Pero tuvo una nueva inspiración.
–Dime, Tom: para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? ¡Desabróchate la chaqueta!
Toda sombra de alarma desapareció de la faz de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello estaba cosido, y bien cosido.
–¡Diablo de chico! Estaba segura de que habrías hecho rabona y de que te habrías ido a nadar. Me parece, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.
Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, y se complacía de que Tom hubiera tropezado y caído en la obediencia por una vez.
Pero Sid dijo:
–Pues mire usted: yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.
–¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!
Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:
–Siddy, buena zurra te va a costar.
Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra, blanco.
«Si no es por Sid no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno a otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid me las ha de pagar, ¡reconcho!»
No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo conocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.
Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento, del mismo modo como las desgracias de los mayores se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarle un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto le hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella. No hay duda que en cuanto a lo intenso, hondo y acendrado del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.
Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto Tom suspendió el silbido: un forastero estaba ante él; un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo. El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto era simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas y más rota y desastrada le iba pareciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda.
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