Cuando lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se hallaban delante de la iglesia, con sus caballos humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda prisa en la iglesia. No había en ella un alma, fuera de las dos a quienes yo había venido siguiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz, que parecía estar arguyendo con ellos. Se hallaban los tres formando grupo delante del altar. Yo me metí por el pasillo lateral muy sosegadamente, como uno que ha venido a pasar el tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpresa mía, los tres que estaban junto al altar se volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a todo correr hacia mí. «¡Gracias a Dios! —exclamó—. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!» «¿Qué ocurre?», pregunté. «Venga, hombre, venga. Se trata de tres minutos, o de lo contrario, no será legal.» —Me llevó medio a rastras al altar, y antes que yo comprendiese de qué se trataba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban al oído, y saliendo garante de cosas que ignoraba por completo y, en términos generales, colaborando en unir con firmes lazos a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí me tiene usted entre el caballero, a un lado mío, que me daba las gracias, y al otro lado la dama, haciendo lo propio, mientras el clérigo me sonreía delante, de una manera beatífica. Fue la situación más absurda en que yo me he visto en toda mi vida, y fue el recuerdo de la misma lo que hizo estallar mi risa hace un momento. Por lo visto, faltaba no sé qué requisito a su licencia matrimonial, y el clérigo se negaba rotundamente a casarlos si no presentaban algún testigo; mi afortunada aparición ahorró al novio la necesidad de lanzarse a la calle a la búsqueda de un padrino. La novia me regaló un soberano, que yo tengo intención de llevar en la cadena de mi reloj en recuerdo de aquella ocasión.

—Las cosas han tomado un giro inesperado —dije yo—. ¿Qué va a ocurrir ahora?

—Pues, la verdad, me encontré con mis planes seriamente amenazados. Saqué la impresión de que quizá la pareja se iba a largar de allí inmediatamente, lo que requeriría de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. Sin embargo, se separaron a la puerta de la iglesia, regresando él en su coche al Temple y ella en el suyo a su propia casa. Al despedirse, le dijo ella: «Me pasearé, como siempre, en coche a las cinco por el parque.» No oí más. Los coches tiraron en diferentes direcciones, y yo me marché a lo mío.

—Y ¿qué es lo suyo?

—Pues a comerme alguna carne fiambre y beberme un vaso de cerveza —contestó, tocando la campanilla—. He andado demasiado atareado para pensar en tomar ningún alimento, y es probable que al anochecer lo esté aún más. A propósito doctor, me va a ser necesaria su cooperación.

—Encantado.

—¿No le importará faltar a la ley?

—Absolutamente nada.

—¿Ni el ponerse a riesgo de que lo detengan?

—No, si se trata de una buena causa.

—¡Oh, la causa es excelente!

—Entonces, cuente conmigo.

—Estaba seguro de que podía contar con usted.

—Pero ¿qué es lo que desea de mí?

—Se lo explicaré una vez que la señora Turner haya traído su bandeja. Y ahora —dijo, encarándose con la comida sencilla que le había servido nuestra patrona—, como es poco el tiempo de que dispongo, tendré que explicárselo mientras como. Son ya casi las cinco. Es preciso que yo me encuentre dentro de dos horas en el lugar de la escena. La señorita, o mejor dicho, la señora Irene, regresará a las siete de su paseo en coche. Necesitamos estar junto al Pabellón Briony para recibirla.

—Y entonces, ¿qué?

—Déjelo eso de cuenta mía. Tengo dispuesto ya lo que tiene que ocurrir. He de insistir tan sólo en una cosa. Ocurra lo que ocurra, usted no debe intervenir.