Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:
–Yo te puedo.
–Pues anda y haz la prueba.
–Pues sí que te puedo.
–¡A que no!
–¡A que sí!
–¡A que no!
Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom:
–Y tú, ¿cómo te llamas?
–¿Y a ti que te importa?
–Pues si me da la gana vas a ver si me importa.
–¿Pues por qué no te atreves?
–Como hables mucho lo vas a ver.
–¡Mucho…, mucho…, mucho!
–Tú te crees muy gracioso; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.
–¿A que no me la das?…
–¡Vaya un sombrero!
–Pues atrévete a tocármelo.
–Lo que eres tú es un mentiroso.
–Más lo eres tú.
–Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza.
–¡A que no!
–Lo que tú tienes es miedo.
–Más tienes tú.
Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor. Después empezaron a empujarse hombro con hombro.
–Vete de aquí -dijo Tom.
–Vete tú -contestó el otro.
–No quiero.
–Pues yo tampoco.
Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:
–Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.
–¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo yo uno mayor que el tuyo y que si lo coge lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.)
–Eso es mentira.
–¡Porque tú lo digas!
Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:
–Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas tener. El que se atreva se la gana.
El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo:
Ya está: a ver si haces lo que dices.
–No me vengas con ésas; ándate con ojo.
–Bueno, pues ¡a que no lo haces!
–¡A que sí! Por dos centavos lo haría.
El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente.
Tom los tiró contra el suelo.
En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.
–¡Date por vencido!
El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.
–¡Date por vencido! – y siguió el machacamiento.
Al fin el forastero balbuceó un «me doy», y Tom le dejó levantarse y dijo:
–Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.
El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer «la primera vez que lo sorprendiera». A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgulloso continente. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y en seguida volvió grupas y corrió como un antíope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Tom malo, tunante v ordinario, ordenándole que se largase de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.
Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.
CAPÍTULO II
Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.
El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.
Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando Las muchachas de Búffalo. Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos de una hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:
–Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.
Jim sacudió la cabeza y contestó:
–No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie.
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