No tenía intención de decírtelo hasta que pudiese llevarte a la Isla de la Selva las pruebas del destino que la esperaba.
»Pero ahora que estás a punto de sufrir la muerte más inconcebiblemente espantosa que pueda administrarse a un hombre blanco, permíteme anunciarte los sufrimientos que le aguardan a tu esposa, para aumentar así los suplicios que vas a padecer antes de que el último venablo te libere de tu martirio.
Empezó entonces la danza y los gritos de los guerreros, que habían iniciado sus giros alrededor del poste, sofocaron todos los intentos que hacía Rokoff para angustiar más a su víctima.
Los saltarines salvajes, sobre cuyos cuerpos pintados titilaban los resplandores de las llamas de las fogatas, daban vueltas en tomo al hombre blanco atado al poste.
En la memoria de Tarzán cobró vida una escena semejante, la que se había desarrollado cuando rescató a D'Arnot de idéntico sufrimiento, en el último segundo, en el instante en que la lanza definitiva iba a salir disparada para acabar con los padecimientos del teniente. ¿Quién acudiría ahora a rescatarle a él? En toda la faz de la tierra no había nadie que pudiera salvarle de la tortura y la muerte.
La idea de que aquellos diablos humanos le devorasen una vez dieran por concluida la danza no le produjo a Tarzán horror ni disgusto alguno. Tampoco añadía ningún sufrimiento adicional, como le hubiese ocurrido a un hombre blanco normal, porque a lo largo de toda su vida Tarzán había visto a las fieras de la selva devorar la carne de las piezas que cazaban.
¿No había peleado él mismo para hacerse con el nada agradable antebrazo de un simio colosal en el curso de aquel antiguo Dum Dum, cuando acabó con la vida del feroz Tublat y obtuvo su hornacina en el respeto de los monos de Kerchak?
Los danzarines saltaban ahora más cerca de Tarzán. Los venablos empezaban a encontrar su cuerpo con el prólogo de unos pinchazos a los que seguiría un alanceamiento más serio.
Aquello no duraría mucho. El hombre-mono anhelaba ya el último golpe de lanza que pondría fin a su angustia.
Y entonces, a lo lejos, en los laberintos profundos y enigmáticos de la jungla, resonó un rugido agudo y destemplado.
Los bailarines interrumpieron su danza unos segundos, y en medio del silencio de ese intervalo, de entre los labios del hombre blanco amarrado al poste brotó la respuesta de un alarido aún más terrible y pavoroso que el que había emitido la fiera en la selva.
Titubearon los negros; luego, apremiados por su jefe y por Rokoff, se precipitaron hacia adelante para concluir la danza y rematar a la víctima. Pero antes de que la punta de otro venablo llegase a tocar la morena piel del hombre-mono, un rayo de color rojizo y verdes pupilas que irradiaban tanta ferocidad como odio surgió por el hueco de la puerta de la choza en que Tarzán estuvo prisionero y en cuestión de segundos Sheeta, la pantera, estuvo erguida, rugiente, al lado de su amo y señor.
Negros y blancos se quedaron instantáneamente paralizados por el terror; con los ojos fijos en los desnudos colmillos del felino de la jungla.
Sólo Tarzán vio a los otros seres que emergían del oscuro interior de la choza.
IX
¿Nobleza o villanía?
Desde la portilla de su camarote a bordo del Kincaid, Jane Clayton vio cómo se llevaban en un bote a su marido hacia la playa de aquella Isla de la Selva cubierta de vegetación. Luego, el buque reanudó su travesía.
Durante varios días, la única persona a la que vio lady Greystoke fue Sven Anderssen, el taciturno y repelente cocinero del barco. Le preguntó el nombre del lugar en el que habían desembarcado a su marido.
–Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos -respondió el sueco, y eso fue todo lo que la mujer pudo sacarle.
Jane había llegado a la conclusión de que lo único que el hombre sabía decir en inglés era eso, que pronto iban a tener encima un vendaval de mil demonios, así que dejó de incordiarle con la petición de ulteriores datos. Aunque nunca se olvidó de dirigirse a él con amabilidad ni de darle las gracias por la espantosa y nauseabunda bazofia que le llevaba.
Tres jornadas después del día en que abandonaron a Tarzán, el Kincaid ancló frente a la desembocadura de un gran río. Rokoff se presentó entonces en el camarote de Jane Clayton.
–Ya hemos llegado, querida -acompañó su anuncio con una mirada rebosante de malévolo sarcasmo-. Vengo a ofrecerle salvación, libertad y alivio. Me siento conmovido y lleno de arrepentimiento por lo que la he hecho sufrir y quisiera reparar el daño causado lo mejor que me sea posible.
»Su esposo era un salvaje… Usted lo sabe mejor que nadie, ya que lo encontró desnudo en la selva, entregado a una existencia silvestre y alternando con las fieras salvajes que eran sus compañeras. Ahora bien, yo soy un caballero, no sólo de sangre noble, sino que, además, mi educación es la propia de una persona de la clase alta.
»Le ofrezco, mi querida Jane, el amor de un hombre cultivado, así como la relación íntima con alguien instruido y refinado. Lo cual es algo que sin duda ha echado usted de menos durante su convivencia con el pobre simio al que sin duda otorgó usted su mano en un arrebato infantil, impulsada tal vez por un encaprichamiento producto de su ingenuidad. La quiero, Jane. No tiene usted más que pronunciar el sí y se le habrán acabado todas las tribulaciones… Incluso recuperará a su hijo de inmediato, completamente ileso.
Ante la cerrada puerta, Sven Anderssen hizo una pausa con el almuerzo que llevaba para lady Greystoke. En el extremo de su larguirucho y enjuto cuello, la cabeza permanecía ladeada, los párpados se entrecerraban sobre los ojos y las orejas, tan elocuente era su actitud de espía subrepticio que no se pierde ripio, daban la impresión de estar inclinadas hacia adelante… Hasta su largo y desparramado bigote amarillento parecía asumir un aire de astucia sigilosa.
Cuando Rokoff culminó su declaración de amor y pasó a esperar la respuesta que solicitaba, la expresión del semblante de Jane Clayton, que empezó siendo de sorpresa, se trocó en auténtico gesto de repugnancia. Se estremeció asqueada ante las mismas narices de aquel individuo.
–No me habría extrañado lo más mínimo, señor Rokoff-dijo-, que hubiese intentado usted someterme por la fuerza a sus diabólicos deseos, pero me asombra que sea tan petulante como para suponer, por un segundo, que yo, esposa de John Clayton, podría caer voluntariamente en sus brazos, ni siquiera para salvar la vida. Es algo que jamás hubiese imaginado. Siempre he sabido que es un canalla, monsieur Rokoff, pero hasta ahora no tuve motivos para considerarle un majadero.
Los ojos de Rokoff se entornaron hasta que los párpados casi se rozaron, mientras el tono rojo subido de la mortificación teñía la palidez de su rostro. Avanzó un paso hacia la joven, amenazador.
–Al final, veremos quién es el majadero -siseó como una serpiente-, cuando la haya sometido a mi voluntad y cuando su plebeya obstinación yanqui le haya hecho perder cuanto ama en este mundo, incluida la vida de su hijo, porque, ¡por los huesos de san Pedro!, abandonaré los planes que tenía para ese mocoso y le trocearé el corazón ante los ojos de su madre. ¡Se va a enterar usted de lo que cuesta insultar a Nicolás Rokoff!
Jane Clayton volvió la cabeza con gesto cansino.
–¿Qué saca -dijo- con extenderse en las ruindades a que puede llegar inducido por su vengativa naturaleza? No va a impresionarme ni con amenazas ni con la posibilidad de que las cumpla. Mi hijo no tiene todavía criterio para juzgar por sí mismo, pero yo, su madre, sí tengo la absoluta certeza de que, si sobreviviera hasta alcanzar la mayoría de edad, entonces sacrificaría muy gustoso su vida por el honor de su madre. Con todo el infinito cariño que le tengo, no compraría su vida a ese precio. Si lo hiciese, él maldeciría mi memoria hasta la hora de su muerte.
La cólera de Rokoff había alcanzado su punto máximo, al darse cuenta de su fracaso en el intento de reducir a la joven mediante el terror. Ahora sólo sentía odio hacia ella, porque su demente imaginación había concebido la idea de que, si pudiera obligarla a acceder a sus exigencias a cambio de la vida de ella y del niño, la copa de la venganza se llenaría hasta el borde, puesto que podría pavonearse por las capitales de Europa, presentando como amante suya a la esposa de lord Greystoke.
Se acercó de nuevo a Jane. La cólera y el deseo contraían las facciones de su perverso rostro. Se abalanzó sobre la muchacha como una fiera salvaje, le echó las manos a la garganta y la obligó a retroceder y caer de espaldas sobre la litera.
En aquel momento la puerta del camarote se abrió ruidosamente. Rokoff se puso en pie de un salto, giró en redondo y se encontró frente al cocinero sueco.
Los ojos del hombre, en los que normalmente había una expresión de zorro taimado, denotaban la más profunda idiotez. Abierta la boca, su mandíbula inferior estaba a tono con la absoluta imbecilidad del conjunto.
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