La formaban tres blancos -un hombre, una mujer y un niño- y varios mosulas.

Tarzán explicó al jefe que su gente, la del hombre-mono, marchaba tras él, en una canoa, era probable que llegasen al día siguiente, y que aunque él, Tarzán, continuaría la marcha por delante de ellos, el jefe no tendría nada que temer, siempre y cuando los recibiera amablemente, sin manifestarle miedo alguno, porque Mugambi se encargaría de que no hicieran el menor daño al pueblo del jefe, si éste les brindaba una bienvenida amistosa.

–Y ahora -concluyó-, voy a echarme a dormir debajo de ese árbol. Estoy muy cansado. No permitas que nadie me moleste.

El jefe le ofreció su propia choza, pero Tarzán, que ya tenía su experiencia respecto a las viviendas de los negros, prefería dormir al raso. Además, tenía otros planes, que podría cumplir mucho mejor si se quedaba debajo del árbol. Alegó la excusa de que deseaba estar preparado, por si acaso a Sheeta le daba por volver, explicación que fue suficiente para que el jefe se sintiera más que satisfecho y accediera encantado a dejarle dormir al pie del árbol.

A Tarzán siempre le había dado un resultado estupendo dejar a los indígenas la impresión de que poseía, hasta cierto punto, facultades más o menos milagrosas. Podía haber entrado en la aldea sin recurrir a los portones, pero creía que desaparecer de pronto, inexplicablemente, cuando ya estaba a punto de emprender la marcha, estamparía una impresión más duradera en los infantiles cerebros de aquellos nativos, de forma que en cuanto reinó el silencio en el poblado, se levantó sin hacer ruido, saltó a las ramas del árbol que se extendían sobre su cabeza y se desplazó calladamente para desaparecer en el negro misterio nocturno de la jungla.

El hombre-mono se pasó el resto de la noche saltando velozmente de un árbol a otro, por los niveles medio y alto de la enramada. En las zonas favorables, prefería las ramas superiores de los árboles gigantes, porque el espacio estaba allí más despejado y, por ende, los rayos de la luna lo iluminaban mejor. Pero sus sentidos estaban tan acostumbrados a aquel mundo torvo en el que había nacido y se había criado que, incluso en la parte inferior, cerca del suelo, donde reinaban las negruras de las sombras, le era posible moverse con facilidad y rapidez.

Cualquiera de nosotros, tú o yo, no pasearíamos por la calle Mayor, por la Gran Vía o por la avenida principal de nuestra ciudad ni con una décima parte de la soltura o rapidez con que el ágil Tarzán recorría aquellos oscuros laberintos en los que nosotros nos hubiéramos perdido sin remedio.

Al amanecer hizo un alto para comer. Luego durmió unas horas y hacia el mediodía reemprendió la persecución.

Se tropezó con indígenas en dos ocasiones y, aunque le costó una barbaridad acercarse a ellos, abordarlos y entablar conversación, en cada caso logró calmar los temores y las intenciones belicosas de los negros, que en principio siempre se mostraban dispuestos a atacarle. Con todo, obtuvo la información de que estaba en el buen camino, de que seguía sobre la pista del ruso.

Dos jornadas después, aún Ugambi arriba, llegó a un poblado de cierta importancia. El jefe, un sujeto de aire siniestro, con la afilada dentadura que suele identificar al caníbal, recibió a Tarzán en aparente tono amistoso.

El hombre-mono estaba exhausto y había decidido descansar aquella noche ocho o diez horas, para sentirse fresco y rebosante de energías cuando alcanzase a Rokoff, lo que estaba seguro iba a ocurrir en un plazo de tiempo muy corto.

El jefe le dijo que el hombre blanco barbudo se había ido del poblado la mañana anterior e indicó a Tarzán que sin duda lo alcanzaría en seguida. El jefe declaró también que no había visto ni oído señal alguna de la otra expedición.

A Tarzán no le gustaron ni la catadura ni los modales del individuo que, si bien daba la sensación de mostrarse bastante cordial, parecía sentir cierto desprecio por el hombre blanco medio desnudo que llegaba sin ningún acompañante y que no le ofrecía presente alguno. Sin embargo, el hombre-mono necesitaba el descanso y la comida que en el poblado podía conseguir con menos esfuerzo que en la selva y, como no temía a los hombres, ni a las fieras, ni a los diablos, se acurrucó a la sombra de una choza y no tardó en quedarse dormido.

Casi inmediatamente después de despedirse de Tarzán, el jefe llamó a dos de sus guerreros y les transmitió una serie de instrucciones en tono cuchicheante. Apenas transcurridos unos instantes, los lustrosos y negros cuerpos de los guerreros corrían a lo largo del río, corriente arriba, en dirección este.

En la aldea, el jefe mantuvo una absoluta quietud. No estaba dispuesto a permitir que nadie se aproximara al dormido visitante, ni que uno solo de sus súbditos cantase o hablara en voz alta. Ponía un notable y solicito cuidado en evitar que alguien molestase al huésped.

Tres horas después, varias canoas aparecieron descendiendo silenciosamente por el Ugambi. Dotaciones de musculosos negros las impulsaban rápidamente. En la orilla del río, el jefe erguía su figura, con el venablo levantado en posición horizontal por encima de la cabeza, como si aquel gesto fuese en cierto modo una señal concertada de antemano con los que iban en las embarcaciones.

Y realmente ese era el objetivo de su actitud. Con ella indicaba que el forastero blanco que estaba en la aldea dormía apaciblemente.

En la proa de dos de los bateles iban los emisarios que el jefe había enviado tres horas antes. Era obvio que los había despachado para que avisaran a aquella partida y le indicaran que debía volver, y que la señal del jefe, situado en la orilla, se había convenido previamente con los mensajeros, antes de que éstos abandonaran la aldea.

Al cabo de un momento, las embarcaciones atracaban en la ribera cubierta de vegetación. Los guerreros indígenas echaron pie a tierra y, con ellos, media docena de hombres blancos. Eran individuos ceñudos, de aspecto torvo y desagradable, aunque ninguno más siniestro que el sujeto de negra barba y semblante diabólico que los capitaneaba.

–¿Dónde está el hombre blanco que tus emisarios me han dicho tienes contigo? – preguntó al jefe de la aldea.

–Por aquí, bwana -indicó el indígena-. Me he encargado de que nadie hiciese el menor ruido en la aldea, a fin de que el hombre blanco continuase dormido cuando tú vinieses. No sé si es el que te busca para causarte daños, pero me ha hecho muchas preguntas acerca de tus idas y venidas, y su apariencia coincide con la de la persona a la que me describiste, pero que creías incomunicada en ese territorio que llamas Isla de la Selva y del que no podía escapar.

»De no contarme tú esos detalles, no le hubiera reconocido, y entonces seguramente te habría seguido y te habría matado. Si es amigo y no enemigo, no te habrá hecho ningún daño, besana; pero si resulta que es enemigo, me gustaría mucho contar con un fusil y unos cuantos cartuchos.

–Te has portado bien -aprobó el hombre blanco- y tendrás tu fusil y tus municiones, tanto si es amigo como si es enemigo, siempre y cuando me seas fiel.

–Estaré a tu lado, bwana -aseguro el jefe-. Ahora ven a ver al desconocido, que duerme dentro de mi poblado.

Dicho lo cual, dio media vuelta y encabezó la marcha hacia la choza a cuya sombra Tarzán seguía entregado pacíficamente al sueño.

Tras los dos hombres iban los restantes blancos y una veintena de guerreros; pero el índice del jefe, así como el de su acompañante, ambos cruzados sobre los labios, impusieron el silencio general.

Al dar la vuelta a la choza, cautelosamente y de puntillas, una repulsiva sonrisa apareció en los labios del hombre blanco en cuanto sus ojos descendieron sobre la figura gigantesca del dormido Tarzán.

El jefe lanzó una mirada interrogadora al hombre de la barba. Éste asintió con la cabeza, indicando así que el jefe no se había equivocado en sus suposiciones. Luego se volvió hacia los que estaban a su espalda y señalando al durmiente, les indicó que lo cogieran y lo ataran.

Segundos después, una docena de bestiales individuos caían sobre el desprevenido Tarzán. Cumplieron su tarea con tal celeridad y eficacia que el hombre-mono se vio firmemente ligado antes de que pudiera intentar el menor esfuerzo para zafarse de sus asaltantes.

Luego le tumbaron de espaldas, boca arriba, y al levantar la mirada hacia el grupo congregado a su alrededor, los ojos de Tarzán tropezaron con el malévolo semblante de Nicolás Rokoff.

Una mueca burlona decoraba los labios del ruso. Se acercó a Tarzán.

–¡Cerdo! – vituperó-.