El hombre-mono había tenido suficiente experiencia con las tribus salvajes africanas de la escala humana inferior para saber que incluso entre ellas podían encontrarse las virtudes de la misericordia y la humanidad, en su más tosco aspecto; pero la vida de los mismos era un encadenamiento de terribles privaciones, peligros y sufrimientos.

Luego estaba el horrendo futuro que le aguardaba al muchacho a medida que fuera desarrollándose rumbo al estado adulto. Sólo las espantosas costumbres que formarían parte de su educación le proscribirían para siempre de todo contacto con las personas de su propia raza y estado social.

¡Un caníbal! ¡Su hijo reducido a la condición de salvaje antropófago! Era demasiado pavoroso para imaginárselo.

Dientes afilados, nariz partida, la carita pintarrajeada de modo repelente.

A Tarzán se le escapó un gemido. ¡Si pudiera cerrar sus dedos de acero sobre la garganta de aquel miserable ruso!

¡Y Jane!

¡Qué atroces tormentos estaría sufriendo a causa de la duda, la incertidumbre y el miedo! Comprendió que la situación en que él se encontraba era infinitamente menos terrible que la de ella, porque al menos él sabía que uno de sus seres queridos estaba a salvo en la patria, mientras que Jane ignoraba por completo el paradero de su esposo y de su hijo.

Para Tarzán no dejó de ser una suerte ignorar la verdad, porque conocerla hubiera centuplicado su dolor.

Mientras avanzaba despacio a través de la selva virgen, absorta la mente en sombríos pensamientos, llegaron a sus oídos unos extraños roces, como arañazos, cuya naturaleza no podía determinar.

Se encaminó cautelosamente hacia el lugar de donde emanaban y unos segundos después encontraba una enorme pantera que se debatía bajo el árbol caído que la aprisionaba contra el suelo.

Al acercarse Tarzán, la fiera, rugiente, se revolvió para mirarle y bregó frenética, loca por zafarse de lo que la retenía allí, pero la gruesa rama atravesada sobre su lomo y la maraña de follaje y otras ramas mantenían inmóviles sus patas y sólo pudo adelantar unos centímetros en dirección a Tarzán.

El hombre-mono se detuvo frente al impotente felino y colocó una flecha en el arco, dispuesto a despachar a la fiera que, de todas formas, iba a morir de inanición. Pero cuando tensaba el arco una idea, tan repentina como caprichosa, detuvo su mano.

¿Por qué privar a aquella pobre criatura de la vida y la libertad, cuando tan fácil resultaba restituirle ambas cosas? La pantera agitaba las cuatro extremidades en su inútil intento de liberarse, lo que hizo comprender a Tarzán que su espina dorsal no había sufrido daño alguno y, por la misma razón, supo que tampoco tenía rota ninguna pata.

Aflojó la cuerda del arco, volvió a poner la flecha en el carcaj, se echó el arco al hombro y se acercó hasta la aprisionada fiera.

De los labios del hombre-mono brotó el suave ronroneo tranquilizador que suelen emitir los felinos cuando se sienten felices y contentos. Era lo más parecido a un gesto de amistad que podía ofrecer en el lenguaje de Sheeta.

La pantera dejó de gruñir y observó atentamente al hombre-mono. Para alzar el enorme peso del árbol que sujetaba al animal, Tarzán tenía que situarse al alcance de las largas y fuertes garras, aparte de que, cuando hubiese levantado el árbol, quedaría totalmente a merced de la bestia salvaje. Para Tarzán, sin embargo, el miedo era algo que desconocía por completo.

Una vez tomada la decisión, actuó rápidamente.

Se metió sin vacilar en el enredo de follaje y ramas, al costado de la pantera, sin suspender su amistoso ronroneo conciliador. El felino volvió la cabeza para no apartar los ojos del hombre…, lo miró fija e interrogadoramente. Enseñaba los largos colmillos, pero más a la defensiva que en plan amenazador.

Al aplicar el hombro al tronco del árbol, por debajo de éste, la pierna de Tarzán tocó el sedoso costado de la pantera, tan cerca estaba el hombre del gran felino.

Poco a poco, Tarzán fue tensando sus músculos gigantescos.

El enorme árbol y la maraña de su enramada se levantaron gradualmente, separándose de la pantera que, al notar que aquel peso inmovilizador se le quitaba de encima, se apresuró a deslizarse para salir de la trampa. Tarzán dejó caer el árbol en el suelo y las dos selváticas criaturas dieron media vuelta para contemplarse mutuamente.

Una torva sonrisa curvaba los labios del hombre-mono, sabedor de que había puesto su vida al albur del capricho de aquella salvaje criatura de la jungla a la que acababa de liberar. No le hubiera sorprendido lo más mínimo que el felino se abalanzase sobre él en cuanto se vio liberado.

Pero no lo hizo. Sheeta permaneció quieta a unos pasos del árbol, mientras observaba los movimientos con que el hombre se desembarazaba de las ramas y salía de aquel dédalo vegetal.

Fuera ya de él, Tarzán se encontró a menos de tres pasos de la pantera. Podía haberse elevado velozmente hacia las copas de los árboles del lado contrario, ya que Sheeta no podía llegar a las alturas que normalmente alcanzaba Tarzán, pero algo inexplicable, acaso afán de fanfarronería, impulsó al hombre-mono a acercarse a Sheeta, como si deseara comprobar la posibilidad de que la pantera experimentase un sentimiento de gratitud que le indujese a mostrarse amistosa.

Cuando estaba a punto de llegar al impresionante felino, éste se apartó precavidamente a un lado, y Tarzán pasó de largo junto a él, a cosa de un palmo de las abiertas fauces. El hombre-mono continuó hacia el bosque y entonces la pantera echó a andar tras él y le siguió como un perro.

Transcurrió bastante tiempo antes de que Tarzán pudiera precisar si la fiera le seguía inducida por el afecto o simplemente iba tras él a la espera de que se le despertara el apetito. Finalmente, Tarzán no tuvo más remedio que dar por cierto que era el sentimiento de amistad lo que impulsaba a Sheeta a comportarse así.

Entrado aquel día, el olor a venado lanzó a Tarzán a las frondas de las alturas y, cuando el lazo se cerró en torno al cuello del ciervo, convocó a Sheeta mediante un ronroneo similar al que había empleado anteriormente para apaciguar a la fiera y ahuyentar sus recelos, aunque esta vez el tono era un poco alto y estridente.

Muy semejante al que había oído producir a las panteras después de haber cobrado una pieza, cuando salían a cazar por parejas.

Casi al instante crujió la maleza a escasa distancia y apareció a la vista de Tarzán el cuerpo alargado y elástico de su insólita compañera.

Cuando los ojos de Sheeta cayeron sobre Bara y el olor de la sangre llegó a las fosas nasales del felino, dejó oír un penetrante rugido y, un instante después, ambos animales devoraban uno junto a otro la tierna carne del ciervo.

Durante varios días, los dos integrantes de aquella extraña pareja vagaron juntos por la selva.

Cuando uno de ellos mataba una presa, llamaba automáticamente al otro, de forma que ambos se alimentaban bien y con frecuencia.

En una ocasión, estaban regalándose el paladar y el estómago con la carne de un jabalí que poco antes había sacrificado Sheeta, cuando Numa, el león, fiero y terrible, salió de entre los embrollados matojos de hierbas que crecían muy cerca de ellos.

Con un furibundo rugido de aviso, se precipitó hacia adelante, para arrebatarles la pieza. Sheeta dio un brinco y buscó refugio en un bosquecillo de arbustos próximo, en tanto Tarzán se izaba a la rama de un árbol que tendía su follaje sobre ellos.

Una vez asentado en la rama, Tarzán desenrolló la cuerda que llevaba colgada al cuello y, mientras Numa permanecía sobre el cadáver del jabalí, erguida la desafiante cabeza, el sinuoso lazo descendió raudo para ceñirse alrededor del cuello del león y un brusco tirón tensó la cuerda violentamente. Tarzán llamó a Sheeta con agudas voces, a la vez que levantaba al batallador león hasta que sólo las patas traseras tocaban el suelo.

Ató rápidamente el extremo de la cuerda a una robusta rama, mientras la pantera, en respuesta a su llamada, se plantaba allí de un salto. Tarzán se dejó caer del árbol, junto al forcejeante y frenético Numa, y se abalanzó sobre él por un lado, en ristre el largo cuchillo afilado, en tanto Sheeta le atacaba por el otro.

La pantera desgarró y despedazó el cuerpo de Numa por la derecha, al mismo tiempo que el hombre-mono hundía una y otra vez su cuchillo de piedra en el costado contrario. Y antes de que los poderosos zarpazos del rey de las fieras lograsen romper la cuerda, Numa quedó inerte, colgado del nudo corredizo, muerto e inofensivo.

Y al unísono, desde el fondo de dos gargantas salvajes, se remontaron en el aire de la selva el grito retador del mono macho y el rugido victorioso de la pantera, que se combinaron para formar un lúgubre y pavoroso ululato.

Cuando las últimas notas se extinguían en un prolongado y aterrador gemido final, una veintena de guerreros pintarrajeados que varaban en la playa su larga canoa de guerra, se detuvieron para aguzar el oído y dirigir la mirada hacia la selva virgen.

V

Mugambi

Cuando Tarzán hubo cubierto la vuelta completa a la isla y efectuado varias incursiones hacia diversos puntos del interior, tuvo el convencimiento absoluto de que él era el único ser humano que la ocupaba.

En ninguna parte descubrió el menor indicio de que hombre alguno hubiera asentado allí sus reales, ni siquiera de modo transitorio. Desde luego, conocía lo rápidamente que la exúbera vegetación tropical lo sumerge todo de manera rápida y completa, salvo los monumentos permanentes de los hombres, así que era posible que se equivocara en sus deducciones.

Al día siguiente de la muerte de Numa, Tarzán y Sheeta se dieron de manos a boca con la tribu de Akut. Al ver a la pantera, los gigantescos simios emprendieron veloz retirada y Tarzán tardó un buen rato en persuadirlos para que volviesen.

Se le había ocurrido que intentar la reconciliación de aquellos tal vez fuera un experimento al menos interesante. Tarzán acogía encantado cualquier oportunidad de hacer algo útil durante su tiempo libre y mantener viva la mente durante los espacios muertos en que se aburría. Cuando, cumplida la necesidad de buscar comida y llenar el estómago, estaba ocioso, los más negros y lúgubres pensamientos hacían presa en él.

Transmitir su plan a los monos no fue una cuestión particularmente difícil, aunque el restringido, el más que exiguo vocabulario de los antropoides le obligó a esforzarse un tanto. Por otra parte, imbuir en el pequeño y perverso cerebro de Sheeta la idea de que él, Tarzán, tenía que cazar con ellos, para la comunidad, y no exclusivamente para sí mismo, resultó una tarea casi superior a las facultades del hombre-mono.

Entre sus otras armas, Tarzán disponía de una estaca larga y gruesa y, después de atar la cuerda alrededor del cuello de la pantera, utilizó pródigamente el garrote sobre el rugiente felino, hasta que le grabó en la memoria el precepto de que bajo ninguna circunstancia debía atacar a aquellas colosales y peludas criaturas semejantes a hombres, las cuales se habían aproximado más a la pareja una vez comprendieron la finalidad de la cuerda que sujetaba a Sheeta por el cuello.

El que aquella fiera no se revolviese y desgarrara a Tarzán era un auténtico milagro; un prodigio que sin duda tenía algo que ver con el hecho de que las dos veces que el felino osó gruñir al hombre-mono, éste no se anduvo con miramientos y descargó la estaca violentamente contra el sensible hocico de Sheeta, inculcándole en la masa encefálica un más que respetable y sano temor a la estaca y a los bestiales simios a los que la misma respaldaba.

Queda en el aire la duda de si la causa originaria de su afecto por Tarzán aún seguía viva en el cerebro de la pantera, aunque desde luego subsistía algún hechizo inconsciente, hiperinducido por aquella razón primaria, e incitado y apoyado por la costumbre de los últimos días. Tal sortilegio contribuyó de forma poderosa a imponer a la fiera el respeto al hombre-mono y a tolerarle aquel castigo que, infligido por cualquier otra criatura, habría lanzado Sheeta a la garganta del temerario.

Entraba en juego también la fuerza incuestionable de la mente humana, que ejercía su formidable influencia sobre aquel ser de un orden inferior. Al fin y al cabo, muy bien pudo ser éste el poderoso factor en la supremacía de Tarzán sobre Sheeta y los demás animales de la jungla que de vez en cuando caían bajo su dominio.

De cualquier modo, la cuestión es que durante días y días, el hombre, la pantera y los grandes simios vagaron por sus salvajes territorios hombro con hombro, cazando juntos y compartiendo las piezas cobradas. Y de todos los miembros de aquella feroz pandilla, ninguno más terrible que el poderoso individuo de piel blanca y lisa que, apenas unos meses antes, era una figura familiar en muchos de los salones elegantes de Londres.

A veces, los animales se separaban y durante una hora o una jornada completa, seguían sus propias inclinaciones al margen de los demás. En el curso de una de esas escapadas hacia la intimidad solitaria, el hombre-mono se alejó desplazándose por las ramas altas de los árboles y llegó a la playa. Y mientras permanecía tendido en la arena, bajo el cálido sol, le descubrieron un par de ojos penetrantes que observaban desde la no muy elevada cima de un promontorio cercano.

El dueño de aquellos ojos contempló con asombro la figura de aquel salvaje hombre blanco que se dejaba acariciar por los caldeados rayos del sol tropical. Al cabo de un momento, se volvió e hizo una seña a alguien situado tras él.