Esa se muere: tan seguro como que Muff Potter ha de morir. Eso es lo que dicen los negros, y ellos saben todo lo de esa clase de cosas, Huck.
Después se separaron pensativos.
Cuando Tom trepó a la ventana de su alcoba la noche tocaba a su término. Se desnudó con extremada precaución y se quedó dormido, congratulándose de que nadie supiera su escapatoria. No sabía que Sid, el cual roncaba tranquilamente, estaba despierto y lo había estado desde hacía más de una hora.
Cuando Tom despertó Sid se había vestido y ya no estaba allí. En la luz, en la atmósfera misma, notó Tom vagas indicaciones de que era tarde. Se quedó sorprendido. ¿Por qué no le habían llamado, martirizándole hasta que le hacían levantarse, como de costumbre? Esta idea le llenó de fatídicos presentimientos. En cinco minutos se vistió y bajó las escaleras, sintiéndose dolorido y mareado. La familia estaba todavía a la mesa, pero ya habían terminado el desayuno. No hubo ni una palabra de reproche; pero sí miradas que se esquivaban, un silencio y un aire tan solemne, que el culpable sintió helársele la sangre. Se sentó y trató de parecer alegre, pero era machacar en hierro frío; no despertó una sonrisa, no halló en nadie respuesta y se sumergió en el silencio, dejando que el corazón se le bajase a los talones.
Después del desayuno su tía lo llevó aparte, y Tom casi se alegró, con la esperanza de que le aguardaba una azotaina; pero se equivocó. Su tía se echó a llorar, preguntándole cómo podía ser así y cómo no le daba lástima atormentarla de aquella manera; y, por fin, le dijo que siguiera adelante por la senda de la perdición y acabase matando a disgustos a una pobre vieja, porque ella ya no había de intentar corregirle. Esto era peor que mil vapuleos, y Tom tenía el corazón aún más dolorido que el cuerpo. Lloró, pidió que le perdonase, hizo promesas de enmienda, y se terminó la escena sintiendo que no había recibido más que un perdón a medias y que no había logrado inspirar más que una mediocre confianza.
Se apartó de su tía demasiado afligido para sentir ni siquiera deseos de venganza contra Sid, y por tanto la rápida retirada de éste por la puerta trasera fue innecesaria. Con abatido paso se dirigió a la escuela, meditabundo y triste, y soportó la acostumbrada paliza, juntamente con Joe Harper, por haber hecho rabona el día antes con el aire del que tiene el ánimo ocupado con grandes pesadumbres y no está para hacer caso de niñerías. Después ocupó su asiento, apoyó los codos en la mesa y la quijada en las manos y se quedó mirando la pared frontera con la mirada petrificada, propia de un sufrimiento que ha llegado al límite y ya no puede ir más lejos. Bajo el codo sentía una cosa dura. Después de un gran rato cambió de postura lenta y tristemente, y cogió el objeto, dando un suspiro. Estaba envuelto en un papel. Lo desenvolvió. Siguió otro largo, trémulo, descomunal suspiro, y se sintió aniquilado. ¡Era el boliche de latón! Esta última pluma acabó de romper el espinazo del dromedario.
CAPÍTULO XI
Cerca de mediodía todo el pueblo fue repentinamente electrificado por la horrenda noticia. Sin necesidad del telégrafo -aún no soñado en aquel tiempo-, el cuento voló de persona a persona, de grupo a grupo, de casa a casa, con poco menos que telegráfica velocidad. Por supuesto, el maestro de la escuela dio fiesta para la tarde: a todo el pueblo le habría parecido muy extraño si hubiera obrado de otro modo. Una navaja ensangrentada había sido hallada junto a la víctima, y alguien la había reconocido como perteneciente a Muff Potter: así corría la historia. Se decía también que un vecino que se retiraba tarde había sorprendido a Potter lavándose en un arroyo a eso de la una o las dos de la madrugada, y que Potter se había esquivado en seguida: detalles sospechosos, especialmente el del lavado, por no ser costumbre de Muff Potter. Se decía además que toda la población había sido registrada en busca del «asesino» (el público no se hace esperar en cuanto a desentenderse de pruebas y llegar al veredicto), pero no habían podido encontrarlo. Había salido gente a caballo por todos los caminos, y el sheriff tenía la seguridad de que lo cogerian antes de la noche.
Toda la población marchaba hacia el cementerio. Las congojas de Tom se disiparon, y se unió a la procesión, no porque no hubiera preferido mil veces ir a cualquiera otro sitio, sino porque una temerosa inexplicable fascinación, le arrastraba hacia allí. Llegado al siniestro lugar, fue introduciendo su cuerpecillo por entre la compacta multitud, y vio el macabro espectáculo.
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