Sólo es visitada por un visitante varón, pero lo es con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton del colegio de abogados de Inner Temple3. Fíjese en todas las ventajas que ofrece para ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al cabo de la calle sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña. Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado lo cual sonaba de una manera ominosa. ¿Qué clase de relaciones existía entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.

—Le sigo a usted con gran atención —le contesté.

—Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa, gritó al cochero que esperase, e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona, al otro lado de las ventanas del cuarto de estar, se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente, y agitaba los brazos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió a salir aquel hombre con muestras de llevar aún más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un reloj de oro del bolsillo, y miró la hora con gran ansiedad. «Salga como una exhalación —gritó—. Primero a Gross y Hankey, en Regent Street, y después a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Hay media guinea para usted si lo hace en veinte minutos!». Allá se fueron, y, cuando yo estaba preguntándome si no haría bien en seguirlos, veo venir por la travesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero traía aún a medio abrochar la chaqueta, y el nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras que los extremos de las correas de su atalaje saltan fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo tiempo de parar delante de la puerta, cuando salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió al coche. No hice sino verla un instante, pero me di cuenta de que era una mujer adorable, con una cara como para que un hombre se dejase matar por ella. «A la iglesia de Santa Mónica, John —le gritó—, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.» Watson, aquello era demasiado bueno para perdérselo. Estaba yo calculando que me convenía más, si echar a correr o colgarme de la parte trasera del landó; pero en ese instante vi acercarse por la calle a un coche de alquiler. El cochero miró y remiró al ver un cliente tan desaseado; pero yo salté dentro sin darle tiempo a que pusiese inconvenientes, y le dije: «A la iglesia de Santa Mónica, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.» Eran veinticinco para las doce y no resultaba difícil barruntar de qué se trataba. Mi cochero arreó de lo lindo. No creo que yo haya ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo cierto es que los demás llegaron antes.