¿Es que todavía no se te ha metido en la cabeza el mínimo de cordura que se necesita para mantenerse apartado de Nicolás Rokoff?
Propinó un brutal puntapié en pleno rostro al hombre tendido en el suelo.
–Es mi saludo de bienvenida -dijo. Añadió a continuación-: Esta noche, antes de que mis etiopes te devoren, te explicaré con pelos y señales lo que les ha ocurrido ya a tu esposa y a tu hijo, y los planes que tengo para su futuro.
VIII
La danza de la muerte
A través de las tinieblas con que la noche envolvía a la exuberante y enmarañada vegetación de la jungla, un enorme cuerpo elástico avanzaba ondulante y silenciosamente sobre la suavidad almohadillada de sus patas. Sólo dos puntitos centelleantes de color amarillo verdoso relucían de vez en cuando, al reflejar la luz de la luna ecuatorial, cuando los rayos de ésta atravesaban el susurrante dosel de la arboleda agitada por el viento nocturno.
A veces, la fiera se detenía, alzaba el hocico y olfateaba el aire indagadoramente. En otras ocasiones efectuaba una breve incursión por las ramas de los árboles y eso retrasaba momentáneamente su invariable marcha hacia el este. La sensible pituitaria del felino captó el sutil e invisible efluvio de innumerables criaturas de cuatro patas, cuya presencia por las cercanías era una tentación que acentuaba las protestas que el hambriento estómago despedía en forma de estímulo hacia las entreabiertas fauces.
Pero luego continuaba su camino, sin hacer caso de los pinchazos de un apetito que en otra circunstancia hubiese impulsado a los vibrantes músculos rematados por afiladas uñas a entrar en acción y acabar hundiéndose en alguna blanda garganta.
La fiera mantuvo su marcha solitaria durante toda la noche y al día siguiente hizo un alto sólo para cobrar una pieza nutritiva, que hizo pedazos y engulló entre sordos gruñidos, como si la prolongada falta de alimento la hubiese dejado medio muerta de hambre.
La noche había vuelto a dejar caer su manto de oscuridad cuando el felino llegó a la empalizada que rodeaba el gran poblado indígena. Como la sombra de una muerte silenciosa y rápida, dio una vuelta completa a la aldea, pegado el hocico al suelo, para acabar deteniéndose junto a la estacada, en un punto donde la parte trasera de varias chozas casi la tocaban. Olfateó el aire durante unos segundos, ladeó un poco la cabeza y aguzó el oído, enhiestas las orejas.
Lo que percibió no hubiera podido captarlo ningún oído humano corriente, pero para los finísimos y delicados órganos sensitivos de aquel animal constituía un mensaje especialmente destinado a su salvaje cerebro. Se produjo una fantástica transformación en aquella masa estatuaria de músculos y huesos que un segundo antes parecía esculpida en bronce vivo.
Como impulsada por unos muelles de acero repentinamente sueltos, la fiera se elevó rauda y silenciosamente hasta el borde superior de la empalizada y desapareció, sigilosa como un gato, en el oscuro espacio situado entre la valla de troncos y la parte posterior de la choza lindante.
En la calle de la aldea, abierta un poco más allá, las mujeres encendían fogatas y llenaban de agua los calderos, porque aquella noche, dentro de muy poco, iba a celebrarse un gran banquete. Alrededor de un poste colocado cerca del centro del círculo de pequeñas hogueras conversaban un puñado de guerreros negros, con el cuerpo cruzado por una serie de anchas franjas grotescas, blancas, azules y ocres pintadas sobre la piel. En torno a los ojos y los labios, así como en el pecho y en el abdomen, habían trazado amplios círculos de colores, y de sus cabelleras embadurnadas con arcilla sobresalían plumas llamativas y largos trozos rectos de alambre.
La aldea se preparaba para el festín, mientras en una choza situada a un lado del escenario de la inminente orgía, la víctima del bestial apetito de los negros, atada de pies y manos, aguardaba tendida en el suelo a que llegase el fin. ¡Y menudo fin!
Tarzán tensaba sus poderosos músculos al objeto de forzar las ligaduras, pero los guerreros las habían reforzado, a instancias del ruso, por lo que ni siquiera el gigantesco poderío físico del hombre-mono era suficiente para aflojarlas.
¡La muerte!
Tarzán había visto muchas veces el rostro del Horrible Cazador, y siempre sonrió. Y sonreiría de nuevo aquella noche, cuando comprobase que el fin se aproximaba con rapidez. Pero ahora sus pensamientos no se centraban en su persona, sino que pensaba en los demás…, en los seres queridos a los que aguardarían espantosos sufrimientos cuando él muriese.
Jane nunca sabría cómo le sobrevino esa muerte. Tarzán daba por ello las gracias al Cielo, como también agradecía la circunstancia de que, al menos, su esposa estuviera a salvo en el corazón de una de las ciudades más importantes del mundo. Sana y salva entre buenos y afectuosos amigos, que harían cuanto estuviese en su mano para aliviar su angustia.
¡Pero el chico!
Al pensar en el niño, una oleada de congoja anegó a Tarzán. ¡Su hijo! Y él -el poderoso señor de la jungla-, él, Tarzán, rey de los monos, el único ser del mundo capacitado para encontrar y salvar al chiquillo de los horrores que el diabólico cerebro de Rokoff había proyectado para la criatura, se veía atrapado como un animal estúpido e impotente. Iba a morir en cuestión de horas y con su muerte desaparecería la última oportunidad, la última esperanza de acudir en auxilio del niño.
En el transcurso de la tarde, Rokoff había ido a verle, a insultarle y a propinarle algún que otro golpe, pero el ruso no consiguió arrancar de los labios del gigante cautivo ni una palabra de protesta, ni un murmullo quejumbroso, ni un gemido de dolor.
De modo que Rokoff acabó por renunciar y reservarse aquel particular elemento de exquisita tortura mental para el último instante. Cuando, segundos antes de que los crueles venablos de los caníbales pusieran fin a los sufrimientos del objeto de su odio, el ruso tenía intención de informar a su enemigo del paradero de Jane, la esposa, que Tarzán creía a salvo en Inglaterra.
La oscuridad de la noche había caído sobre el poblado y a los oídos del hombre-mono llegaban los preparativos que se llevaban a cabo para la tortura y el banquete. Con los ojos de la imaginación, Tarzán podía contemplar la escena de la danza de la muerte…, porque la había presenciado muchas veces. Ahora él iba a ser el protagonista principal, la víctima atada al poste.
A Tarzán no le producía ningún temor el suplicio de la muerte lenta, mientras los guerreros giraban a su alrededor e iban cortándole trozos de carne con aquella diabólica habilidad suya, que mutilaba sin provocar la inconsciencia. Estaba acostumbrado al sufrimiento, a ver la sangre y a contemplar de cerca la muerte. Pero el deseo de vivir no era menos intenso en su interior y hasta que la última chispa de vida se hubiese consumido y apagado, todo su ser permanecería vivo, aferrado a la esperanza y a la determinación. Que el enemigo bajase un poco la guardia, que descuidase ligeramente la vigilancia y el astuto cerebro del hombre-mono, respaldado por sus fuertes músculos de gigante, encontraría la forma de escapar…, de huir y de vengarse.
Tendido allí, mientras se devanaba el cerebro desesperadamente, tratando de sopesar toda posibilidad de salvación, su agudo olfato percibió una emanación tenue y familiar. Al instante, se despertaron todas las facultades de su mente y se pusieron alerta. Sus adiestrados oídos captaron de inmediato el rumor, apenas apuntado, de la criatura silenciosa que se encontraba en el exterior… detrás de la choza en que él yacía.
Se movieron los labios de Tarzán y aunque a través de ellos no salió sonido alguno apreciable para el oído humano que pudiera encontrarse al otro lado de las paredes de su prisión, no por ello dejó de comprender el hombre-mono que el animal que se hallaba fuera del chamizo lo percibiría. Tarzán sabía ya quién era, porque su olfato le informó con tanta claridad como vuestros ojos o los míos nos habrían notificado la identidad de un viejo amigo que se presentase ante nosotros a plena luz del día.
Instantes después oyó el rumor suave que producía el roce de la sedosa piel de un cuerpo y el ruido de unos pies de planta acolchada que treparon por la barrera exterior que se alzaba detrás de la choza. Las uñas se aplicaron luego a las estacas que formaban la pared posterior del bohío y por la brecha así abierta pasó el enorme animal, cuyo húmedo hocico se oprimió contra la nuca de Tarzán. Era Sheeta, la pantera.
El felino emitió un prolongado gemido, en tono bajo, mientras olfateaba en todo su contorno el cuerpo del hombre-mono. El intercambio de ideas que podía desarrollarse entre ambos tenía un límite, por lo que Tarzán no estaba nada seguro de que Sheeta comprendiese lo que él intentaba comunicarle. Desde luego, la pantera veía que el hombre estaba atado e indefenso, pero que tal detalle imbuyese en el cerebro de Sheeta la indicación de que su amo se encontraba en peligro era algo que Tarzán no podía barruntar.
¿Qué había llevado a Sheeta hasta él? El hecho de que estuviese allí era un buen augurio respecto a lo que el felino podía conseguir, pero cuando Tarzán intentó inducir a Sheeta a roer las ligaduras, la pantera no pareció entender lo que el hombre-mono pretendía de ella y, en vez de aplicar los dientes a las cuerdas, lo que hizo fue lamer las muñecas y los brazos del prisionero.
Y entonces hubo una interrupción.
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