Nos caeríamos muertos…; ¿no lo sabes?

–Me figuro que sí.

Continuaron cuchicheando un rato. De pronto un perro lanzó un largo y lúgubre aullido al lado de la misma casa, a dos varas de ellos. Los chicos se abrazaron impetuosamente muertos de espanto.

–¿Por cuál de nosotros dos será? – balbuceó Huckleberry.

–No lo sé…; mira por la resquebraja ¡De prisa!

–No; mira tú, Tom.

–No puedo…, no puedo, Huck.

–Anda, Tom… ¡Ya vuelve otra vez!

–¡Ah! ¡Gracias a Dios! Conozco el ladrido; ése es Bull Harbison2

–¡Cuánto me alegro! Te digo que estaba medio acabado del susto. Hubiera apostado a que era un perro sin amo.

El perro repitió el aullido. A los chicos se les encogió de nuevo el corazón.

–¡Dios nos socorra! Ése no es Bull Harbison -murmuró Huckleberry-. ¡Mira, Tom, mira!

Tom, tiritando de miedo, cedió y asomó el ojo a la rendija. Apenas se percibía su voz cuando dijo:

–¡Ay, Huck! Es un perro sin amo.

–Dime, Tom, ¿por cuál de los dos será?

–Debe de ser por los dos, puesto que estamos juntos.

–¡Ay, Tom! Me figuro que muertos somos. Y bien me sé a dónde iré cuando me muera. ¡He sido tan malo!

–¡Yo me lo he buscado! Esto viene de hacer rabona, Huck, y de hacer todo lo que le dicen a uno que no haga. Yo podía haber sido bueno, como Sid, si hubiera querido…; pero no quise; no, señor. Pero si salgo de ésta, seguro que me voy a atracar de escuelas dominicales.

Y Tom empezó a sorber un poco por la nariz.

–¡Tú malo!… Y Huckleberry comenzó también a hablar gangoso-. ¡Vamos, Tom, que tú eres una alhaja al lado de lo que yo soy! ¡Dios, Dios, Dios, si yo tuviese la mitad de tu suerte!

Tom recobró el habla y dijo:

–¡Mira, Huck, mira! ¡Está vuelto de espaldas a nosotros!

Huck miró, con el corazón saltándole de gozo.

–¡Verdad es! ¿Estaba así antes?

–Sí, así estaba. Pero yo, ¡tonto de mí!, no pensé en ello. ¡Qué alegría, Huck! Y ahora, ¿por quién será?

El aullido cesó. Tom aguzó el oído.

–¡Chist!… ¿Qué es eso? – murmuró.

–Parece…, parece gruñir de cerdos. No, es alguno que ronca, Tom.

–¿Será eso? ¿hacia dónde, Huck?

–Yo creo que es allí en la otra punta. Parece como ronquido. Mi padre solía dormir allí algunas veces con los cerdos; pero él ronca, ¡madre mía!, que levanta las cosas del suelo. Además, me parece que no ha de volver ya nunca, por este pueblo.

El prurito de aventuras se despertó en ellos de nuevo.

–Huck, ¿te atreves a ir si yo voy delante?

–No me gusta mucho: Supónte que fuera Joe el Indio.

Tom se amilanó. Pero la tentación volvió sobre ellos con más fuerza, y los chicos decidieron hacer la prueba; pero en la inteligencia de que saldrían disparados si el ronquido cesaba. Fueron, pues, hacia allá en puntillas, cautelosamente, uno tras otro. Cuando estaban ya a cinco pasos del roncador, Tom pisó un palitroque, que se rompió con un fuerte chasquido. El hombre lanzó un gruñido, se movió un poco, y su cara quedó iluminada por la luna. Era Muff Potter. A los chicos se les había paralizado el corazón, y los cuerpos también, cuando el hombre se movió; pero se disipó ahora su temor. Salieron, otra vez en puntillas, por entre los rotos tablones que formaban el muro, y se pararon a poca distancia para cambiar unas palabras de despedida. El prolongado y lúgubre aullido se alzó otra vez en la quietud de la noche. Volvieron los ojo y vieron al perro vagabundo parado a pocos pasos de donde yacía Potter y vuelto hacia él, con el hocico apuntando al cielo.

–¡Es por él! – dijeron a un tiempo los dos.

–Oye Tom, dicen que un perro sin amo estuvo aullando alrededor de la casa de Johnny Miller, a media noche, hace dos semanas, y un chotacabras vino y se posó en la barandilla y cantó la misma noche, y nadie se ha muerto allí todavía.

–Bien; ya lo sé. Y, aunque no se hayan muerto, ¿no se cayó Gracia Miller en el fogón de la cocina y se quemó toda el mismo sábado siguiente?

–Sí, pero no se ha muerto. Y además dicen que está mejor.

–Bueno; pues aguarda y ya verás.