Al instante, otro par de ojos proyectaron su mirada sobre el hombre-mono; siguieron otros dos, y un par más… hasta que una veintena cumplida de guerreros salvajes, espantosamente ataviados, estuvieron cuerpo a tierra a lo largo de la cresta del promontorio, dedicados a la contemplación asombrada de aquel extraño ser de piel blanca.
El viento soplaba en su dirección, por lo que el efluvio de los guerreros no llegaba al hombre-mono y, como estaba medio vuelto de espaldas hacia ellos, no los vio franquear cautelosamente el filo superior del promontorio y descender a través de las tupidas hierbas, en dirección a la playa donde Tarzán seguía echado.
Eran individuos altos y corpulentos, todos ellos, con la cabeza cubierta por bárbaros tocados y los rostros pintados grotescamente. Los numerosos adornos de metal y las plumas de chillones colores añadían más fiereza a su montaraz aspecto.
Al llegar al pie de la colina, se incorporaron con el mayor sigilo para, doblados por la cintura y empuñadas amenazadoramente las estacas de guerra, avanzar en silencio hacia el hombre blanco, que continuaba ajeno al peligro.
La pesadumbre que sus acongojados pensamientos introducían abrumadoramente en el cerebro de Tarzán tuvo el efecto nefasto de obnubilar la agudeza de sus facultades perceptivas, de forma que los salvajes que se le acercaban casi llegaron hasta él antes de que el hombre-mono se percatase de que no estaba solo en la playa.
Sin embargo, su rapidez de reflejos y sus músculos respondían a la menor señal de alarma con tal celeridad y sincronización que ya se había levantado y plantaba cara a sus enemigos casi en la misma décima de segundo en que el instinto le dijo que algo se movía a su espalda. Al ponerse en pie de un salto, los guerreros lanzaron su ataque, precipitándose hacia él, con las estacas en alto y los gritos salvajes surgiendo aterradores de las gargantas. Pero los que marchaban en vanguardia encontraron una muerte repentina, abatidos en seco por el grueso garrote del hombre-mono, cuya ágil y elástica figura irrumpió de inmediato entre los agresores, para voltear su estaca a diestro y siniestro, furiosa, demoledoramente, con tal precisión y eficacia que el pánico no tardó en cundir en las filas de los negros.
Se retiraron momentáneamente, los que quedaban con vida, y mantuvieron un apresurado conciliábulo a cierta distancia de Tarzán, que los observaba erguido, cruzado de brazos, con una irónica semisonrisa en los labios. Al cabo de unos minutos, se echaron adelante de nuevo, esta vez con los venablos de guerra enarbolados. Se encontraban entre el hombre-mono y la selva, formando un pequeño semicírculo que fue cerrándose sobre él a medida que los negros avanzaban.
A Tarzán le pareció que contaba con pocas esperanzas de salir bien librado de la carga definitiva, cuando los guerreros lanzaran simultáneamente sus grandes venablos. Pero si deseaba escapar de aquella trampa no tenía más salida que abrirse paso a través de las filas de los salvajes… A no ser que prefiriese retroceder, arrojarse al agua y huir por el mar.
Comprendía que se encontraba en un aprieto realmente serio cuando, de pronto, una idea se encendió en su cerebro y la sonrisita se transformó en sonrisa de oreja a oreja. Los guerreros se encontraban lejos aún para lanzar los venablos; avanzaban despacio y, de acuerdo con la costumbre de los de su clase, inundaban de estrépito el aire con sus selváticos gritos y el repiqueteo de los pies descalzos al batir el suelo rítmicamente en su saltarina y fantástica danza de guerra.
Fue entonces cuando el hombre-mono consideró oportuno elevar la voz en una serie de alaridos salvajes, sobrenaturales, que dejaron instantáneamente paralizados y perplejos a los negros. Los guerreros intercambiaron miradas interrogadoras, porque aquel sonido era tan pavoroso que incluso el sobrecogedor estruendo que armaban ellos resultaba insignificante en comparación con él. No existía garganta humana capaz de modular tan bestiales notas, de eso estaban seguros, y, no obstante, habían visto con sus propios ojos que aquel hombre blanco había abierto la boca para vociferar por ella el espantoso grito.
Pero el titubeo sólo duró unos segundos, luego, como un solo hombre, los guerreros reanudaron su alucinante avance sobre la presa. Pero casi de inmediato, un súbito chasquido que resonó a sus espaldas detuvo otra vez a los negros, y cuando volvieron la mirada hacia el punto donde se produjo el nuevo ruido, los ojos desorbitados por el sobresalto vieron un espectáculo que muy bien podía helar la sangre de hombres mucho más valerosos que los wagambis.
Surgiendo de entre la exuberante vegetación que crecía en el borde de la jungla una pantera enorme se plantó de un salto en la playa, fulgurantes los ojos y al aire los temibles colmillos. Le seguían una veintena de impresionantes monos peludos, medio erguidos sobre sus cortas y arqueadas extremidades inferiores; sus largos brazos tocaban el suelo en el punto donde los encallecidos nudillos sostenían el peso del gigantesco cuerpo cuando avanzaban bamboleándose de un lado a otro en su grotesco caminar.
Las fieras de Tarzán acudían a su llamada.
Antes de que los wagambis se recuperaran del asombro, la escalofriante horda los acometió por un lado, mientras Tarzán hacía lo propio por el otro. Los mortíferos venablos surcaron el aire y se voltearon los pesados garrotes de guerra, pero aunque varios monos cayeron para no volver a levantarse, también se desplomaron sin vida muchos hombres de Ugambi.
Los inexorables dientes y las zarpas desgarradoras de Sheeta desollaron y arrancaron trozos de carne a los negros. Los formidables colmillos amarillentos de Akut se hundieron en la yugular de más de uno de aquellos salvajes de piel reluciente, mientras Tarzán de los Monos parecía estar en todas partes, animando a sus feroces aliados y utilizando el largo y afilado cuchillo para cobrar costosos impuestos al enemigo.
Los wagambis no tardaron en huir a la desbandada para salvar la piel, pero de la veintena que había descendido por las laderas cubiertas de hierba del promontorio sólo uno logró escapar con vida a la turba que acababa de arrollar a su pueblo.
El superviviente era Mugambi, jefe de los wagambis de Ugambi, y cuando desapareció engullido por la tupida y lujuriante maleza que crecía en la parte alta de la colina, sólo los penetrantes ojos del hombre-mono vieron la dirección que tomó en su huida.
Tarzán de los Monos dejó que sus huestes se saciaran devorando la carne de las víctimas -carne que él no podía tocar- y salió en persecución del único guerrero que escapó con vida de aquella refriega sangrienta. En la otra vertiente del promontorio divisó al fugitivo, que corría a grandes zancadas hacia la alargada canoa de guerra varada bastante dentro de la Playa, a donde no llegaba la pleamar.
Tan silencioso como si fuera la propia sombra del negro, el hombre-mono corrió tras el aterrado wagambi. La imaginación del hombre blanco acababa de tramar un nuevo plan, inspirado por la canoa de guerra. Si aquellos hombres habían llegado allí procedentes de otra isla, o desde el continente, ¿por qué no aprovechar aquella embarcación para dirigirse de vuelta al territorio del que habían venido? Era evidente que se trataba de una zona habitada y sin duda mantenía relaciones con el continente africano, si es que no pertenecía a él.
Una pesada mano se abatió sobre el hombro del huido Mugambi antes de que se apercibiese de que alguien le seguía, y cuando se volvió para plantar batalla a su atacante unos dedos gigantescos le atenazaron las muñecas y le arrojaron contra el suelo. Y antes de que pudiera descargar un solo golpe ya tenía a un gigante sentado a horcajadas sobre su cuerpo.
En el lenguaje de la costa occidental africana, Tarzán preguntó al hombre inmovilizado en el suelo, bajo su peso:
–¿Quién eres?
–Mugambi, jefe de los wagambis -respondió el negro.
–Te perdonaré la vida -propuso Tarzán-, si te comprometes a ayudarme a abandonar esta isla. ¿Qué contestas?
–Te ayudaré -accedió Mugambi-. Pero habéis matado a todos mis guerreros y no sé si podré marcharme de tu territorio, porque no habrá nadie que se encargue de los remos y sin remeros no podremos atravesar las aguas.
Tarzán se levantó y permitió a su prisionero ponerse en pie. El salvaje era un magnífico ejemplar del género humano; en cuanto al físico, una espléndida reproducción en negro del gigante blanco frente al que se encontraba.
–¡Vamos! – instó el hombre-mono, y echó a andar en dirección al punto donde sonaban los gruñidos y rugidos de las fieras entregadas al banquete. Mugambi retrocedió, asustado.
–Nos matarán -previno.
–No lo creo -repuso Tarzán-. Me pertenecen.
El negro vaciló, nada convencido, temeroso de las consecuencias de un acercamiento a aquellas criaturas terribles que se estaban dando un atracón con los cadáveres de los guerreros wagambis. Pero Tarzán le obligó a acompañarle. Emergieron de la selva y ante sus ojos apareció el escalofriante espectáculo que se desarrollaba en la playa. Al ver a los dos hombres, las fieras alzaron la cabeza y dejaron oír gruñidos amenazadores, pero Tarzán se metió entre los simios, arrastrando consigo al tembloroso jefe wagambi.
Del mismo modo que había enseñado a los monos a aceptar a Sheeta, los enseñó también a adoptar a Mugambi, lo que le resultó mucho más fácil. Sin embargo, Sheeta parecía incapaz de entender por qué se le había convocado para devorar a los guerreros de Mugambi y en cambio no se le permitía hacer lo mismo con éste. A pesar de todo, como se había saciado a gusto, decidió contentarse con dar vueltas en torno al empavorecido salvaje, aunque, eso sí, sin dejar de emitir sordos y ominosos gruñidos, mientras sus llameantes y siniestras pupilas no se apartaban un segundo del negro.
Por su parte, Mugambi se mantenía pegado a Tarzán, a quien le costaba bastante trabajo contener la risa ante el lastimoso estado al que el miedo había reducido al jefe de los wagambis. Al final, el hombre blanco agarró al felino por la piel del cogote, lo arrastró hasta situarlo ante Mugambi y procedió a golpearle violentamente en el hocico cada vez que la pantera gruñía al desconocido.
Al contemplar aquella escena -un hombre que sacudía con la mano, sin más, a uno de los carnívoros más feroces y despiadados de la selva-, los ojos de Mugambi parecieron a punto de salírsele de las órbitas y si hasta entonces había experimentado un hosco respeto hacia el gigante blanco que le había hecho prisionero, a partir de aquel momento se unió al respeto un temor poco menos que reverencial.
La educación de Sheeta avanzó a tal ritmo que, en un espacio de tiempo increíblemente breve, Mugambi dejó de ser su oscuro objeto de deseo alimenticio y el negro pudo considerarse hasta cierto punto seguro en compañía del felino.
Decir que Mugambi se sentía completamente feliz o a gusto en su nuevo entorno no sería ceñirse estrictamente a la verdad. Sus ojos iban aprensivamente de un lado a otro cada vez que alguno de los miembros de aquella cuadrilla se le acercaba o pasaba cerca de él, de forma que no ganaba para sustos, vivía en continuo sobresalto.
Tarzán y Mugambi, junto con Sheeta y Akut, aguardaban en el vado a que se presentara un ciervo y cuando, a la voz del hombre-mono, los cuatro saltaban al mismo tiempo sobre el aterrado animal, el negro no albergaba la menor duda de que la pobre criatura moría de miedo antes de que las gigantescas fieras llegasen a tocarlo.
Mugambi encendía una fogata y se asaba la parte de la pieza que le correspondía, pero Tarzán, Sheeta y Akut se la comían cruda, desgarrando la carne con los dientes y se gruñían entre sí cuando alguno de ellos trataba de arrebatar algún bocado perteneciente a cualquiera de los otros.
Tampoco tenía nada de sorprendente, después de todo, que la forma de comportarse del hombre blanco se pareciese más a la de aquellas fieras que la conducta de los negros salvajes.
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