Se entregó a la tarea de disponer la comida en la minúscula mesita colocada en un lado del camarote.
El ruso le fulminó con la mirada.
–¿Cómo te atreves -le increpó- a entrar aquí sin pedir permiso? ¡Fuera!
El cocinero proyectó sobre Rokoff la mirada de sus azules y acuosos ojos y esbozó una sonrisa lela.
–Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos -articuló, y ordenó de nuevo los platos encima de la mesita.
–¡Sal de aquí en seguida, si no quieres que te eche a patadas, zoquete miserable! – rugió Rokoff, y dio un paso, amenazador, hacia el sueco.
Anderssen continuó con su estúpida sonrisa en los labios, de cara a Rokoff, pero una mano que parecía una zarpa se deslizó disimuladamente hacia el mango del largo cuchillo, que sobresalía del grasiento cordel que sujetaba el sucio mandil.
A Rokoff no se le escapó el movimiento y juzgó sensato detenerse en seco. Luego se volvió hacia Jane Clayton.
–Le doy de plazo hasta mañana -dijo-, para que reconsidere la respuesta que ha de darme. Con un pretexto u otro, enviaré a tierra a toda la tripulación, y sólo permaneceremos en el barco usted, el niño, Paulvitch y yo. Entonces, sin que nadie pueda interrumpirnos, será usted testigo de la muerte del chiquillo.
Lo dijo en francés, a fin de que el cocinero no pudiera enterarse del funesto augurio de sus palabras. Y una vez pronunciadas, salió del camarote dando un portazo y sin dirigir una sola mirada más al hombre que con su irrupción había desbaratado el cumplimiento de sus pretensiones.
Cuando hubo salido, Sven Anderssen se volvió hacia lady Greystoke… La expresión de imbecilidad que antes enmascaraba su pensamiento se había volatilizado y su lugar lo ocupaba otra, astuta y pícara.
–Crie que soy tonto -dijo el sueco-. Piro il tonto is il. Intiendo il francís.
Jane Clayton le contempló sorprendida.
–¿Se ha enterado de lo que ha dicho, pues? Anderssen sonrió.
Apiusti a qui sí.
–¿Estaba escuchando lo que ocurría en el camarote y entró para protegerme?
–Iustid si ha portado muy bien conmeigo -explicó el cocinero-. In cambio, il mi trata como a ¡un pirro sarnoso. La ayudar!, siñora. Ispiri y virá… La ayudarí. Hi istado muchas vicis in la costa occeidintal.
–¿Pero cómo va a ayudarme, Sven, cuando todos esos hombres están contra nosotros? – preguntó Jane.
–Craio -articuló Sven Anderssen- qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos -y abandonó el camarote.
Aunque Jane Clayton no confiaba en las posibilidades que pudiera tener el cocinero de prestarle alguna ayuda material, le estaba no obstante profundamente agradecida por lo que ya había hecho en su favor. El hecho de que entre todos aquellos canallescos enemigos dispusiera de un amigo constituía un rayo de esperanza, un alivio que aligeraba la carga de aprensiones acumuladas durante la larga travesía del Kincaid.
Aquel día no volvió a ver a Rokoff. Ni a nadie más, hasta que se presentó Sven con la cena. Jane trató de entablar conversación para sonsacarle acerca de los planes que pudiera tener el cocinero para ayudarla, pero todo lo que pudo arrancarle fue el estereotipado pronóstico atmosférico relativo a las futuras perspectivas del viento. El hombre pareció haber vuelto a caer de repente en aquel estado de espesa estupidez.
Sin embargo, cuando poco después se disponía a marchar con los platos vacíos, susurró en voz muy baja:
–Siga visteida y inrolli las mantas. Volvirí a buscarla dintro di muy poco.
Se hubiese deslizado fuera del camarote inmediatamente, pero Jane le retuvo cogiéndole por una manga.
–¿Y mi hijo? – preguntó-. No puedo irme sin él.
–Haga lo que yo li deigo -frunció Anderssen el ceño-. La estoy ayudando, así qui no mi vinga con inconvineintis.
Cuando salió el cocinero, Jane se dejó caer en la litera, completamente perpleja. ¿Qué podía hacer? Los recelos en cuanto a las intenciones del sueco se agolpaban en su cerebro como nubes de insectos. ¿No sería infinitamente peor su situación si se ponía en manos de aquel hombre?
No, peor que con Nicolás Rokoff no podía estar ni siquiera en compañía del mismísimo Satanás; al menos, el diablo tenía fama de ser un caballero.
Se juró una docena de veces que no abandonaría el Kincaid si no se llevaba consigo a su hijo. Sin embargo, continuaba vestida mucho tiempo después de la hora en que solía acostarse. Y tenía las mantas bien enrolladas y atadas con un sólido cordel cuando, alrededor de medianoche, se oyó un sigiloso rasgueo en el paño de la puerta, por la parte exterior.
La mujer cruzó la estancia con paso rápido y descorrió el pestillo. La puerta se abrió sin ruido y la embozada figura del sueco entró en el camarote. El cocinero llevaba un bulto en la mano, que evidentemente eran sus mantas. Alzó la otra mano y cruzó el dedo índice sobre los labios, gesto con el que ordenaba silencio.
Se acercó a Jane.
–Tomi isto -dijo-. Y no alboroti cuando lo via. Is siu heijo.
Ávidas manos cogieron el bulto que llevaba el cocinero y los brazos de una madre angustiada apretaron con su pecho a la dormida criatura, al tiempo que ardientes lágrimas de alegría se deslizaban por sus mejillas y todo su cuerpo se estremecía a causa de la emoción del momento.
–¡Vamos! – apremió Anderssen-. No hay timpo qui pirdir.
Se hizo cargo del rollo de mantas de Jane y, una vez fuera del camarote, cogió el suyo. Luego encabezó la marcha hacia un costado del buque, ayudó a Jane a descender por la escala y sostuvo al niño en brazos mientras la muchacha llegaba al bote que aguardaba abajo. Un momento después, el cocinero cortaba la cuerda que mantenía a la barca amarrada al vapor.
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