Con ella indicaba que el forastero blanco que estaba en la aldea dormía apaciblemente.

En la proa de dos de los bateles iban los emisarios que el jefe había enviado tres horas antes. Era obvio que los había despachado para que avisaran a aquella partida y le indicaran que debía volver, y que la señal del jefe, situado en la orilla, se había convenido previamente con los mensajeros, antes de que éstos abandonaran la aldea.

Al cabo de un momento, las embarcaciones atracaban en la ribera cubierta de vegetación. Los guerreros indígenas echaron pie a tierra y, con ellos, media docena de hombres blancos. Eran individuos ceñudos, de aspecto torvo y desagradable, aunque ninguno más siniestro que el sujeto de negra barba y semblante diabólico que los capitaneaba.

–¿Dónde está el hombre blanco que tus emisarios me han dicho tienes contigo? – preguntó al jefe de la aldea.

–Por aquí, bwana -indicó el indígena-. Me he encargado de que nadie hiciese el menor ruido en la aldea, a fin de que el hombre blanco continuase dormido cuando tú vinieses. No sé si es el que te busca para causarte daños, pero me ha hecho muchas preguntas acerca de tus idas y venidas, y su apariencia coincide con la de la persona a la que me describiste, pero que creías incomunicada en ese territorio que llamas Isla de la Selva y del que no podía escapar.

»De no contarme tú esos detalles, no le hubiera reconocido, y entonces seguramente te habría seguido y te habría matado. Si es amigo y no enemigo, no te habrá hecho ningún daño, besana; pero si resulta que es enemigo, me gustaría mucho contar con un fusil y unos cuantos cartuchos.

–Te has portado bien -aprobó el hombre blanco- y tendrás tu fusil y tus municiones, tanto si es amigo como si es enemigo, siempre y cuando me seas fiel.

–Estaré a tu lado, bwana -aseguro el jefe-. Ahora ven a ver al desconocido, que duerme dentro de mi poblado.

Dicho lo cual, dio media vuelta y encabezó la marcha hacia la choza a cuya sombra Tarzán seguía entregado pacíficamente al sueño.

Tras los dos hombres iban los restantes blancos y una veintena de guerreros; pero el índice del jefe, así como el de su acompañante, ambos cruzados sobre los labios, impusieron el silencio general.

Al dar la vuelta a la choza, cautelosamente y de puntillas, una repulsiva sonrisa apareció en los labios del hombre blanco en cuanto sus ojos descendieron sobre la figura gigantesca del dormido Tarzán.

El jefe lanzó una mirada interrogadora al hombre de la barba. Éste asintió con la cabeza, indicando así que el jefe no se había equivocado en sus suposiciones. Luego se volvió hacia los que estaban a su espalda y señalando al durmiente, les indicó que lo cogieran y lo ataran.

Segundos después, una docena de bestiales individuos caían sobre el desprevenido Tarzán. Cumplieron su tarea con tal celeridad y eficacia que el hombre-mono se vio firmemente ligado antes de que pudiera intentar el menor esfuerzo para zafarse de sus asaltantes.

Luego le tumbaron de espaldas, boca arriba, y al levantar la mirada hacia el grupo congregado a su alrededor, los ojos de Tarzán tropezaron con el malévolo semblante de Nicolás Rokoff.

Una mueca burlona decoraba los labios del ruso. Se acercó a Tarzán.

–¡Cerdo! – vituperó-. ¿Es que todavía no se te ha metido en la cabeza el mínimo de cordura que se necesita para mantenerse apartado de Nicolás Rokoff?

Propinó un brutal puntapié en pleno rostro al hombre tendido en el suelo.

–Es mi saludo de bienvenida -dijo. Añadió a continuación-: Esta noche, antes de que mis etiopes te devoren, te explicaré con pelos y señales lo que les ha ocurrido ya a tu esposa y a tu hijo, y los planes que tengo para su futuro.

VIII

La danza de la muerte

A través de las tinieblas con que la noche envolvía a la exuberante y enmarañada vegetación de la jungla, un enorme cuerpo elástico avanzaba ondulante y silenciosamente sobre la suavidad almohadillada de sus patas. Sólo dos puntitos centelleantes de color amarillo verdoso relucían de vez en cuando, al reflejar la luz de la luna ecuatorial, cuando los rayos de ésta atravesaban el susurrante dosel de la arboleda agitada por el viento nocturno.

A veces, la fiera se detenía, alzaba el hocico y olfateaba el aire indagadoramente. En otras ocasiones efectuaba una breve incursión por las ramas de los árboles y eso retrasaba momentáneamente su invariable marcha hacia el este. La sensible pituitaria del felino captó el sutil e invisible efluvio de innumerables criaturas de cuatro patas, cuya presencia por las cercanías era una tentación que acentuaba las protestas que el hambriento estómago despedía en forma de estímulo hacia las entreabiertas fauces.

Pero luego continuaba su camino, sin hacer caso de los pinchazos de un apetito que en otra circunstancia hubiese impulsado a los vibrantes músculos rematados por afiladas uñas a entrar en acción y acabar hundiéndose en alguna blanda garganta.

La fiera mantuvo su marcha solitaria durante toda la noche y al día siguiente hizo un alto sólo para cobrar una pieza nutritiva, que hizo pedazos y engulló entre sordos gruñidos, como si la prolongada falta de alimento la hubiese dejado medio muerta de hambre.

La noche había vuelto a dejar caer su manto de oscuridad cuando el felino llegó a la empalizada que rodeaba el gran poblado indígena. Como la sombra de una muerte silenciosa y rápida, dio una vuelta completa a la aldea, pegado el hocico al suelo, para acabar deteniéndose junto a la estacada, en un punto donde la parte trasera de varias chozas casi la tocaban. Olfateó el aire durante unos segundos, ladeó un poco la cabeza y aguzó el oído, enhiestas las orejas.

Lo que percibió no hubiera podido captarlo ningún oído humano corriente, pero para los finísimos y delicados órganos sensitivos de aquel animal constituía un mensaje especialmente destinado a su salvaje cerebro. Se produjo una fantástica transformación en aquella masa estatuaria de músculos y huesos que un segundo antes parecía esculpida en bronce vivo.

Como impulsada por unos muelles de acero repentinamente sueltos, la fiera se elevó rauda y silenciosamente hasta el borde superior de la empalizada y desapareció, sigilosa como un gato, en el oscuro espacio situado entre la valla de troncos y la parte posterior de la choza lindante.

En la calle de la aldea, abierta un poco más allá, las mujeres encendían fogatas y llenaban de agua los calderos, porque aquella noche, dentro de muy poco, iba a celebrarse un gran banquete. Alrededor de un poste colocado cerca del centro del círculo de pequeñas hogueras conversaban un puñado de guerreros negros, con el cuerpo cruzado por una serie de anchas franjas grotescas, blancas, azules y ocres pintadas sobre la piel. En torno a los ojos y los labios, así como en el pecho y en el abdomen, habían trazado amplios círculos de colores, y de sus cabelleras embadurnadas con arcilla sobresalían plumas llamativas y largos trozos rectos de alambre.

La aldea se preparaba para el festín, mientras en una choza situada a un lado del escenario de la inminente orgía, la víctima del bestial apetito de los negros, atada de pies y manos, aguardaba tendida en el suelo a que llegase el fin. ¡Y menudo fin!

Tarzán tensaba sus poderosos músculos al objeto de forzar las ligaduras, pero los guerreros las habían reforzado, a instancias del ruso, por lo que ni siquiera el gigantesco poderío físico del hombre-mono era suficiente para aflojarlas.

¡La muerte!

Tarzán había visto muchas veces el rostro del Horrible Cazador, y siempre sonrió. Y sonreiría de nuevo aquella noche, cuando comprobase que el fin se aproximaba con rapidez. Pero ahora sus pensamientos no se centraban en su persona, sino que pensaba en los demás…, en los seres queridos a los que aguardarían espantosos sufrimientos cuando él muriese.

Jane nunca sabría cómo le sobrevino esa muerte. Tarzán daba por ello las gracias al Cielo, como también agradecía la circunstancia de que, al menos, su esposa estuviera a salvo en el corazón de una de las ciudades más importantes del mundo. Sana y salva entre buenos y afectuosos amigos, que harían cuanto estuviese en su mano para aliviar su angustia.

¡Pero el chico!

Al pensar en el niño, una oleada de congoja anegó a Tarzán. ¡Su hijo! Y él -el poderoso señor de la jungla-, él, Tarzán, rey de los monos, el único ser del mundo capacitado para encontrar y salvar al chiquillo de los horrores que el diabólico cerebro de Rokoff había proyectado para la criatura, se veía atrapado como un animal estúpido e impotente. Iba a morir en cuestión de horas y con su muerte desaparecería la última oportunidad, la última esperanza de acudir en auxilio del niño.

En el transcurso de la tarde, Rokoff había ido a verle, a insultarle y a propinarle algún que otro golpe, pero el ruso no consiguió arrancar de los labios del gigante cautivo ni una palabra de protesta, ni un murmullo quejumbroso, ni un gemido de dolor.

De modo que Rokoff acabó por renunciar y reservarse aquel particular elemento de exquisita tortura mental para el último instante. Cuando, segundos antes de que los crueles venablos de los caníbales pusieran fin a los sufrimientos del objeto de su odio, el ruso tenía intención de informar a su enemigo del paradero de Jane, la esposa, que Tarzán creía a salvo en Inglaterra.

La oscuridad de la noche había caído sobre el poblado y a los oídos del hombre-mono llegaban los preparativos que se llevaban a cabo para la tortura y el banquete.