Mientras se hacía el dormido, Geppetto, con un poco de cola disuelta en una cáscara de huevo, le pegó los pies en su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se veía la señal.

En cuanto el muñeco advirtió que ya tenía pies, saltó de la mesa en la que estaba tendido y empezó a dar mil tumbos cabriolas, como si hubiera enloquecido de contento.

—Para recompensarle por todo lo que ha hecho por mí —dijo Pinocho a su papá— quiero ir inmediatamente a la escuela.

—¡Buen chico!

—Para ir a la escuela, necesito alguna ropa.

Geppetto, que era muy pobre y no tenía ninguna moneda en el bolsillo, le hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.

En seguida Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua y quedó tan sa tisfecho de sí mismo que dijo, pavoneándose:

—¡Parezco un verdadero señor!

—Desde luego —replicó Geppetto—, pero no lo olvides, no es el buen traje lo que hace al señor, sino el traje limpio.

—A propósito —añadió el muñeco—, para ir a la escuela me falta todavía algo, me falta lo principal.

—¿Qué es?

—Me falta el silabario.

—Tienes razón. Pero, ¿cómo conseguirlo?

—Es facilísimo: se va a una librería y se compra.

—¿Y el dinero?

—Yo no lo tengo.

—Pues yo, menos —añadió el buen viejo, entristeciéndose.

Y Pinocho, aunque era un muchacho muy alegre, se puso también triste, pues la miseria, si es verdadera, la entienden todos, hasta los niños.

—¡Paciencia! —gritó Geppetto, levantándose de un salto. Se puso la vieja casaca de fustán, llena de remiendos y de piezas, y salió corriendo de la casa. Volvió poco después; y cuando volvió traía en la mano el silabario para el chico, pero venía sin casaca. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y en la calle nevaba.

—¿Y la casaca, papá?

—La he vendido.

—¿Por qué la ha vendido?

—Porque me daba calor.

Pinocho comprendió la respuesta al vuelo y, sin poder frenar el ímpetu de su buen corazón, saltó a los brazos de Geppetto y empezó a besarlo por toda la cara.

IX

Pinocho vende su silabario para ir a ver el teatro de títeres.

EN CUANTO DEJÓ de nevar, Pinocho, con su silabario nuevo bajo el brazo, tomó el camino que llevaba a la escuela. Mientras caminaba, iba fantaseando en su cerebro sobre mil razones y mil castillos en el aire, cada cuál más bonito.

Discurriendo por su cuenta, se decía:

—Hoy en la escuela voy a aprender a leer enseguida, mañana aprenderé a escribír, y pasado mañana aprenderé a hacer los números. Después, con mis habilidades ganaré muchas monedas y con el primer dinero que me embolse voy a comprarle a mi papá una bonita casaca de paño. ¿Qué digo, de paño? Se la encargaré de plata y oro, con los botones de brillantes. El pobre se la merece de verdad: para comprarme los libros y hacerme educar se ha quedado en mangas de camisa…¡con este frío! ¡Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…

Mientras , muy conmovido, razonaba así, le pareció oír en lontananza una música de pífanos y golpes de bombo: pi-pi-pi…, pi-pi-pi…,zum, zum, zum, zum.

Se paró a escuchar. Los sonidos llegaban desde el final de una larguísima calle transversal que llevaba a un pueblecito situado a orillas del mar.

—¿Qué será esa música? ¡Lástima que yo tenga que ir a la escuela! Si no…

Se quedó allí, perplejo. De todos modos, había que tomar una resolución; o a la escuela o a oír los pífanos.

—Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a la escuela siempre hay tiempo —dijo finalmente Pinocho, encogiéndose de hombros.

Dicho y hecho; enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las piernas. Cuanto más corría, más claramente oía el sonido de los pífanos y los golpes del bombo: pi-pi-pi…, pi-pi- pi…,pi-pi-pi…, zum, zum, zum, zum.

Y he aquí que se encontró en el centro de una plaza llena de gente, que se amontonaba en torno a un gran barracón de madera y de tela pintada de mil colores.

—¿Qué es ese barracón? —preguntó Pinocho, volviéndose a un muchacho que era de allí, del pueblo.

—Lee la inscripción de ese cartel y lo sabras.

—La leería de buena gana, pero, de momento, no sé leer.

—¡Qué burro! Te la leeré yo. Has de saber que en el cartel está escrito, con letras rojas como el fuego: GRAN TEATRO DE TÍTERES.

—¿Hace mucho que ha empezado la comedia?

—Empieza ahora.

—¿Cuánto hay que pagar por la entrada?

—Cuatro centavos.

Pinocho, con la fiebre de la curiosidad, perdió toda conten- ción y le dijo, sin avergonzarse, al muchacho con quién hablaba:

—¿Me prestarías cuatro centavos hasta mañana?

—Te los daría de buena gana —respondió el otro, burlán- dose—, pero, de momento, no te los puedo dar.

—Te vendo mi chaqueta por cuatro centavos —dijo entonces el muñeco.

—¿Qué quieres que haga con una chaqueta de papel? Si llueve, no hay forma de quitársela de encima.

—¿Quieres comprar mis zapatos?

—Sólo sirven para encender el fuego.

—¿Cuánto me das por el gorro?

—¡Bonita compra! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Solo faltaba que los ratones vinieran a comérselo en mi cabeza!

Pinocho estaba sobre ascuas. A punto de hacer una última oferta, no se atrevía; vacilaba, titubeaba, sufría. Por fin dijo:

—¿Quieres darme cuatro centavos por este silabario nuevo?

—Yo soy niño y no compro nada a otro niño —contestó su pequeño interlocutor, que tenía más juicio que él.

—¡Yo te doy cuatro centavos por el silabario! —gritó un revendedor de ropa usada que asistía a la conversación.

El libro fue vendido en un santiamén. ¡Y pensar que el pobre Geppetto se quedó en casa, temblando de frío, en mangas de camisa, para comprar el silabario a su hijo!

X

Los títeres reconocen a su hermano Pinocho y le tributan un gran recibimiento; pero, en lo mejor de la fiesta, sale el titiritero Comefuego y Pinocho corre el peligro de acabar mal.

CUANDO PINOCHO ENTRÓ en el teatro de títeres sucedió algo que provocó casi una revolución.

Hay que saber que el telón estaba levantado y la comedia había empezado ya.

En el escenario se veía a Arlequín y Polichinela, que peleaban entre ellos y, como de costumbre, se amenazaban con darse bofetadas y garrotazos de un momento a otro.

La platea, muy atenta, se moría de risa al oír el altercado de aquellos dos muñecos, que gesticulaban y se insultaban como si fueran dos animales racionales, dos personas de este mundo.

De repente Arlequín dejó de recitar y, volviéndose al público señaló con la mano a alguien en el fondo de la platea y empezó a gritar, con tono dramático:

—¡Dios del Cielo! ¿Sueño o estoy despierto? Aquél de allí es Pinocho…

—¡Claro que es Pinocho! —gritó Polichinela.

—¡Sí que es él! —chilló la señora Rosaura, haciendo una breve aparición por el fondo del escenario.

—¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! gritaron a coro todos los muñecos, saliendo a saltos de los bastidores—. ¡Es Pinocho, nuestro hermano Pinocho!

—¡Viva Pinocho!…

—¡Pinocho, ven conmigo! —gritó Arlequín—. ¡Ven a arrojarte a los brazos de tu hermano de madera!

Ante esta afectuosa invitación, Pinocho dio un salto y, desde el fondo de la platea, pasó a las primeras filas de butacas; luego, dando otro salto, se subió a la cabeza del director de la orquesta y desde allí se encaramó al escenario.

Es imposible figurarse los abrazos, los apretones, y las cabezadas de verdadera y sincera her mandad que recibió Pinocho, en medio de aquella confusión, de los actores y actrices de la compañía de títeres.

El espectáculo era conmovedor. Pero el público del teatro, viendo que la comedia no continuaba, se impacientó y empezó a gritar:

—¡Queremos la comedia, queremos la comedia!

Fue aliento perdido, porque los muñecos, en vez de continuar con la representación, redoblaron los gritos y el bullicio y, subiendo a Pinocho en sus hombros, lo llevaron en triunfo ante las luces de las candilejas.

Entonces apareció el titiritero, un hombretón feo que daba miedo sólo mirarlo. Tenía una barba negra como un borrón de tinta, y tan larga que llegaba desde el mentón al suelo; basta con decir que, cuando andaba, se la pisaba. Su boca era ancha como un horno, sus ojos parecían faroles de vidrio rojo, con la luz encendida dentro, y con las manos hacía chasquear una gruesa fusta, hecha de piel de serpientes y de colas de zorro entrelazadas.

Ante la inesperada aparición del titiritero todos enmudecieron: nadie resolló. Se habría oído volar una mosca. Los pobres muñecos, hombres y mujeres, temblaban.

—¿Por qué has venido a organizar semejante desbarajuste en mi teatro? —preguntó el titiritero a Pinocho, con un vozarrón de ogro, como si tuviera un enorme resfrío.

—¡Créame, ilustrísimo señor, la culpa no es mía!…

—¡Basta! Esta noche ajustaremos cuentas.

Y, en efecto, cuando acabó la representación de la comedia, el titiritero fue a la cocina, donde le habían preparado para cenar un buen cordero, que giraba lentamente, ensartado en el asador. En vista de que faltaba leña para terminar de asarlo, llamó a Arlequín y Polichinela y les dijo:

—Tráiganme a ese muñeco que encontrarán colgado de un clavo. Me parece que es un muñeco hecho de leña muy seca y estoy seguro de que, si lo echo al fuego, me dará una estupenda fogata para el asado. Arlequín y Polichinela vacilar on al principio; pero, aterrorizados, por una mirada de su amo, obedecieron, y poco después volvían a la cocina con el pobre Pinocho en brazos; éste, debatiéndose como una anguila fuera del agua, chillaba desesperadamente:

—¡Papá, sálvame! ¡No quiero morir, no quiero morir!…

XI

Comefuego estornuda y perdona a Pinocho, quien, después, salva de la muerte a su amigo Arlequín.

EL TITIRITERO COMEFUEGO (éste era su nombre) parecía un hombre horrendo, sobre todo con aquella barba negra que, a modo de delantal, le cubría todo el pecho y las piernas; pero, en el fondo, no era mala persona. La prueba es que, cuando vio delante de sí a aquel pobre Pinocho, que se debatía desesperadamente, gritando: «¡No quiero morir, no quiero morir!», empezó a conmoverse y a apiadarse de él y, tras haber resistido un poco, no pudo más y dejó escapar un sonoro estornudo.

Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces había estado afligido y doliente como un sauce llorón, alegró la cara e, inclinándose sobre Pinocho, le susurró bajito:

—Buenas noticias, hermano. El titiritero ha estornudado y eso es señal de que ha tenido compasión de ti; ya estás a salvo.

Mientras todos los hombres, cuando se apiadan de alguien, lloran o por lo menos fingen secarse los ojos, Comefuego, en cambio, cada vez que se enternecía de verdad le daba por estornudar. Era un modo como otro cualquiera de dar a entender la sensibilidad de su corazón.

Después de que hubo estornudado, el titiritero, haciéndose el mal genio, gritó a Pinocho:

—¡Deja de llorar! Tus lamentos me han producido un cosquilleo aquí, en el estómago… Siento una congoja que casi, casi… ¡atchís, atchís! —Y estornudó otras dos veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.

—¡Gracias! ¿Viven tu padre y tu madre? —le preguntó Comefuego.

—Mi padre, sí; a mi madre no la he conocido.

—¡Hay que ver qué pena tendría tu anciano padre si yo ahora te hiciera arrojar a estos carbones ardientes! ¡Pobre viejo, lo compadezco!… ¡Atchís. atchís, atchís! —y estornudó otras tres veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.

—¡Gracias! También hay que compadecerme a mí, porque, como vez, no me queda leña para acabar de asar ese cordero; ¡y tú, la verdad, me habrías venido muy bien! Pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia.