Entonces, viéndose perdido, trepó por el tronco de un altísimo pino y se sentó en lo alto de las ramas. Los asesinos trataron de trepar también, pero resbalaron a la mitad del tronco y, al caer al suelo, se despellejaron las manos y los pies.

No por ello se dieron por vencidos; más aún, recogieron un haz de leña seca al pie del pino y le prendieron fuego. En menos de lo que se tarda en decirlo, el pino empezó a arder y a quemarse como una candela agitada por el viento. Pinocho, al ver que las llamas subían cada vez más, y no queriendo terminar como un pichón asado, dio un buen salto desde la copa del árbol y se lanzó a correr a través de los campos y de los viñedos. Y los asesinos detrás, siempre detrás, sin cansarse nunca.

Entretanto, comenzaba a amanecer y seguían persiguiéndolo; de repente, Pinocho se encontró con un foso ancho y hondísimo, lleno de un agua sucia, de color café con leche, que le impedía el paso. ¿Qué hacer?

—¡Una, dos, tres! —gritó el muñeco y, tomando carrera, saltó a la otra parte.

Y los asesinos saltaron también, pero no calcularon bien la distancia y, ¡cataplum!… cayeron justo en el medio del foso. Pinocho, que oyó la zambullida y las salpicaduras del agua, gritó mientras reía y segura corriendo:

—¡Buen baño, señores asesinos!

Y ya se fíguraba que se habían ahogado cuando, al volverse a mirar, advirtió que ambos corrían detrás de él, siempre encapuchados con los sacos y soltando agua como dos cestos desfondados.

XV

Los asesinos persiguen a Pinocho y cuando lo alcanzan lo cuelgan de una rama de la Gran Encina.

PINOCHO, YA SIN ÁNIMO, estaba a punto de arrojarse al suelo y darse por vencido, cuando, al girar los ojos en torno, vio blanquear en lontananza, entre el verde oscuro de los árboles, una casita blanca como la nieve.

—Si me quedara aliento para llegar hasta la casa, quizás estaría a salvo —se dijo.

Y, sin duda un minuto, continuó corriendo por el bosque con renovadas fuerzas. Y los asesinos, detrás siempre. Después de una desesperada carrera de casi dos horas, llegó jadeante a la puerta de la casita y llamó. No contestó nadie. Volvió a llamar con violencia, pues oía acercarse el rumor de los pasos y la afanosa respiración de sus perseguidores.

El mismo silencio.

Advirtiendo que el llamar no servía de nada, empezó, en su desesperación, a dar patadas y cabezadas a la puerta.

Entonces se asomó a la ventana una hermosa joven de cabellos azules y rostro blanco como una figura de cera, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover los labios, dijo con una vocecita que parecía llegar del otro mundo:

—En esta casa no hay nadie. Están todos muertos.

—¡Ábreme tú, por lo menos! —gritó Pinocho, llorando y suplicando.

—Yo también estoy muerta.

—¿Muerta? Y entonces, ¿qué haces en la ventana?

—Espero el ataúd que vendrá a llevarme.

Apenas dicho esto la niña desapareció y la ventana se cerró sin hacer ruido.

—¡Oh, hermosa niña de cabellos azules —gritaba Pinocho, ábreme, por caridad! Ten compasión de un pobre niño perseguido por los ases…

Pero no pudo acabar la palabra, pues sintió que lo aferraban por el cuello y oyó los consabidos vozarrones, que gruñían amenazadoramente:

—¡Ahora ya no escaparás!

El muñeco, viendo relampaguear la muerte ante sus ojos, fue acometido por un temblor tan fuerte que, al temblar, le sonaban las junturas de sus piernas de madera y las cuatro monedas que tenía escondidas bajo la lengua.

—Entonces —le preguntaron los asesinos—, ¿quieres abrir la boca, sí o no? ¡Ah! ¿No contestas?… Deja, deja: ¡esta vez te la haremos abrir nosotros!…

Y sacandos dos cuchillos muy largos, afilados como navajas de afeitar, ¡zas!…. le encajaron dos cuchilladas entre los riñones.

Por suerte el muñeco estaba hecho de una madera durísima y por tal motivo, las dos hojas, quebrándose, se hicieron mil pedazos y los asesinos se quedaron mirándose las caras, con el mango de los cuchillos en la mano.

—Ya sé —dijo entonces uno de ellos—, es preciso ahorcarlo. ¡Ahorquémoslo!

—¡Ahorquémoslo! —repitió el otro.

Dicho y hecho. Le ataron las manos a la espalda, le pasaron un nudo corredizo en torno al cuello y lo colgaron de la rama de un gran árbol, llamado la Gran Encina.

Luego se quedaron allí, sentados en la hierba, esperando que el muñeco muriera; pero, tres horas después, continuaba con los ojos abiertos, la boca bien cerrada, y pataleaba más que nunca.

Aburrido al fin de esperar, se volvieron a Pinocho y le dijeron, riendo burlonamente:

—Adiós, hasta mañana. Esperamos que cuando volvamos aquí mañana tendrás la amabilidad de estar bien muerto y con la boca abierta de par en par.

Y se fueron.

Entretanto se había levantado un impetuoso viento que, soplando y rugiendo rabiosamente, azotaba de aquí para allá al pobre ahorcado, haciéndolo oscilar tan violentamente como el badajo de una campana que llama a una fiesta. Este bamboleo le ocasionaba agudísimas contracciones y el nudo corredizo, apretándose cada vez más a la garganta, le cortaba la respiración.

Poco a poco se le iban apagando los ojos; y aunque sentía acercarse la muerte, seguía esperando que de un momento a otro pasara un alma caritativa y lo ayudara. Pero cuando, espera que te esperarás, vio que no aparecía nadie, le vino a la mente su pobre padre… y balbuceó, casi moribundo:

—¡Oh, papá! ¡Si estuvieras aquí!

No tuvo aliento para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas y, dando una gran sacudida, se quedó tieso.

XVI

La hermosa joven de los cabellos azules hace recoger al muñeco, lo pone en la cama y llama a tres médicos para saber si está vivo o muerto.

MIENTRAS EL POBRE Pinocho, colgado por los asesinos de una rama de la Gran Encina, parecía ya más muerto que vivo, la hermosa joven de los cabellos azules se asomó a la ventana y, apiadada ante la visión de aquel infeliz que, suspendido por el cuello, bailaba con las ráfagas del viento, juntó tres veces las manos y dio tres palmaditas.

A esta señal se oyó un gran ruido de alas, que se batían precipitadamente, y un enorme Halcón vino a posarse en el alféizar de la ventana.

—¿Qué ordenas, mi graciosa Hada? —preguntó el Halcón, bajando el pico en señal de reverencia (pues hay que saber que la niña de los cabellos azules era una bondadosa Hada que vivía desde hacía más de mil años en las cercanías de aquel bosque).

—¿Ves aquel muñeco que cuelga de una rama de la Gran Encina?

—Lo veo.

—Vuela hacia allá inmediatamente, rompe con tu pico el nudo que lo tiene suspendido en el aire, y pósalo delicadamente sobre la hierba, al pie de la Encina.

El Halcón salió volando y volvió dos minutos después, diciendo:

—Ya está hecho lo que me has ordenado.

—¿Cómo lo has encontrado? ¿Vivo o muerto?

—A primera vista parecía muerto, pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he desatado el nudo corredizo que le apretaba el cuello, ha dejado escapar un suspiro.

Entonces el Hada dio dos palmadas y apareció un magnífico perro de aguas, que caminaba erguido sobre las patas de atrás, como si fuera un hombre.

El Perro de aguas estaba vestido de cochero, con librea de gala. Tenía en la cabeza un sombrero de tres picos, galoneado de oro, y una peluca blanca con rizos que le bajaban por el cuello; vestía una levita de color chocolate, con botones de brillantes y dos grandes bolsillos para guardar los huesos con que lo regalaba su ama, un par de pantalones cortos de terciopelo carmesí, me- dias de seda y zapatos escotados, y llevaba detrás una especie de funda de paraguas, toda de raso azul, para meter el rabo cuando empezaba a llover.

—¡Aprisa, Medoro! —ordenó el Hada al Perro—. Haz enganchar en seguida la más hermosa carroza de mi cuadra y toma el camino del bosque. Cuando llegues a la Gran Encina encontrarás, tendido en la hierba, a un pobre muñeco, medio muerto. Recógelo con cuidado, pósalo delicadamente sobre los cojines de la carroza y tráemelo aquí. ¿Entendido?

El Perro, para dar a entender que había comprendido, meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul que tenía detrás y partió como un rayo. Poco después se vio salir de la cuadra una hermosa carroza del color del aire, acolchada con plumas de canario y forrada en su interior con nata, crema y pastelillos. Tiraban de la carroza cien pares de ratones blancos, y el perro, sentado en el pescante, restallaba el látigo a derecha e izquierda, como un cochero que teme llegar con retraso.

Aún no había pasado un cuarto de hora y ya estaba de vuelta la carroza. El Hada, que esperaba en la puerta de la casa, tomó en sus brazos al pobre muñeco y, llevándolo a la habitación que tenía las paredes de madreperla, mandó llamar inmediatamente a los médicos más famosos de la vecindad.

Los médicos llegaron en seguida, uno tras otro. Eran un Cuervo, una Lechuza y un Grillo-parlante.

—Señores, quisiera saber por ustedes —dijo el Hada, dirigiéndose a los tres médicos reunidos en torno al lecho de Pinocho—, quisiera saber por ustedes si este desgraciado muñeco está vivo o muerto…

Ante esta invitación, el Cuervo, adelantándose el primero, tomó el pulso a Pinocho; luego le tocó la nariz y los dedos meñiques de los pies; cuando hubo palpado todo bien, pronunció solemnemente estas palabras:

—A mi entender, el muñeco está bien muerto; pero, si por desgracia no estuviera muerto, entonces sería indicio seguro de que está vivo.

—Lo siento —dijo la Lechuza—, pero tengo que contradecir al Cuervo, mi ilustre amigo y colega. Para mí, el muñeco está vivo; pero, si por desgracia no estuviera vivo, entonces sería señal de que está verdaderamente muerto.

—Y usted, ¿no dice nada? —preguntó el Hada al Grillo-parlante.

—Yo digo que el médico prudente, cuando no sabe lo que dice, lo mejor que puede hacer es callarse.

Además, este muñeco no es una cara nueva para mí. ¡Lo conozco hace mucho!

Pinocho, que hasta entonces había estado inmóvil como un verdadero pedazo de madera, tuvo una especie de temblor convulsivo que hizo vibrar todo el lecho.

—Este muñeco —continuó el Grillo— es un pícaro redomado…

Pinocho abrió los ojos y los cerró inmediatamente.

—Es un pilluelo, un perezoso, un vagabundo… Pinocho escondió la cara bajo las sábanas.

—¡Este muñeco es un hijo desobediente, que hará morir de pena a su pobre padre!

En este momento se oyó en la habitación un sonido ahogado de llantos y sollozos.