¿Quieres venir con nosotros? En media hora estarás allí; siembras en seguida las cuatro monedas; al cabo de pocos minutos recoges dos mil y esta noche regresas aquí con los bolsillos llenos. ¿Quieres venir con nosotros?
Pinocho vaciló un poco, al acordarse de la buena Hada, del viejo Geppetto y de las advertencias del Grillo-parlante; pero acabó por hacer lo que todos los niños que no tienen ni pizca de juicio; es decir, acabó por sacudir la cabeza y decir a la Zorra y al Gato:
—Vamos; voy con ustedes.
Y se fueron.
Después de caminar durante medio día, llegaron a una ciudad que se llamaba «Atrapa-bobos». En cuanto entró en la ciudad, Pinocho vio las calles llenas de perros pelados que bostezaban de hambre, de ovejas esquiladas que temblaban de frío, de gallinas sin cresta y sin barbas que pedían la limosna de un grano de maíz, de grandes mariposas que no podían volar porque habían vendido sus bellísimas alas coloreadas, de pavos reales sin cola que se avergonzaban de dejarse ver, de faisanes que caminaban a pequeños pasos, echando de menos sus brillantes plumas de oro y plata, perdidas para siempre.
En medio de esta multitud de pordioseros y de pobres pasaba, de vez en cuando, una carroza señorial, llevando en su interior una zorra, una urraca o algún ave de rapiña.
—¿Dónde está el Campo de los Milagros? —preguntó Pinocho.
—Está ahí, a dos pasos.
Atravesaron la ciudad y salieron de las murallas para ir a detenerse en un campo solitario, que, a primera vista, era como todos los demás campos.
—Ya hemos llegado —dijo la Zorra al muñeco—. Ahora inclínate a tierra, excava con las manos un pequeño hoyo y mete dentro las monedas de oro.
Pinocho obedeció. Excavó el hoyo y puso dentro las cuatro monedas de oro que le habían quedado; luego recubrió el hoyo con un poco de tierra.
—Ahora —dijo la Zorra—, ve a la acequia cercana, saca un balde de agua y riega el terreno donde has sembrado.
Pinocho fue a la acequia y, como no tenía un balde, se quitó del pie un zapato, lo llenó de agua y regó la tierra que cubría el hoyo. Después preguntó:
—¿Qué más debo hacer?
—Nada más —contestó la Zorra—. Ya podemos irnos. Tú, vuelve dentro de veinte minutos, y encontrarás el árbol ya crecido y con las ramas cargadas de monedas.
El pobre muñeco, fuera de sí por la alegría, dio mil veces las gracias a la Zorra y al Gato, y les prometió un buen regalo.
—No queremos regalos —contestaron aquellos dos malean- tes—. Nos basta con haberte enseñado la forma de enriquecerte sin esfuerzo y estamos más contentos que unas pascuas.
Dicho esto se despidieron de Pinocho y, augurándole una buena cosecha, se fueron a sus asuntos.
XIX
A Pinocho le roban sus monedas de oro y en castigo sufre cuatro meses de prisión.
EL MUÑECO VOLVIÓ a la ciudad y empezó a contar los minutos, uno a uno; cuando le pareció que ya era hora, emprendió el camino al Campo de los Milagros. Mientras caminaba con paso presuroso, el corazón le latía muy fuerte y le hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de pared que corriera mucho. Iba pensando para sus adentros:
Mientras caminaba con paso presuroso, el corazón le latía muy fuerte y le hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de pared que corriera mucho. Iba pensando para sus adentros:
—¿Y si en vez de mil monedas encontrase dos mil en las ramas del árbol?… ¿Y si en vez de dos mil encontrase cinco mil?… ¿Y si en vez de cinco mil encontrase cien mil?… ¡Oh, me convertiría en un gran señor!… Tendría un hermoso palacio, mil caballitos de madera y mil cuadras, para poder jugar, una bodega de licores finos y una estantería llena de confituras, tortas, pan dulce, almendrados y barquillos con crema.
Fantaseando así, llegó cerca del campo y se detuvo a ver si distinguía algún árbol con las ramas cargadas de monedas, pero no vio nada. Dio otros cien pasos, y nada; entró en el campo…, fue justamente al sitio del hoyo donde había enterrado sus monedas, y nada. Entonces se quedó pensativo y, olvidando las Reglas de la educación y de la buena crianza, se sacó una mano del bolsillo y empezó rascarse la cabeza.
En ese momento llegó a sus oídos una gran risotada; volviéndose, vio sobre un árbol un gran Papagayo, que se despiojaba las pocas plumas que tenía encima.
—¿Por qué te ríes? —preguntó Pinocho, con voz airada.
—Me río porque, al despiojarme las plumas, me he hecho cosquillas bajo las alas.
El muñeco no contestó. Fue a la acequia, llenó de agua el zapato y se puso a regar de nuevo la tierra que recubría las monedas de oro. Otra risotada, aún más impertinente que la primera, se dejó oír en la silenciosa soledad del campo.
—¡Vamos a ver! —exclamó Pinocho, enfurecido—. ¿Se puede saber, Papagayo mal educado, de qué te ríes?
—Me río de los bobos que se creen todas las bobadas y se dejan estafar por los que son más listos que ellos.
—¿Te refieres a mí?
—Claro que me refiero a ti, pobre Pinocho, a ti, que eres tan ingenuo que crees que el dinero se puede sembrar y recoger en el campo, como se siembran los porotos y los zapallos. También yo lo creí en tiempos y ahora pago mis culpas. Hoy (¡demasiado tarde!) me he persuadido de que, para reunir honradamente algún dinero, hay que saberlo ganar con el trabajo de las manos y con el ingenio de la cabeza.
—No te entiendo —dijo el muñeco, que ya empezaba a temblar de miedo.
—¡Paciencia! Me explicaré mejor —añadió el Papagayo—. Has de saber que, mientras estabas en la ciudad, la Zorra y el Gato han vuelto a este campo, han sacado las monedas de oro enterradas y después han huido como el viento. ¡Listo será el que los alcance!
Pinocho se quedó con la boca abierta y, no pudiendo creer las palabras del Papagayo, empezó a excavar con manos y uñas el terreno que había regado. Y, excava que te excava, hizo un hoyo tan profundo que hubieran cabido en él un pajar, pero las monedas no estaban.
Entonces, presa de la desesperación, volvió corriendo a la ciudad y fue derecho al tribunal, a denunciar ante el juez a los dos malandrines que le habían robado.
El juez era un viejo simio de la raza de los Gorilas, respetable por su avanzada edad, por su barba blanca y, especialmente, por sus lentes de oro, sin cristales, que estaba obligado a llevar continuamente a causa de una enfermedad a los ojos que lo atomentaba desde hacía años.
Pinocho, en presencia del juez, contó con pelos y señales el inicuo fraude de que había sido víctima; dio los nombres, apellidos y señas de los malandrines y acabó pidiendo justicia.
El juez lo escuchó con benignidad, se interesó muchísimo por el relato, se enterneció y conmovió; cuando el muñeco no tuvo nada más que añadir, alargó la mano y tocó una campanilla.
Al campanillazo acudieron dos mastines vestidos de guardias. Entonces el juez les dijo a los guardias, señalándoles a Pinocho:
—A ese pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así que aprésenlo y llévenlo en seguida a la cárcel.
El muñeco, al oír por sorpresa esta sentencia, se quedó turulato y quiso protestar; pero los guardias, para evitar inútiles pérdidas de tiempo, le taparón la boca y lo condujeron al calabozo.
Allí tuvo que permanecer cuatro meses, cuatro larguísimos meses; y hubiera permacido aún más tiempo si no fuera por una afortunada casualidad. Porque hay que saber que el joven Emperador que reinaba en la ciudad de Atrapa-bobo obtuvo una gran victoria sobre sus enemigos y ordenó grandes fiestas públicas, luminarias, fuegos artificiales, carreras de caballos y de velocípedos, y, en señal de gran júbilo, quiso que se abrieran todas las cárceles y que salieran de ellas los malandrines.
—Si salen de prisión los demás, también quiero salir yo —dijo
Pinocho al carcelero.
—Usted, no —respondió el carcelero—, porque no es de ésos.
—Lo siento —replicó Pinocho—; yo también soy un malandrín.
—En ese caso, tiene toda la razón —dijo el carcelero; y, quitándose respetuosamente el gorro, lo saludó, le abrió las puertas de la prisión y lo dejó marchar.
XX
Pinocho sale de la prisión, se dispone a volver a casa del Hada. En el camino encuentra una horrible serpiente y después queda aprisionado en un cepo.
FIGÚRENSE LA ALEGRÍA de Pinocho cuando se vio libre. De inmediato salió de la ciudad y tomó el camino a la casita del Hada de cabellos azules.
A causa del tiempo lluvioso, el camino se había convertido en un pantano y uno se hundía en él hasta media pierna.
Pero el muñeco no se preocupó.
Atormentado por el deseo de volver a ver a su padre y a su hermanita de cabellos azules, corría a saltos, como un lebrel, y, al correr, se salpicaba hasta el gorro. Mientras tanto, se iba diciendo:
—¡Cuántas desgracias me han sucedido!… Y me las merezco, porque soy un muñeco testarudo y quisquilloso…. y siempre quiero hacer las cosas a mi manera, sin dar crédito a los que me quieren y tienen mil veces más juicio que yo… Pero, de ahora en adelante, me propongo cambiar de vida y convertirme en un muchacho bueno y obediente… Tanto más, cuanto que he visto que los niños desobedientes van siempre de cabeza y no hacen nada bien. ¿Me habrá esperado mi padre?… ¿Lo encontraré en casa del Hada? Hace tanto tiempo, pobrecillo, que no lo veo, que me consumo por hacerle mil caricias y darle besos. ¿Y el Hada? ¿Me perdonará la fea acción que le hice?… ¡Pensar que he recibido de ella tantas atenciones y tan cariñosos cuidados!… ¡Y pensar que, si aún estoy vivo, a ella se lo debo!… ¿Acaso hay un muchacho más ingrato y con menos corazón que yo?
Mientras iba razonando así se paró de golpe, espantado, y retrocedió cuatro pasos.
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