Saldremos a medianoche para estar mañana, de madrugada, en el Campo de los Milagros.
Entraron en la posada y se sentaron ante una mesa; pero ninguno de los tres tenía apetito.
El pobre Gato, que se sentía gravemente indispuesto del estómago, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes con salsa de tomate y cuatro raciones de callos a la parmesana. Y como los callos no le parecían bastante sazonados, pidió tres veces mantequilla y queso rallado.
La Zorra hubiera picado con gusto algo; pero el médico le había prescrito una grandísima dieta y tuvo que contentarse con una simple liebre y con un ligerísimo guiso de pollos cebados. Después de la liebre se hizo servir, como aperitivo, un guisado de perdices, conejos y ranas, y ya no quiso más. La comida le daba tales náuseas, según ella, que no podía llevarse nada a la boca.
Quien comió menos de todos fue Pinocho. Pidió una nuez y un cachito de pan y los dejó en el plato.
El pobre niño, con el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, había sufrido una indigestión anticipada de monedas de oro. Cuando acabaron de cenar, la Zorra le dijo al posadero:
—Dénos dos buenas habitaciones, una para el señor Pinocho y otra para mí y mi compañero. Antes de partir, dormiremos un cor to tiempo. Pero no olvide que a medianoche deben despertarnos para continuar nuestro viaje.
—Sí, señores —respondió el posadero, y guiñó un ojo a la Zorra y al Gato, como diciendo: «¡He comprendido al vuelo! ¡Entendido!»
Tan pronto como Pinocho se metió en la cama quedó dormido de golpe y empezó a soñar. En su sueño, le parecía que estaba en medio de un campo y este campo estaba lleno de arbolitos cargados de racimos, y estos racimos estaban cargados de monedas de oro; bamboleándose a impulsos del viento, hacían zin, zin, zin, como si quisieran decir: «Quien nos quiera, que venga a sacarnos». Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando alargó la mano para agarrar a puñados todas aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, lo despertaron de repente tres violentísimos golpes dados en la puerta de la habitación.
Era el posadero, que venía a decirle que ya habían dado las doce.
—¿Mis compañeros están listos? —preguntó el muñeco.
—Más que listos. Se han marchado hace dos horas.
—¿Por qué tanta prisa?
—Porque el Gato ha recibido el mensaje de que la vida de su gatito mayor, enfermo de sabañones en los pies, corría peligro.
—¿Y han pagado la cena?
—¿Qué cree usted? Son personas demasiado educadas para hacer tal afrenta a su señoría.
—¡Lástima! ¡Me hubiera gustado tanto esa afrenta!… —dijo Pinocho, rascándose la cabeza.
Después, preguntó:
—¿Y dónde han dicho que me esperan esos buenos amigos?
—En el Campo de los Milagros, mañana, al despuntar el día. Pinocho pagó una moneda por su cena y la de sus compañeros, y partió.
Se puede decir que partió a ciegas, pues fuera de la hostería había una oscuridad tan grande que no se veía nada. En el campo no se oía moverse una hoja. Solamente algunos pajarracos nocturnos atravesaban el camino, de cerco a otro, y venían a golper con sus alas la nariz de Pinocho, el cual, retrocediendo de un salto, temeroso, gritaba: «¿Quién va?», y el eco de las colinas circundantes repetía, en lontananza: «¿Quién va?… ¿Quién va?… ¿Quién va?…»
Entonces, mientras caminaba, vio sobre el tronco de un árbol un animalito que relucía con una luz pálida y opaca, como una mariposa dentro de una lámpara.
—¿Quién eres? —preguntó Pinocho.
—Soy la sombra del Grillo-parlante —respondió el animalito con una voz muy débil, que parecía venir del más allá.
—¿Qué quieres de mí? —dijo el muñeco.
—Quiero darte un consejo. Retrocede y lleva las cuatro monedas que te han quedado a tu padre, que llora y se desespera porque no te ha vuelto a ver.
—Mañana mi padre será un gran señor, porque estas cuatro monedas se convertirán en dos mil.
—No te fíes, muchacho, de los que prometen hacerte rico de la noche a la mañana. Normalmente, o son locos o embusteros. Créeme, retrocede.
—Yo, sin embargo, quiero continuar.
—¡Es muy tarde!…
—Quiero continuar.
—La noche es oscura…
—Quiero continuar.
—El camino es peligroso…
—Quiero continuar.
—Acuérdate que los niños que pretenden obrar a su capricho y a su modo, tarde o temprano se arrepienten.
—Las historias de siempre. Buenas noches, Grillo.
—Buenas noches, Pinocho, y que el cielo te salve del rocío y de los asesinos.
Una vez dichas estas últimas palabras, el Grillo-parlante se apagó de golpe, como se apaga una vela a la que soplan, y el camino quedó más oscuro que antes.
XIV
Pinocho, por no haber dado crédito a los buenos consejos del Grillo-parlante tropieza con los asesinos.
—DESDE LUEGO —dijo para sí el muñeco, con- tinuando su viaje, nosotros, los niños, somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos reprenden, todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza convertirse en nuestros padres y maestros; a todos, hasta a los Grillos-parlantes. Ya lo estoy viendo: ¡como no he querido hacer caso a ese pesado de Grillo, quién sabe cuántas desgracias me van a suceder, según él! ¡Hasta voy a encontrarme con los asesinos! Menos mal que yo no creo en los asesinos, ni he creído nunca. Para mí que los asesinos han sido inventados a propósito por los padres, para meter miedo a los niños que quieren salir por la noche. Y, además, aunque los encontrara aquí, en el camino, ¿me darían miedo? Ni soñarlo. Me encararía con ellos, gritando: «Señores asesinos, ¿qué quieren de mí? No olviden que conmigo no se juega. Conque, ¡sigan con sus asuntos y calladitos!». Ante estas palabras, dichas seriamente, me parece ver a esos pobres asesinos escapando, rápidos como el viento. Y en el caso de que fueran tan mal educados como para no escapar, escaparía yo, y así acabaríamos…
Pero Pinocho no pudo terminar su razonamiento, porque en ese momento le pareció oír a sus espaldas un levísimo crujir de hojas.
Se volvió a mirar y vio en la oscuridad a dos figuras negras, completamente encapuchadas en dos sacos de carbón, que corrían detrás de él a saltos y de puntillas, como si fueran dos fantasmas.
—¡Aquí lo tenemos! —se dijo; y, no sabiendo dónde esconder las cuatros monedas, se las escondió en la boca, precisamente debajo de la lengua.
Después trató de escapar. Pero aún no había dado el primer paso cuando sintió que lo agarraban por los brazos y oyó dos voces horribles y cavernosas, que le dijeron:
—¡La bolsa o la vida!
Pinocho, que no podía contestar a causa de las monedas que tenía en la boca, hizo mil gestos y pantomimas para dar a entender a los dos encapuchados, de los cuales no se veían más que los ojos a través de los agujeros del saco, que él era un pobre muñeco, y que no tenía en el bolsillo ni siquiera un céntimo falso.
—¡Vamos, vamos! ¡Menos cháchara y saca el dinero! —gritaban amenazadoramente los dos bandidos.
El muñeco hizo con la cabeza y con las manos un ademán como diciendo: «No tengo».
—¡Saca el dinero o date por muerto! —repitió el otro.
—Y después de matarte a ti, ¡mataremos también a tu padre!
—¡También a tu padre!
—¡No, no, no! ¡A mi pobre padre, no! —gritó Pinocho, con desesperado acento; pero, al gritar así, las monedas resonaron en su boca.
—¡Ah, tunante! ¡Conque te has escondido el dinero bajo la lengua! ¡Escúpelo ahora mismo!
Y Pinocho, como si no oyese.
—¡Ah! ¿Te haces el sordo? ¡Espera un poco, que te lo haremos escupir nosotros!
En efecto, uno de ellos aferró al muñeco por la punta de la nariz y el otro lo cogió por la barbillas empezaron a tirar descomedidamente, hacia un lado y otro, para obligarlo a abrir la boca; pero no hubo caso. La boca del muñeco parecía clavada y remachada.
Entonces el asesino más bajo de estatura sacó un gran cuchillo y trató de clavárselo a modo de palanca y de cincel, entre los labios; pero Pinocho, rápido como un relámpago, le enganchó la mano entre los dientes y, después de habérsela arrancado del mordisco, la escupió; figurénse su asombro cuando advirtió que, en vez de una mano, había escupido al suelo una zarpa de gato.
Animado por esta primera victoria, se libró por la fuerza de las uñas de los asesinos y, saltando el cerco del camino, empezó a huir a campo traviesa. Los asesinos corrían tras él como dos perros detrás de una liebre; y el que había perdido una pata corría con una sola pierna, y nunca se supo cómo se las arreglaba.
Tras una carrera de quince kilómetros, Pinocho no podía más.
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