Al parecer, los guerreros wagambis se habían aventurado más de la cuenta hacia mar abierto en su débil canoa. Les sorprendió de pronto una fuerte marejada, cuyo oleaje, acompañado de violento vendaval, los alejó de tierra hasta que perdieron de vista el continente. Después de remar a lo largo de toda la noche, convencidos de que regresaban a su país, al amanecer avistaron tierra y, creyendo aún que volvían al continente, saludaron aquel panorama con gritos jubilosos. Hasta que Tarzán le dijo que a donde llegaron fue a una isla, Mugambi no tuvo conciencia de ello.
El jefe wagambi albergaba serias dudas acerca de la utilidad de la vela, porque era la primera vez que veía emplear semejante aparejo. Su territorio se encontraba en el interior del continente, bastante alejado de la costa, río Ugambi arriba, y aquella había sido la primera vez que miembro alguno de su pueblo llegó al océano.
Sin embargo, Tarzán confiaba en que, navegando con viento favorable de poniente, podría llegar a la costa continental africana. De cualquier modo, pensó, sería preferible morir durante la travesía que permanecer de manera indefinida en aquella isla que evidentemente no figuraba en los mapas y a la que era posible que no se acercara nunca barco alguno.
Y así fue como cuando empezó a soplar el primer viento propicio, Tarzán subió a la canoa y emprendió su crucero. Y se llevó consigo la más extraña e impresionante tripulación que nunca se hiciera a la mar bajo el mando de un selvático patrón.
Le acompañaban Mugambi y Akut, Sheets, la pantera, así como una docena de gigantescos machos de la tribu de Akut.
VI
Una tripulación aterradora
Con su selvática tripulación a bordo, la canoa de guerra se deslizó lentamente hacia la boca de la ensenada por la que debía pasar para salir a mar abierto. Tarzán, Mugambi y Akut se encargaron de remar, ya que aquel lado de la costa estaba al socaire del viento de poniente y, de momento, la vela no se hinchaba.
Sheeta iba acurrucada en la proa, a los pies del hombre-mono, ya que Tarzán creía que lo mejor era mantener siempre a la peligrosa pantera lo más lejos posible del resto de los integrantes de la partida. Era obvio que, a la menor provocación -incluso sin que mediase agravio alguno-, el felino se abalanzaría sobre la garganta de cualquiera que no fuese el hombre blanco, -al que evidentemente consideraba su amo.
Mugambi se acomodaba en popa e inmediatamente delante de él iba Akut, sentado en cuclillas. Entre éste y Tarzán se encontraban los doce hirsutos monos, en la misma postura que su rey. Los ojos parpadeantes de los simios miraban a un lado y a otro, sin tenerlas todas consigo, ni mucho menos. De vez en cuando, volvían la cabeza para echar una nostálgica ojeada a la orilla.
Todo fue bien hasta que la canoa dejó atrás los arrecifes de la bocana del abra. El viento hinchó la vela y la primitiva embarcación empezó a bambolearse mientras surcaba las olas, cada vez más altas a medida que se alejaban de la costa.
Los movimientos de la canoa sembraron el pánico entre los monos. Éstos empezaron por removerse inquietos para, en seguida, a impulsos del nerviosismo, emprenderla con una serie de gruñidos y protestas gemebundas. Durante cierto tiempo, Akut se las arregló, aunque con dificultades, para mantenerlos a raya, pero cuando una ola de enormes proporciones se estrelló contra la canoa, sacudida simultáneamente por una violenta ráfaga de viento, el terror rompió todas las ataduras y los cuadrumanos se incorporaron de un salto. Sólo un milagro evitó que hicieran zozobrar la embarcación antes de que Akut y Tarzán lograsen tranquilizarlos. Al final se restauró la calma y los simios empezaron a acostumbrarse a los caprichos de su embarcación; a partir de entonces, no provocaron más dificultades.
Fue una travesía sin incidentes, el viento se mantuvo y, al cabo de diez horas de navegación, las negras sombras de la costa se destacaron cerca de ellos, frente a los entornados ojos del hombre-mono, que forzaba la vista en la proa. Estaba demasiado oscuro para determinar si se habían aproximado o no a la desembocadura del río Ugambi. Tarzán dirigió la canoa a través del oleaje, rumbo al punto de tierra firme más próximo, para esperar allí la llegada del alba.
La embarcación se inclinó de costado en el momento en que la parte de proa de la quilla tocó la arena, volcó instantáneamente y toda la dotación se lanzó a lo loco hacia la orilla. La siguiente ola los lanzó de un lado para otro, pero todos acabaron por llegar sanos y salvos, nadando o arrastrándose, a la seguridad de la tierra firme. Unos segundos después, la marea impulsó la canoa hasta la playa y la arrojó sobre la arena, junto a ellos.
Los simios se pasaron el resto de la noche acurrucados uno contra otro para darse calor mutuamente, Mugambi encendió una fogata cerca de los antropoides, en el punto donde se arracimaban, y se acurrucó ante las llamas. Tarzán y Sheets, sin embargo, tenían otros planes.
A ninguno de los dos les asustaba la selva nocturna y como quiera que el hambre no cesaba de disparar ramalazos que sacudían el estómago dolorosa y continuamente, optaron por adentrarse en las tinieblas estigias del bosque, a la búsqueda de alguna nutritiva presa.
Por los trechos en los que había suficiente espacio caminaban uno al lado del otro. Cuando no era así, iban en fila india, turnándose en cabeza. Fue Tarzán el primero en percibir el olor de la carne -un búfalo cafre macho- y, de inmediato, hombre y pantera se fueron acercando furtivamente al enorme bóvido que dormitaba en la espesura de un cañaveral, a la orilla de un río.
Se aproximaron poco a poco al desprevenido animal. Sheeta por su derecha, Tarzán por la izquierda, el lado del corazón. Llevaban una temporada cazando juntos, de forma que trabajaban sincronizados. Intercambiaban señas mediante ronroneos bajos y apagados.
Permanecieron unos segundos inmóviles y silenciosos junto a la presa. Luego, a una indicación del hombre-mono, Sheeta saltó sobre el enorme lomo del búfalo y le hundió los fuertes dientes en el cuello. Automáticamente, el animal se puso en pie, al tiempo que soltaba un mugido de furia y dolor. Y en ese mismo instante, Tarzán lanzó su ataque por el lado izquierdo y el cuchillo de piedra se hundió repetida mente en el cuerpo del búfalo, por detrás del brazuelo.
Una mano de Tarzán se aferró a la crin del bóvido, que emprendió una carrera frenética por el cañaveral; enloquecido, arrastró en su huida a lo que le estaba arrancando la vida.
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