¿Qué había visto?

Había visto una enorme Serpiente, extendida de través en el camino, que tenía la piel verde, los ojos de fuego y una cola puntiaguda que humeaba como una chimenea.

Imposible imaginar el miedo del muñeco; se alejó más de medio kilómetro y se sentó en un montón de piedras, esperando a que la Serpiente se fuese, de una vez a sus asuntos y dejara libre el camino.

Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente continuaba allí y desde lejos se veían brillar sus ojos de fuego y la columna de humo que le salía de la punta de la cola.

Entonces Pinocho, armándose de valor, se acercó a pocos pasos de distancia y, con una vocecita dulce, insinuante y sutil, dijo a la serpiente:

—Disculpe, señora Serpiente, ¿me haría el favor de hacerse un poquito a un lado para dejarme pasar?

Fue lo mismo que hablar a una pared. La Serpiente no se movió.

Volvió entonces a decir, con la misma vocecita:

—Debe usted saber, señora Serpiente, que voy a mi casa, donde me espera mi padre, a quien no veo desde hace mucho tiempo… ¿Me permite que siga mi camino?

Esperó una respuesta a su pregunta, pero la respuesta no llegó. La Serpiente, que hasta entonces parecía vigorosa y llena de vida, se quedó inmóvil y casi rígida. Se le cerraron los ojos y la cola dejó de echar humo:

—¿Estará muerta de verdad? —dijo Pinocho, frotándose las manos de gusto; y, sin pensarlo mucho, intentó subirse encima, para pasar al otro lado del camino. Pero aún no había acabado de levantar la pierna cuando la Serpiente se irguió de repente, como un muelle; el muñeco, al echarse atrás, espantado, tropezó y cayó al suelo; y cayó con tan mala fortuna que quedó con la cabeza enterrada en el fango del camino y con las piernas tiesas en el aire.

Al ver a aquel muñeco que pataleaba, cabeza abajo, a una velocidad increíble, le dio a la Serpiente una convulsión de risa tan grande que rió, rió, rió y, al fin, del esfuerzo de tanto reír, se le reventó una vena del pecho; y entonces se murió de verdad.

Pinocho empezó a correr para llegar a casa del Hada antes de que se hiciese de noche. Pero, no pudiendo resistir en el camino las terribles dentelladas del hambre, entró en un campo con la intención de comerse unos pocos granos de uvas moscatel.

¡Nunca lo hubiera hecho!

Apenas llegó a las vides, ¡crac!…, sintió que le oprimían las piernas dos cortantes hierros, que le hicieron ver todas las estrellas del cielo.

El pobre muñeco había sido apretado por un cepo apostado por los campesinos para atrapar garduñas, que eran el azote de todos los gallineros de las cercanías.

XXI

Pinocho es apresado por un campesino, el cual lo obliga a hacer de perro guardián en su gallinero.

PINOCHO COMO SE pueden imaginar, empezó a llorar, a chillar, a quejarse; pero eran llantos y gritos inútiles, porque no se veían casas en los alrededores y por el camino no pasaba un alma.

Mientras tanto, se hizo de noche.

En parte por el dolor del cepo, que le apretaba las canillas, y en parte por el miedo de encontrarse solo en la oscuridad, en medio de los campos, el muñeco empezaba casi a desvanecerse; de repente, viendo pasar una luciérnaga sobre su cabeza, la llamó y le dijo:

—¡Luciernaguita! ¿Me harías la caridad de librarme de este suplicio?

—¡Pobre chico! —replicó la Luciérnaga, parándose a mirarlo apiadada—. ¿Cómo te han atenazado las piernas esos afilados hierros?

—He entrado en el campo para coger dos racimos de estas uvas moscatel y…

—¿Las uvas eran tuyas?

—No…

—¿Quién te ha enseñado, pues, a llevarte, lo de los demás?

—Tenía hambre…

—El hambre, hijo mío, no es una buena razón para apropiarnos de lo que no es nuestro.

—¡Es verdad, es verdad! —gritó Pinocho, llorando— ¡Pero no lo volveré a hacer!

En ese momento el diálogo fue interrumpido por un levísimo ruido de pasos que se acercaban. Era el dueño del campo, que venía, de puntillas, a ver si alguna de las garduñas que se comían de noche sus pollos había quedado enganchada en el cepo.

Su asombro fue muy grande cuando, sacando la linterna que llevaba bajo el gabán, se dio cuenta de que, en vez de una garduña, había prendido un niño.

—¡Ah, ladronzuelo! —dijo el campesino, encolerizado—. ¡Así que eres tú el que roba mis gallinas!

—¡Yo no, yo no! —gritó Pinocho, sollozando. ¡Entré en el campo solamente para coger dos racimos de uvas!…

—Quien roba uvas es muy capaz de robar también pollos. Te daré una lección que no olvidarás fácilmente.

Y, abriendo el cepo, aferró al muñeco por el cogote y se lo llevó en vilo hasta la casa, como si llevara un corderito recién nacido.

Llegado a la era, ante la casa, lo arrojó al suelo y, poniéndole un pie en el cuello, le dijo:

—Ya es tarde y quiero acostar me. Mañana ajustaremos cuentas. Entre tanto, como hoy se ha muerto el perro que guardaba de noche la casa, ahora mismo ocuparás su puesto. Me servirás de perro guardián.

Dicho y hecho; le colocó en el cuello un gran collar, completamente cubierto de puntas de latón, y se lo apretó bien, para que no se lo pudiera quitar pasando la cabeza por dentro.

El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, y la cadena, fijada al muro.

—Si esta noche —dijo el campesino— empezara a llover, puedes acostarte en aquella caseta de madera, donde aún está la paja que durante cuatro años ha servido de cama a mi pobre perro. Y si por desgracia vinieran los ladrones, no olvides tener los oídos bien abiertos y ladrar.

Después de esta última advertencia el campesino entró en la casa y cerró la puerta con varias vueltas de llave; el pobre Pinocho se quedó acurrucado en la era, más muerto que vivo, a causa del frío, el hambre y el miedo. Y de vez en cuando, metiendo rabiosamente las manos dentro del collar que le oprimía el cuello, decía, llorando:

—¡Me lo tengo merecido! ¡Desde luego que sí! He querido ser perezoso, vagabundo…. he querido hacer caso de las malas compañías y por eso la desgracia me persigue. Si hubiera sido un muchacho bueno, como hay muchos, si hubiera querido estudiar y trabajar, si me hubiera quedado en casa con mi pobre padre, no estaría aquí a estas horas, en medio del campo, haciendo de perro guardián en casa de un campesino. ¡Oh, si pudiera nacer otra vez!… Pero ya es tarde; ¡paciencia!

Tras este pequeño desahogo, que le salía del corazón, entró en la caseta y se durmió.

XXII

Pinocho descubre a los ladrones y, en recompensa por haber sido fiel, es puesto en libertad.

HACÍA MÁS DE dos horas que dormía a pierna suelta cuando, a media noche, lo despertó un susurro y un cuchicheo de vocecitas extrañas, que le pareció oír en la era. Sacó la punta de la nariz por la abertura de la caseta y vio, reunidos en consejo, a cuatro animales de pelaje oscuro, que parecían gatos. Pero no eran gatos; eran garduñas, animalillos carnívoros muy aficionados a los huevos y a los pollitos. Una de las garduñas, separándose de sus compañeras, fue hacia la caseta y dijo en voz baja:

—Buenas noches, Melampo.

—Yo no me llamo Melampo —contestó el muñeco.

—Entonces, ¿quién eres?

—Soy Pinocho.

—¿Y qué haces ahí?

—Hago de perro guardián.

—¿Dónde está Melampo? ¿Dónde está el viejo perro que vivía en esta caseta?

—Ha muerto esta mañana.

—¿Muerto? ¡Pobre animal! ¡Era tan bueno!… Pero, a juzgar por tu cara, también tú debes ser un perro amable.

—¡Por favor, yo no soy un perro!…

—Pues, ¿qué eres?

—Soy un muñeco.

—¿Y haces de perro guardián?

—Desgraciadamente. ¡Es un castigo!

—Bueno, pues te propongo el mismo pacto que tenía con el difunto Melampo; quedarás contento.

—¿Qué pacto es ése?

—Nosotras vendremos una vez a la semana, como antes, a visitar por la noche este gallinero, y nos llevaremos ocho gallinas. De esas gallinas, siete nos las comeremos nosotras y una te la daremos a ti, a condición, claro está, de que finjas dormir y no se te ocurra ladrar y despertar al campesino.

—¿Melampo hacía eso? —preguntó Pinocho.

—Claro que lo hacía y siempre hemos estado de acuerdo. Así que duérmete tranquilamente; puedes estar seguro de que, antes de partir, te dejaremos en la caseta una gallina completamente pelada para la comida de mañana. ¿Nos hemos entendido?

—¡Demasiado bien! … —contestó Pinocho; y movió la cabeza de for ma amenazadora, como si hubiera querido decir : «Volveremos a hablar de ello».

Las cuatro garduñas, creyéndose seguras, fueron derechas al gallinero, que estaba muy cerca de la caseta del perro; abrieron, a fuerza de uñas y dientes, la portezuela de madera que cerraba la entrada y se deslizaron en el interior, una tras otra. Pero aún no habían acabado de entrar cuando oyeron cerrarse la portezuela, con gran violencia.

Quien la había cer rado era Pinocho, el cual, no con- tento con cerrarla, puso delante una gran piedra, a guisa de puntal, para mayor seguridad. Después empezó a ladrar como si fuera un perro guardián, haciendo con la voz guau, guau, guau.

Ante los ladridos, el campesino saltó de la cama, cogió el fusil y, asomándose a la ventana, preguntó:

—¿Qué hay de nuevo?

—¡Están los ladrones!

—¿Dónde están?

—En el gallinero.

—Ahora mismo bajo.

En efecto, en un momento bajó el campesino, entró a la carrera en el gallinero y tras haber atrapado y encerrado en un saco a las cuatro garduñas, les dijo con acento de verdadero gozo:

—¡Al fin han caído en mis manos! Podría castigarlas, pero no soy tan cruel. Me contentaré con llevarlas mañana al posadero del pueblo vecino, que las despellejará y guisará como a liebres. Es un honor que no se merecen, pero los hombres generosos como yo no reparan en esas pequeñeces.

Después se acercó a Pinocho y empezó a hacerle muchas caricias, preguntándole, entre otras cosas:

—¿Qué has hecho para descubrir el complot de estas cuatro ladronzuelas? ¡Pensar que Melampo, mi fiel Melampo, nunca se dio cuenta de nada!

El muñeco hubiera podido contar lo que sabía; es decir, hubiera podido contar el vergonzoso pacto existente entre el perro y las garduñas.