Los mortíferos venablos surcaron el aire y se voltearon los pesados garrotes de guerra, pero aunque varios monos cayeron para no volver a levantarse, también se desplomaron sin vida muchos hombres de Ugambi.

Los inexorables dientes y las zarpas desgarradoras de Sheeta desollaron y arrancaron trozos de carne a los negros. Los formidables colmillos amarillentos de Akut se hundieron en la yugular de más de uno de aquellos salvajes de piel reluciente, mientras Tarzán de los Monos parecía estar en todas partes, animando a sus feroces aliados y utilizando el largo y afilado cuchillo para cobrar costosos impuestos al enemigo.

Los wagambis no tardaron en huir a la desbandada para salvar la piel, pero de la veintena que había descendido por las laderas cubiertas de hierba del promontorio sólo uno logró escapar con vida a la turba que acababa de arrollar a su pueblo.

El superviviente era Mugambi, jefe de los wagambis de Ugambi, y cuando desapareció engullido por la tupida y lujuriante maleza que crecía en la parte alta de la colina, sólo los penetrantes ojos del hombre-mono vieron la dirección que tomó en su huida.

Tarzán de los Monos dejó que sus huestes se saciaran devorando la carne de las víctimas -carne que él no podía tocar- y salió en persecución del único guerrero que escapó con vida de aquella refriega sangrienta. En la otra vertiente del promontorio divisó al fugitivo, que corría a grandes zancadas hacia la alargada canoa de guerra varada bastante dentro de la Playa, a donde no llegaba la pleamar.

Tan silencioso como si fuera la propia sombra del negro, el hombre-mono corrió tras el aterrado wagambi. La imaginación del hombre blanco acababa de tramar un nuevo plan, inspirado por la canoa de guerra. Si aquellos hombres habían llegado allí procedentes de otra isla, o desde el continente, ¿por qué no aprovechar aquella embarcación para dirigirse de vuelta al territorio del que habían venido? Era evidente que se trataba de una zona habitada y sin duda mantenía relaciones con el continente africano, si es que no pertenecía a él.

Una pesada mano se abatió sobre el hombro del huido Mugambi antes de que se apercibiese de que alguien le seguía, y cuando se volvió para plantar batalla a su atacante unos dedos gigantescos le atenazaron las muñecas y le arrojaron contra el suelo. Y antes de que pudiera descargar un solo golpe ya tenía a un gigante sentado a horcajadas sobre su cuerpo.

En el lenguaje de la costa occidental africana, Tarzán preguntó al hombre inmovilizado en el suelo, bajo su peso:

–¿Quién eres?

–Mugambi, jefe de los wagambis -respondió el negro.

–Te perdonaré la vida -propuso Tarzán-, si te comprometes a ayudarme a abandonar esta isla. ¿Qué contestas?

–Te ayudaré -accedió Mugambi-. Pero habéis matado a todos mis guerreros y no sé si podré marcharme de tu territorio, porque no habrá nadie que se encargue de los remos y sin remeros no podremos atravesar las aguas.

Tarzán se levantó y permitió a su prisionero ponerse en pie. El salvaje era un magnífico ejemplar del género humano; en cuanto al físico, una espléndida reproducción en negro del gigante blanco frente al que se encontraba.

–¡Vamos! – instó el hombre-mono, y echó a andar en dirección al punto donde sonaban los gruñidos y rugidos de las fieras entregadas al banquete. Mugambi retrocedió, asustado.

–Nos matarán -previno.

–No lo creo -repuso Tarzán-. Me pertenecen.

El negro vaciló, nada convencido, temeroso de las consecuencias de un acercamiento a aquellas criaturas terribles que se estaban dando un atracón con los cadáveres de los guerreros wagambis. Pero Tarzán le obligó a acompañarle. Emergieron de la selva y ante sus ojos apareció el escalofriante espectáculo que se desarrollaba en la playa. Al ver a los dos hombres, las fieras alzaron la cabeza y dejaron oír gruñidos amenazadores, pero Tarzán se metió entre los simios, arrastrando consigo al tembloroso jefe wagambi.

Del mismo modo que había enseñado a los monos a aceptar a Sheeta, los enseñó también a adoptar a Mugambi, lo que le resultó mucho más fácil. Sin embargo, Sheeta parecía incapaz de entender por qué se le había convocado para devorar a los guerreros de Mugambi y en cambio no se le permitía hacer lo mismo con éste. A pesar de todo, como se había saciado a gusto, decidió contentarse con dar vueltas en torno al empavorecido salvaje, aunque, eso sí, sin dejar de emitir sordos y ominosos gruñidos, mientras sus llameantes y siniestras pupilas no se apartaban un segundo del negro.

Por su parte, Mugambi se mantenía pegado a Tarzán, a quien le costaba bastante trabajo contener la risa ante el lastimoso estado al que el miedo había reducido al jefe de los wagambis. Al final, el hombre blanco agarró al felino por la piel del cogote, lo arrastró hasta situarlo ante Mugambi y procedió a golpearle violentamente en el hocico cada vez que la pantera gruñía al desconocido.

Al contemplar aquella escena -un hombre que sacudía con la mano, sin más, a uno de los carnívoros más feroces y despiadados de la selva-, los ojos de Mugambi parecieron a punto de salírsele de las órbitas y si hasta entonces había experimentado un hosco respeto hacia el gigante blanco que le había hecho prisionero, a partir de aquel momento se unió al respeto un temor poco menos que reverencial.

La educación de Sheeta avanzó a tal ritmo que, en un espacio de tiempo increíblemente breve, Mugambi dejó de ser su oscuro objeto de deseo alimenticio y el negro pudo considerarse hasta cierto punto seguro en compañía del felino.

Decir que Mugambi se sentía completamente feliz o a gusto en su nuevo entorno no sería ceñirse estrictamente a la verdad. Sus ojos iban aprensivamente de un lado a otro cada vez que alguno de los miembros de aquella cuadrilla se le acercaba o pasaba cerca de él, de forma que no ganaba para sustos, vivía en continuo sobresalto.

Tarzán y Mugambi, junto con Sheeta y Akut, aguardaban en el vado a que se presentara un ciervo y cuando, a la voz del hombre-mono, los cuatro saltaban al mismo tiempo sobre el aterrado animal, el negro no albergaba la menor duda de que la pobre criatura moría de miedo antes de que las gigantescas fieras llegasen a tocarlo.

Mugambi encendía una fogata y se asaba la parte de la pieza que le correspondía, pero Tarzán, Sheeta y Akut se la comían cruda, desgarrando la carne con los dientes y se gruñían entre sí cuando alguno de ellos trataba de arrebatar algún bocado perteneciente a cualquiera de los otros.

Tampoco tenía nada de sorprendente, después de todo, que la forma de comportarse del hombre blanco se pareciese más a la de aquellas fieras que la conducta de los negros salvajes. Nosotros, todos nosotros, somos animales de costumbres y cuando la aparente necesidad de aprender nuevos métodos y sistemas deja de existir, caemos fácilmente y con toda naturalidad en los hábitos y prácticas que la prolongada rutina ha implantado de forma indeleble en nuestro interior. Desde la infancia, Mugambi no había comido carne que no estuviese asada o cocida, mientras que Tarzán, por su parte, no había probado carne guisada hasta casi haber alcanzado la edad adulta. Y sólo la había comido durante los últimos tres o cuatro años. No sólo le incitaba a comer la carne cruda la costumbre de toda la vida, sino también el hecho de que le encantaba y deseaba ardientemente saborearla. Para él, la carne cocinada era carne estropeada que no tenía punto de comparación con la jugosa y exquisita de una pieza recién cazada, caliente y palpitante aún.

A los que siempre hemos sido personas «civilizadas» nos parece repugnante el que Tarzán pudiera paladear con delectación carne cruda que el hombre-mono había enterrado semanas antes, roedores y gusanos repugnantes. Pero si a nosotros nos hubiesen acostumbrado desde la infancia a comer tales cosas y hubiéramos visto que a nuestro alrededor todo el mundo también las comía, tales bocados no nos parecerían más nauseabundos que cualquiera de nuestras golosinas culinarias, a las que un caníbal salvaje miraría con asco y apartaría la nariz para no olerlas siquiera.

Por ejemplo, en las proximidades del lago Rudolph hay una tribu que por nada del mundo comerá carne de ganado vacuno u ovino, a pesar de que sí lo hacen su vecinos inmediatos. No muy lejos de ella, vive otra tribu que come carne de burro, hábito alimenticio de lo más vomitivo para las tribus de los alrededores. Así, pues, ¿quién puede afirmar que es una delicia comer caracoles, ancas de rana u ostras, pero que resulta asqueroso alimentarse a base de gusanos y escarabajos, o que las almejas crudas, los pies de cerdo y el rabo de buey son menos repulsivos que la carne fresca y limpia de un ciervo acabado de matar?

Los días inmediatos los dedicó Tarzán a tejer una vela para la canoa, a base de fibra de corteza de árbol, ya que empezó a considerarse incapaz de enseñar a los simios el manejo de los remos. Lo que sí consiguió fue convencer a unos cuantos para que subiesen a la frágil embarcación, que, entre Mugambi y él, habían trasladado a golpe de pala a las aguas tranquilas de una ensenada.

Durante las breves excursiones náuticas, al ver que los monos trataban de imitar los movimientos que Mugambi y él ejecutaban, Tarzán se apresuró a poner palas en las manos de los simios. Pero a éstos les resultaba tan difícil concentrarse en algo durante mucho rato que no tardó en comprender que se necesitarían semanas de adiestramiento antes de que estuviesen en condiciones de utilizar con un mínimo de soltura aquellos utensilios, nuevos para ellos, si es que alguna vez tenían que manejarlos.

Sin embargo, había una excepción: Akut. Casi desde el principio manifestó un interés hacia aquel deporte que revelaba en él la posesión de un nivel de inteligencia muy superior al de cualquiera de los demás miembros de su tribu. Dio muestras de comprender en seguida la finalidad de las palas y, al percatarse de ello, Tarzán decidió tomarse la molestia y esforzarse cuanto fuera menester para explicar a Akut, en el limitado lenguaje de los simios, el modo de sacarle el máximo partido práctico a aquel instrumento.

A través de Mugambi se enteró Tarzán de que el continente se encontraba a no mucha distancia de la isla.