Precisamente los caníbales a los que Rokoff -de eso estaba convencido Tarzán- pretendía entregar el niño.
Mientras hablaba con Kaviri, las canoas seguían avanzando río arriba, hacia el poblado del jefe negro. En las tres, los guerreros de Kaviri accionaban los remos, al tiempo que lanzaban empavorecidas miradas de soslayo a sus aterradores pasajeros.
En la escaramuza habían muerto tres de los monos de Akut, pero quedaban vivos ocho, contando a Akut, y luego estaban Sheeta, la pantera, Tarzán y Mugambi.
Los guerreros de Kaviri pensaban que en su vida habían visto una tripulación más aterradora que aquella. Todos temían que en cualquier momento algunas de tales fieras se abalanzarían sobre ellos y los despedazarían.
Lo cierto era que todos los esfuerzos de Tarzán, Mugambi y Akut apenas eran suficientes para evitar que aquellas bestias gruñonas y perversas por naturaleza la emprendiesen con los negros de reluciente cuerpo desnudo que les rozaban al mover los remos y cuyo miedo era un adicional aliciente provocador para los antropoides.
En el campamento de Kaviri, Tarzán se detuvo sólo el tiempo preciso para tomar los alimentos que le suministraron los negros y llegar a un acuerdo con el jefe, al que pidió una docena de remeros que impulsaran la canoa.
Con tal de que el hombre-mono se marchara de allí cuanto antes, desapareciendo con su espeluznante tripulación, Kaviri accedió de mil amores a cuantas peticiones le hizo Tarzán. Sin embargo, una cosa era prometer y otra muy distinta persuadir a sus súbditos de que debían colaborar: en cuanto tuvieron noticia de las intenciones del jefe, los que no habían huido a la selva se apresuraron a hacerlo sin perder un segundo, de modo que, cuando Kaviri volvió al lugar donde debían encontrarse los destinados a acompañar a Tarzán, el jefe negro se encontró con que el único miembro de la tribu que quedaba en la aldea era él.
Tarzán no pudo contener la sonrisa.
–Parece que no les entusiasma la idea de acompañarnos -comentó-, pero quédate aquí quieto, Kaviri, y no tardarás en ver cómo tu pueblo vuelve en tropel a tu lado.
El hombre-mono se levantó, convocó a sus huestes, ordenó a Mugambi que permaneciese junto a Kaviri y luego desapareció en la jungla, con Sheeta y los monos pisándole los talones.
Durante media hora, el silencio de la ominosa selva sólo se vio quebrantado por los rumores normales de la vida que se desarrollaba allí, pequeños ruidos que aumentaban todavía más su abrumadora soledad. Kaviri y Mugambi aguardaron solos en el interior de la empalizada de la aldea.
Al cabo de un momento se oyó un alarido sobrecogedor, que llegaba de muy lejos, en el que Mugambi reconoció el grito de desafío del hombre-mono. De inmediato, en distintos puntos del horizonte vegetal se elevó un horroroso semicírculo de aullidos y chillidos, subrayado de vez en cuando por el escalofriante rugido de una pantera hambrienta.
VII
Traicionado
Los dos indígenas, Kaviri y Mugambi, sentados ante la entrada de la choza del jefe de la aldea, intercambiaron una mirada… En los ojos de Kaviri había una mal disimulada expresión de alarma.
–¿,Qué es eso? – musitó.
–Bwana Tarzán y su hueste -respondió Mugambi-. Pero no sé qué están haciendo, a menos que se dediquen a devorar a los hombres de tu tribu que huyeron de aquí.
Un escalofrío sacudió a Kaviri y sus ojos se desviaron hacia la jungla. En toda su larga vida en aquella floresta silvestre era la primera vez que oía aquel clamoreo terrible y sobrecogedor.
El estruendo fue acercándose paulatinamente, y en él se mezclaban de vez en cuando aterradores gritos de hombres, mujeres y niños. Durante veinte largos minutos se mantuvo aquel concierto de chillidos que helaban la sangre, hasta que parecieron sonar a un tiro de piedra de la estacada del poblado. Kaviri se incorporó, presto para emprender la huida, pero Mugambi le agarró y le retuvo allí, ya que tal había sido la orden que le dio Tarzán.
Instantes después salió de la jungla una masa de aterrorizados indígenas, que volaron a refugiarse dentro de sus chozas. Corrían como ovejas asustadas y tras ellos, acuciándolos como un par de pastores pudieran dirigir su rebaño, aparecieron Tarzán, Sheeta y los intimidadores simios de Akut.
Pronto estuvo Tarzán ante Kaviri. La acostumbrada y tranquila sonrisa curvaba los labios del hombre-mono.
–Tu pueblo ha vuelto, hermano -dijo-, y ahora puedes seleccionar a los que van a acompañarme a los remos de mi canoa.
Tembloroso e inseguro, Kaviri se puso en pie y llamó a su gente, ordenándoles que salieran de las chozas. Pero nadie respondió a su convocatoria.
–Diles -indicó Tarzán- que si no vienen voluntariamente, enviaré a mi gente a buscarlos.
Kaviri hizo lo que se le sugería y, al instante, la población en peso de la aldea se presentó allí, desorbitados por el miedo unos ojos que iban de una a otra de las salvajes criaturas que los observaban atentas, para impedir que cualquier indígena se escabullese y abandonara la calle del poblado.
Kaviri se apresuró a elegir doce guerreros para que acompañasen a Tarzán. Los pobres individuos designados se quedaron casi blancos de terror ante la perspectiva de verse en contacto directo con la pantera y los simios en los angostos confines de la canoa. Pero cuando Kaviri les hizo comprender que no tenían escapatoria -que bwana Tarzán los perseguiría con su implacable tropa de monos si intentaban eludir su obligación- se avinieron de mala gana, bajaron con gesto hosco al río y ocuparon sus puestos en la canoa.
El jefe de aquellos negros soltó un suspiro de alivio cuando vio desaparecer la embarcación al doblar la curva que trazaba el río a corta distancia, corriente arriba.
A lo largo de tres jornadas, aquella extraña patrulla se fue adentrando cada vez más en el corazón del territorio salvaje situado a ambas márgenes del casi totalmente inexplorado Ugambi. Tres de los doce guerreros desertaron en el curso de esos tres días, pero como algunos simios se habían impuesto por fin en el manejo de los remos, a Tarzán no le- descorazonó en absoluto la pérdida de los tres individuos.
En realidad, hubieran adelantado más yendo por tierra, caminando paralelamente a la orilla del río, pero el hombre-mono creía que si mantenía a su dotación a bordo de la canoa el mayor tiempo posible le resultaría más fácil dominar a aquella tropa. Desembarcaban dos veces al día para cazar y comer, y por la noche dormían en la orilla, en tierra firme, bien en el continente, bien en alguna de las islas que salpicaban el río.
Al verlos aparecer, los indígenas de la región huían alarmados, de forma que sólo encontraban a su paso aldeas desiertas. Tarzán estaba deseando entrar en contacto con alguno de los salvajes establecidos en las márgenes del río, pero hasta entonces no le había sido posible lograrlo.
Por último, decidió echar pie a tierra. Su cuadrilla le seguiría en la canoa, pero a cierta distancia. Explicó a Mugambi sus planes y le dijo a Akut que obedeciera las instrucciones del negro.
–Me reuniré con vosotros dentro de unos días -explicó-. Ahora me adelantaré para averiguar qué ha sido del muy malvado hombre blanco al que estoy buscando.
En el siguiente alto de la canoa, Tarzán saltó a tierra, se alejó con paso vivo y su patrulla lo perdió en seguida de vista.
Las primeras aldeas a las que llegó también estaban desiertas, lo que demostraba que la noticia de la llegada de su expedición había corrido como un reguero de pólvora. Pero hacia el atardecer avistó un lejano conjunto de chozas con tejado de paja, en un recinto protegido por una burda estacada y dentro del cual había un par de centenares de indígenas.
Las mujeres preparaban la cena cuando Tarzán de los Monos se cernió sobre ellas de pie en la enramada de un árbol gigantesco cuyo follaje se extendía en un punto por encima de la empalizada.
El hombre-mono no tenía la menor idea acerca del modo de comunicarse con aquellas personas sin asustarlas ni provocar en ellas el ánimo belicoso que las inclinaba a atacarle. No deseaba combatir, ya que tenía una misión mucho más importante que ponerse a pelear con cuantas tribus el azar pusiera en su camino.
Por último, se le ocurrió un plan y, tras cerciorarse de que no podían verle desde abajo, emitió unos cuantos gruñidos sordos a imitación de una pantera. Instantáneamente, todas las miradas se elevaron hacia el follaje de las alturas.
Empezaba a oscurecer y los ojos de los indígenas no pudieron atravesar la pantalla de ramas y hojas que protegía a Tarzán. En cuanto hubo despertado la atención general, alzó la voz y lanzó un grito estridente, el más espantoso rugido de la fiera a la que personificaba. Luego, sin alterar una sola hoja de la enramada, se dejó caer en el suelo, por la parte de fuera de la empalizada, y con la rapidez del gamo rodeó ésta rumbo al portón de la aldea.
Una vez allí, golpeó violentamente los troncos de árbol joven atados con fibras que constituían la barrera y dirigió la palabra a los indígenas, a los que dijo a voces que era un amigo y que les pedía comida y techo para pasar la noche.
Tarzán conocía muy bien la naturaleza y el carácter del negro. Tenía la certeza de que el gruñido y el rugido que Sheeta dejó oír en el árbol les había puesto al borde del ataque de nervios y que los golpes que él acababa de dar en la empalizada, cuando ya era de noche, habrían añadido a su espíritu una buena dosis adicional de terror.
El que nadie respondiera a sus gritos no extrañó en absoluto al hombre-mono, porque a los nativos les amedrenta cualquier cosa que surja en la noche en la parte exterior de sus empalizadas y siempre la atribuyen a algún demonio o a algún visitante fantasmal. Pese a todo, Tarzán siguió llamándolos.
–¡Dejadme entrar, amigos! – gritó-. Soy un hombre blanco que persigue al muy malvado hombre blanco que pasó por aquí hace unos días. Le persigo para castigarlo por las maldades que ha cometido contra vosotros y contra mí.
»Si dudáis de mi amistad os haré una demostración de ella: subiré al árbol y expulsaré a Sheeta, obligándola a volver a la selva antes de que se abalance sobre vosotros.
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