Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.
Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar:
—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.
Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un Joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:
—Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?
III
Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostada cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación.
—¿De verdad que se apoderó usted de ella? —exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.
—Todavía no.
—Pero ¿confía en hacerlo?
—Confío.
—Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.
—Necesitamos un carruaje.
—No, tengo esperando mi brougham.
—Eso simplifica las cosas.
Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.
—Irene Adler se ha casado —hizo notar Holmes.
—¡Que se ha casado! ¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Y con quién?
—Con un abogado inglés apellidado Norton.
—Pero no es posible que esté enamorada de él.
—Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.
—Y ¿por qué ha de esperarlo usted?
—Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.
—Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien: ojalá que ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!
El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.
La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:
—En señor Sherlock Holmes, ¿verdad?
—Yo soy el señor Holmes —contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.
—Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.
—¡Cómo! —exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa—. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?
—Para nunca más volver.
—¿Y esos documentos? —preguntó con voz ronca el rey—. Todo está perdido.
—Eso vamos a verlo.
Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada, y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: «Para el señor Sherlock Holmes.—La retirará él en persona.» Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así:
«Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó usted por completo. Hasta después de la alarma del fuego no sospeché nada. Pero entonces, al darme cuenta de que yo había traicionado mi secreto, me puse a pensar. Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, ése sería usted, sin duda alguna. Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.
»Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.
»Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer, al vernos perseguidos por tan formidable adversario, era huir; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya mañana a visitarme. Por lo que hace a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente.
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