No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.
—¿Tiene ya la fotografía?
—Sé dónde está.
—¿Y cómo lo descubrió?
—Ya le dije a usted que ella me lo indicaría.
—Sigo a oscuras.
—No quiero hacer del asunto un misterio —exclamó, riéndose—. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.
—Lo barrunté.
—Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.
—También llegué a penetrar en ese detalle.
—Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, Y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.
—¿Y de qué le sirvió mi acción?
—De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera. Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, huí de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo; pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado quizá se echase todo a perder.
—¿Y ahora? —le pregunté.
—Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.
—¿A qué hora irán ustedes?
—A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres.
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