras dormía, sus pies, que eran de madera, se prendieron fuego y, poco a poco, se carbonizaron, convirtiéndose en cenizas.
Pinocho seguía durmiendo y roncando, como si sus pies fueran de otro. Por fin se despertó, al hacerse de día, porque alguien había llamado a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, bostezando y restregándose los ojos.
—Soy yo —contestó una voz. Reconoció la voz de Geppetto.
VII
Geppetto vuelve a casa y le da al muñeco la comida que el pobre había traído para sí.
PINOCHO, AÚN CON los ojos cargados de sueño, no había advertido que tenía los pies quemados. Así que, en cuanto oyó la voz de su padre, saltó de la banqueta para correr el pestillo, pero, después de dar dos o tres tumbos, cayó cuan largo era sobre el pavimento.
Al caer en tierra hizo el mismo ruido que hubiera hecho un montón de cacerolas cayendo desde un quinto piso.
—¡Ábreme! —gritaba mientras tanto Geppetto, desde la calle.
—¡No puedo, papá —contestaba el muñeco, llorando y revolcándose por el suelo—.
—¿Por qué no puedes?
—Porque me han comido los pies.
—¿Quién te los ha comido?
—El gato —dijo Pinocho, al ver que el gato se divertía haciendo bailar entre sus patitas delanteras unas virutas.
—¡Te digo que abras! —repitió Geppetto—. ¡Si no, cuando en- tre en casa, ya te daré yo gatos!
—No puedo tenerme en pie, créame. ¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí, tendré que andar con las rodillas toda mi vida!…
Geppetto, creyendo que todos estos lloriqueos eran una nueva travesura del muñeco, decidió acabar con ella de una vez y trepó por el muro, para entrar en casa por la ventana.
Al principio sólo pensó en actuar; pero cuando vio a su Pinocho tendido en tierra y de verdad sin pies, empezó a enternecerse. Lo tomó en seguida en sus brazos y lo besaba y le hacía mil caricias.
Unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas y le dijo, sollozando:
—¡Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?
—No lo sé, papá, pero créame que ha sido una noche terrible y que no olvidaré mientras viva. Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre, y entonces el Grillo-parlante me dijo: «Te está muy bien; has sido malo y te lo mereces», y yo le dije: «¡Cuidado, Grillo!..,» y él me dijo: «Eres un muñeco y tienes la cabeza de madera» y yo le tiré un martillo y él murió, pero la culpa fue suya, porque yo no quería matarlo. Luego puse una olla en el brasero, pero el pollito escapó y me dijo: «Adiós… y saludos a la familia», y cada vez tenía más hambre, y por tal motivo el viejecito con gorro de dormir que se asomó a la ventana me dijo: «Ponte debajo y prepara el sombrero» y yo con aquella palangana de agua en la cabeza (porque el pedir un poco de pan no es una vergüenza, ¿verdad?) y volví en seguida a casa y, como continuaba con hambre, puse los pies sobre el brasero para secarme, y usted ha vuelto, y me los encontré quemados, y sigo teniendo hambre pero ya no tengo pies… ¡Ay!…, ¡ay!…, ¡ay!… ¡ay!…
Y el pobre Pinocho empezó a llorar tan fuerte que lo oían en cinco kilómetros a la redonda.
Geppetto, que de aquel enredado discurso sólo había entendido una cosa: que el muñeco estaba muerto de hambre; sacó del bolsillo tres peras y se las pasó, diciendo:
—Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto. Cómetelas y que te aprovechen.
—Si quiere que las coma, hágame el favor de pelarlas.
—¿Pelarlas? —replicó Geppetto, maravillado—. Nunca hubiera creído, hijo mío, que fueras tan melindroso y delicado de paladar.
¡Mala cosa! En este mundo hay que acostumbrarse desde pequeños a comer de todo, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!
—Quizá tenga usted razón —respondió Pinocho—. Pero nunca comeré una fruta que no esté pelada. No puedo soportar las cáscaras.
El buen Geppetto sacó un cuchillo y, armándose de santa paciencia, peló las tres peras y puso todas las cáscaras en una esquina de la mesa.
Una vez que Pinocho se comió en dos bocados la primera pera, hizo ademán de tirar el corazón; pero
Geppetto le sujetó el brazo, diciéndole:
—No lo tires; en este mundo, todo puede servir.
—¡La verdad que nunca me como el corazón! —gritó el muñeco, revolviéndose como una víbora.
—¿Quién sabe? ¡Pasan tantas cosas! —repitió Geppetto, sin acalorarse.
De modo que los corazones, en vez de ser arrojados por la ventana, quedaron en la esquina de la mesa, en compañía de las cáscaras.
Cuando hubo comido, o mejor dicho, devorado las tres peras, Pinocho abrió la boca en un larguísimo bostezo y dijo, lloriqueando:
—¡Tengo más hambre!
—Pero yo, hijo mío, no tengo más que darte.
—¿Nada de nada?
—Solamente estas cáscaras y estos corazones de las peras.
—¡Paciencia! —dijo Pinocho—. Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.
Y empezó a masticar. Al principio torció un poco la boca; pero luego se tragó en un minuto las cáscaras, una detrás de otra. Después de las cáscaras fueron los corazones y cuando hubo acabado de comerse todo se golpeó muy contento el cuerpo con las manos y dijo, alegremente:
—¡Ahora sí que estoy a gusto!
—Ya vez —dijo Geppetto— que tenía razón cuando te decía que no hay que ser demasiado escrupuloso, ni demasiado delicado de paladar. Querido, nunca se sabe lo que puede ocurrir en este mundo. ¡Pasan tantas cosas!
VIII
Geppetto vuelve a hacerle los pies a Pinocho y vende su casaca para comprarle un silabario.
EL MUÑECO, EN cuanto se le pasó el hambre, empezó a refunfuñar y a llorar porque quería un par de pies nuevos.
Pero Geppetto, para castigarlo por la travesura hecha, lo dejó llorar y desesperarse durante medio día; luego le dijo:
—¿Por qué tendría que volver a hacerte los pies? ¿Para qué te escapes otra vez de casa?
—Le prometo —dijo el muñeco, sollozando— que, de hoy en adelante, seré bueno…
—Todos los niños —replicó Geppetto— dicen lo mismo cuando quieren obtener algo.
—Le prometo que iré a la escuela, que estudiaré y que me luciré…
—Todos los niños, cuando quieren obtener algo, repiten la misma historia.
—¡Pero yo no soy como los otros niños! Soy más bueno que todos y siempre digo la verdad. Le prometo, papá, que aprenderé un oficio y seré el consuelo y el apoyo de su vejez.
Geppetto, que aunque había puesto cara de tirano tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de pena al ver a su pobre Pinocho en aquel lamentable estado, no contestó nada, pero tomó en sus manos los utensilios del oficio y dos trocitos de madera seca, y se puso a trabajar con grandísimo afán.
En menos de una hora había ter minado los pies; dos piececitos ligeros, delgados y nerviosos, como si los hubiera modelado un artista genial. Entonces Geppetto le dijo al muñeco:
—Cierra los ojos y duérmete.
Pinocho cerró los ojos y fingió dormir.
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