Si prometéis dejarme entrar y tratarme como amigo impediré que Sheeta siga rondando por aquí y os devore.

Reinó el silencio durante unos segundos. Después, la voz de un anciano quebró la quietud de la calle de la aldea.

–Si realmente eres un hombre blanco y un amigo, te dejaremos entrar. Pero antes tienes que alejar a Sheeta de aquí.

–Muy bien -respondió Tarzán-. Escuchad y oiréis cómo huye Sheeta ante mi presencia.

El hombre-mono regresó velozmente al árbol. En esa ocasión produjo gran alboroto al penetrar en la enramada, al tiempo que gruñía ominosamente, tal como lo hubiese hecho una pantera. Era cuestión de que los indígenas que permanecían abajo creyesen que el tremendo felino estaba allí todavía.

Cuando hubo avanzado por la enramada hasta situarse bastante dentro de la calle, armó un gran alboroto sacudiendo el árbol violentamente y ordenando a voz en grito a la supuesta pantera que se marchara de allí. Alternaba los gritos de su propia voz con gruñidos y rugidos propios de una fiera encolerizada.

Corrió después hacia la parte opuesta del árbol y se adentró en la selva, mientras simulaba choques resonantes contra los troncos de los árboles y repetía sus gruñidos de pantera, cada vez más débiles a medida que el animal se alejaba del poblado.

Al cabo de unos minutos, Tarzán volvió a presentarse en el portillo de la aldea y avisó a los indígenas del interior.

–Ya he ahuyentado a la pantera -anunció-. Salid ahora y dejadme entrar; cumplid lo que habéis prometido.

Se oyó el rumor de voces que discutían acaloradamente dentro de la empalizada, pero al final media docena de guerreros se acercaron a abrir los portones. Escudriñaron el exterior con evidente alarma, abrumados por la ansiedad, temerosos de la clase de criatura que podía esperarles allí fuera. No se sintieron muy aliviados al ver a aquel hombre blanco casi desnudo; pero cuando Tarzán los tranquilizó, hablándoles en tono suave e insistiendo en sus alegaciones de amistad, abrieron la barrera un poco más y le admitieron en el recinto.

Una vez los portones cerrados y atrancados, los salvajes recobraron la confianza y Tarzán avanzó calle adelante, hacia la choza del jefe, rodeado por una nube de hombres, mujeres y niños que lo miraban con curiosidad.

Se enteró por el jefe de que Rokoff había pasado por allí, río arriba, una semana antes, que le crecían cuernos en la frente y que le acompañaban un millar de demonios. Posteriormente, el jefe añadió que era un hombre blanco muy malvado y que permaneció un mes en la aldea.

Aunque tales declaraciones no coincidían con las de Kaviri, quien dijo que el ruso se había marchado de su aldea sólo al cabo de tres días y que el número de los miembros de su cohorte era sensiblemente inferior, a Tarzán no le sorprendieron lo más mínimo las discrepancias de ambos relatos, ya que estaba familiarizado con los esquemas mentales de los indígenas y la forma en que funcionaba su cerebro.

Lo verdaderamente interesante para él era saber que se encontraba en la buena pista y que ésta llevaba al interior. Sabía que, en tales condiciones, era prácticamente imposible que Rokoff se le escapara.

Tras varias horas de interrogatorio y contra interrogatorio, el hombre-mono averiguó que otra expedición había precedido en varios días a la del ruso. La formaban tres blancos -un hombre, una mujer y un niño- y varios mosulas.

Tarzán explicó al jefe que su gente, la del hombre-mono, marchaba tras él, en una canoa, era probable que llegasen al día siguiente, y que aunque él, Tarzán, continuaría la marcha por delante de ellos, el jefe no tendría nada que temer, siempre y cuando los recibiera amablemente, sin manifestarle miedo alguno, porque Mugambi se encargaría de que no hicieran el menor daño al pueblo del jefe, si éste les brindaba una bienvenida amistosa.

–Y ahora -concluyó-, voy a echarme a dormir debajo de ese árbol. Estoy muy cansado. No permitas que nadie me moleste.

El jefe le ofreció su propia choza, pero Tarzán, que ya tenía su experiencia respecto a las viviendas de los negros, prefería dormir al raso. Además, tenía otros planes, que podría cumplir mucho mejor si se quedaba debajo del árbol. Alegó la excusa de que deseaba estar preparado, por si acaso a Sheeta le daba por volver, explicación que fue suficiente para que el jefe se sintiera más que satisfecho y accediera encantado a dejarle dormir al pie del árbol.

A Tarzán siempre le había dado un resultado estupendo dejar a los indígenas la impresión de que poseía, hasta cierto punto, facultades más o menos milagrosas. Podía haber entrado en la aldea sin recurrir a los portones, pero creía que desaparecer de pronto, inexplicablemente, cuando ya estaba a punto de emprender la marcha, estamparía una impresión más duradera en los infantiles cerebros de aquellos nativos, de forma que en cuanto reinó el silencio en el poblado, se levantó sin hacer ruido, saltó a las ramas del árbol que se extendían sobre su cabeza y se desplazó calladamente para desaparecer en el negro misterio nocturno de la jungla.

El hombre-mono se pasó el resto de la noche saltando velozmente de un árbol a otro, por los niveles medio y alto de la enramada. En las zonas favorables, prefería las ramas superiores de los árboles gigantes, porque el espacio estaba allí más despejado y, por ende, los rayos de la luna lo iluminaban mejor. Pero sus sentidos estaban tan acostumbrados a aquel mundo torvo en el que había nacido y se había criado que, incluso en la parte inferior, cerca del suelo, donde reinaban las negruras de las sombras, le era posible moverse con facilidad y rapidez.

Cualquiera de nosotros, tú o yo, no pasearíamos por la calle Mayor, por la Gran Vía o por la avenida principal de nuestra ciudad ni con una décima parte de la soltura o rapidez con que el ágil Tarzán recorría aquellos oscuros laberintos en los que nosotros nos hubiéramos perdido sin remedio.

Al amanecer hizo un alto para comer. Luego durmió unas horas y hacia el mediodía reemprendió la persecución.

Se tropezó con indígenas en dos ocasiones y, aunque le costó una barbaridad acercarse a ellos, abordarlos y entablar conversación, en cada caso logró calmar los temores y las intenciones belicosas de los negros, que en principio siempre se mostraban dispuestos a atacarle. Con todo, obtuvo la información de que estaba en el buen camino, de que seguía sobre la pista del ruso.

Dos jornadas después, aún Ugambi arriba, llegó a un poblado de cierta importancia. El jefe, un sujeto de aire siniestro, con la afilada dentadura que suele identificar al caníbal, recibió a Tarzán en aparente tono amistoso.

El hombre-mono estaba exhausto y había decidido descansar aquella noche ocho o diez horas, para sentirse fresco y rebosante de energías cuando alcanzase a Rokoff, lo que estaba seguro iba a ocurrir en un plazo de tiempo muy corto.

El jefe le dijo que el hombre blanco barbudo se había ido del poblado la mañana anterior e indicó a Tarzán que sin duda lo alcanzaría en seguida. El jefe declaró también que no había visto ni oído señal alguna de la otra expedición.

A Tarzán no le gustaron ni la catadura ni los modales del individuo que, si bien daba la sensación de mostrarse bastante cordial, parecía sentir cierto desprecio por el hombre blanco medio desnudo que llegaba sin ningún acompañante y que no le ofrecía presente alguno. Sin embargo, el hombre-mono necesitaba el descanso y la comida que en el poblado podía conseguir con menos esfuerzo que en la selva y, como no temía a los hombres, ni a las fieras, ni a los diablos, se acurrucó a la sombra de una choza y no tardó en quedarse dormido.

Casi inmediatamente después de despedirse de Tarzán, el jefe llamó a dos de sus guerreros y les transmitió una serie de instrucciones en tono cuchicheante. Apenas transcurridos unos instantes, los lustrosos y negros cuerpos de los guerreros corrían a lo largo del río, corriente arriba, en dirección este.

En la aldea, el jefe mantuvo una absoluta quietud. No estaba dispuesto a permitir que nadie se aproximara al dormido visitante, ni que uno solo de sus súbditos cantase o hablara en voz alta. Ponía un notable y solicito cuidado en evitar que alguien molestase al huésped.

Tres horas después, varias canoas aparecieron descendiendo silenciosamente por el Ugambi. Dotaciones de musculosos negros las impulsaban rápidamente. En la orilla del río, el jefe erguía su figura, con el venablo levantado en posición horizontal por encima de la cabeza, como si aquel gesto fuese en cierto modo una señal concertada de antemano con los que iban en las embarcaciones.

Y realmente ese era el objetivo de su actitud.